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Se ha ofrecido mucha información que manifiesta la atención que prestan muchas entidades a este problema. Pienso en la intervención de monseñor Ferdinando Charrier, presidente de la Fundación «Justicia y Solidaridad», quien explicó muy bien cómo los obispos italianos han acogido la invitación del Papa, en el Jubileo de 2000, a condonar la deuda exterior de países pobres y, en lugar de sólo predicar y decir que ésta es una exigencia de la paz y del porvenir de la humanidad, han elegido dos países, Guinea Conakry y Zambia, y han propuesto al Gobierno italiano la condonación de la deuda. No en su totalidad, porque no habría sido posible, pero se ha llegado a condonar el 10% de la deuda de estos países y para ello han pedido ayuda a los fieles italianos llegando en poco tiempo a recoger con este motivo 1,5 millones de euros. De esta manera, los países deudores que han pedido la extinción de la deuda, han podido usar este dinero para promover obras de solidaridad, de desarrollo y de progreso. Todo esto para no limitarse a decir «aquí está la goma, cancelamos el pasado», y luego empezar de nuevo en condiciones exactamente iguales a las que han favorecido e incrementado la deuda. Este ejemplo, que no era conocido por los obispos de los otros países, es excelente. Excelente haber pedido en nombre de Cristo al Gobierno y haber luego ofrecido una cierta garantía en lugar de quien no puede dar nada. Es una idea espléndida, perfecta. Pero hay otros ejemplos de hermanamientos con diócesis africanas. También en mi país, Suiza, desde hace cuarenta años, existe este tipo de colaboración, no sólo con la intención de remediar situaciones catastróficas, como en caso de aluviones, sequía y terremotos, sino también para permitir a quien recibe la ayuda que un día pueda ser autónomo. En el contexto de las organizaciones de solidaridad, se repite mucho el proverbio de no limitarse a dar el pez al hambriento, sino enseñarle a pescar. Y, por ejemplo, excavar pozos, dar la posibilidad de explotar los recursos naturales en una región, para liberarla de una ayuda siempre renovada y condicionante, es una señal positiva. Pero la necesidad de promover una solidaridad más amplia fue presentada también por la intervención de un obispo, quien ha subrayado que, aunque se condonase toda la deuda internacional de todos los países de África, el continente seguiría siendo pobre, porque está atrapado en los mecanismos que periódicamente crean el endeudamiento. En cuanto a la unificación de Europa, es algo bueno el que los pueblos se reúnan, y que los responsables políticos y económicos se centren en unos cuantos criterios que inspiren, que dejen huella, porque a veces falta, en el proceso de integración europeo, una inspiración, pues no se puede reducir sólo a mejorar la renta. Ese no es un ideal.
Sí, porque, por una parte, se ofrecen subvenciones importantísimas, de miles de millones, que luego son recuperadas comprando productos africanos a precios tan irrisorios que no consienten la supervivencia. Hablé de ello con un especialista y me dijo: «Aquí está todo lo que hemos dado», enumerando cifras y datos. «Si, pero ¿cuánto hemos recibido?», respondí yo por mi parte. Es decir, directa o indirectamente, ¿cuántos beneficios hemos obtenido?.
Se experimenta todavía la contradicción o el carácter absurdo de este modo de actuar y razonar. Sigue dándose una filantropía humanitaria que no busca limitar el aumento de la población humana, de manera que todos puedan vivir y alimentarse. Esta idea, que procede de un concepto desnaturalizado de caridad o bien común, se constata todavía a todos los niveles, incluso en la vida individual y privada. Por ejemplo, respecto al aborto, si se prevé que la existencia del nascituro será terrible, ligada a sufrimientos, ¿por qué es mejor que no nazca? Si se impidiera como por caridad su nacimiento se podría decir, según esta lógica desfasada, que no es oportuno dejar que aumente el número de los hombres desnutridos, que serán enfermos y tendrán muchas dificultades. Al promover una sociedad de felicidad, de salud, de rendimientos asegurados, no se cultivan en realidad los valores del amor y de la vida sino del egoísmo, de los intereses personales y colectivos.
Todas las culturas necesitan ser evangelizadas. Desde hace algunos decenios, al menos desde el Papa Pablo VI, existe este concepto de evangelizar la cultura, la economía, etc. Recuerdo la sorpresa de los cristianos ancianos que decían: «Es imposible, sólo puedo evangelizar a las personas, ¿cómo puedo evangelizar la cultura o la economía?». Es posible, llevando ese fermento que, a través de las personas de fe, permita desarrollar una reflexión, una acción, que acogiendo las debilidades y las lagunas de cada sistema, lleven a actuar según el plan de Jesús una situación de preparación para el Reino. Porque el Reino no llegará nunca en esta vida. El reino, en su globalidad, en su esplendor, llegará con el Adviento de Jesús, al final de los tiempos. Pero, mientras tanto, se construye, se siembra. Y el evangelizador, al ver lo que hay de positivo en cada cultura, así como al revelar los límites y contradicciones, procura, iluminado por el Evangelio, mejorarla. Lo vemos en la historia de la Iglesia: San Pablo aconseja a los esclavos que obedezcan a sus amos y, por tanto, no predica la abolición total de la esclavitud. Sin embargo, anunciando el Evangelio siembra en los corazones y en las inteligencias, las fuerzas que, una vez crecidas, podrán superar completamente la esclavitud. Y este discurso vale para cualquier otro valor de la sociedad humana. La familia no es un santuario en ningún lugar sin el Evangelio. Hay, en las religiones tradicionales africanas, valores absolutamente fuertes que han garantizado la continuación de la sociedad y de la cultura en estos países, aunque tengan fuertes límites. Y es aquí donde el Evangelio se injerta, llevando a vivir estas relaciones de manera diferente. Por tanto, la evangelización cuenta con el hecho de que ninguna relación humana es perfecta en sí, en parte por motivos de herencia cultural, y que por tanto todas las relaciones humanas deben ser purificadas y renovadas.
Se ha hablado mucho de esto, sobre todo en los grupos de trabajo y los resultados no han sido todavía comunicados por falta de tiempo. En las Actas del Simposio, se incluirán también las comunicaciones de estos grupos. El tema ha sido central en los debates, no tanto para idealizar esta nueva época misionera, en la que África nos envía sacerdotes, mientras que entre nosotros empiezan a escasear, sino más bien para reconocer sus límites y ver sus dificultades. Por parte europea se reconoce la profunda generosidad y la aportación que pueden dar los africanos que llegan. Al principio, alguno pensaba que venían para gozar de condiciones de vida menos duras, luego con el pasar del tiempo, gracias al ministerio de los sacerdotes abiertos pero radicados en la fe y llenos de celo, la gente se ha dado cuenta de que esta aportación podía revitalizar muchos ambientes pastorales. El sábado, una religiosa nigeriana habló muy claramente de esto, sugiriendo también intensificar la presencia de religiosas africanas en los hospitales, en las casas de ancianos, para llevar la frescura y la sinceridad de una aportación profundamente cristiana. Es importante que no desaparezca esta motivación. Lo decía hace poco, en la televisión italiana, monseñor Onaiyekan, al afirmar: es verdad que mucha gente lucha por la justicia, lucha por la defensa de los derechos humanos, pero si yo lo hago como cristiano debo decir que lo hago por mandato de Jesucristo, para llevar no sólo los elementos de solución a los problemas humanos, a niveles racionales y operativos, sino para anunciar el Evangelio. Y, por tanto, pienso que muchos africanos puedan devolvernos a los europeos, a veces un poco cansados, esta visión de fe, este entusiasmo por Jesús.
Sí, esto lo ha dicho numerosas veces, por ejemplo es muy claro en la encíclica «Ecclesia de Eucharistia» y luego, lo explica espléndidamente en la carta apostólica «Mane nobiscum domine». Lo repite en cada ocasión, como lo dijo a los obispos al final del Simposio en una audiencia que nadie olvidará, porque no todos tienen la oportunidad de ver a menudo al Santo Padre. Junto a los setenta u ochenta obispos, había también ochenta laicos que participaron en los trabajos del congreso, además de quienes han trabajado en las secretarías. Y muchos estaban conmovidos o porque era la primera vez que se encontraban con el Papa o por haber visto con qué claridad de pensamiento, con qué convicción, decía estas cosas.
Era imposible afrontar todos los puntos porque África es muy diversa, de manera que, cuando los obispos africanos se reencuentran todos juntos, tratan a menudo de hacerlo en Roma. Recuerdo que, hace once años, cuando el Papa aludió a la Asamblea especial del Sínodo para los Obispos de África, indicando como lugar de encuentro Roma, hubo en Europa reacciones desilusionadas: no comprendían por qué centrar todas las iniciativas en Roma, mientras hubiera sido mejor hacerlo en África. Sin embargo, es mucho más fácil para los obispos africanos, si son muchos, encontrarse en Roma que en cualquier otro lugar de África. Y, por tanto, la diversidad de las situaciones no ha emergido en estos días de Simposio. Se han hecho alusiones, por ejemplo, en un trabajo de grupo. Un obispo de África del Norte ha afirmado que, en las cosas que se estaban diciendo, no se reflejaba su propia realidad. Es claro que un obispo que tiene la responsabilidad de algunos centenares de católicos, en una diócesis, en medio de tres millones de musulmanes, no vive como en Ruanda o Nigeria. Luego se ha tratado de no insistir en lo que puede ser problemático pues hubiera quedado fuera de lugar comparado con el entusiasmo de esta asamblea, que se refleja también el comunicado final. Ningún obispo europeo soñaría en escribir al final que hay sacerdotes africanos que vienen entre nosotros para estudiar y que después no vuelven porque no tienen valor. Y ningún obispo africano habría soñado dar voz a reproches de paternalismo o autoritarismo contra algún misionero europeo en África y cosas por el estilo. De estas cosas no se quiere hablar en parte porque han sido superadas por los progresos que han hecho las jóvenes iglesias en África y por la renovación de las mentalidades de los europeos tras el Concilio, aunque siempre hay dificultades. Además, quien piensa en un gran proyecto, no se detiene en los problemas locales, que hay que debatir y resolver.
¡Sí, han sido muy variadas las dotes mostradas y los regalos aportados! Ha sido muy bueno que los obispos africanos nos hayan traído un poco de la espontaneidad y alegría de su continente y de sus pueblos, en medio de tantas dificultades. Para nosotros, que muchas veces somos demasiado serios o desconfiados, es espléndido ver a los hermanos obispos tan abiertos a la alegría y la paciencia. Mi balance final del Simposio, a pesar del cansancio, es el de una profunda felicidad, porque es un signo del amor del Señor y el clima en el que nos hemos encontrado en los momentos de oración, reflexión y a la hora de comer, es verdaderamente lo que queríamos.
Conozco África por lo que leo y lo que oigo. Y tengo contactos con nuestros misioneros, con quienes han regresado. Por ejemplo, en mi diócesis, un sacerdote, que murió hace un año, había dirigido seminarios y dado clases durante cuarenta años en África, escribiendo todo un tratado de la historia religiosa de África. Hay algunas experiencias de vida que me han marcado. Hace diez años, tras la guerra fratricida de Ruanda, vino a encontrarme un joven religioso, que pedía ayuda, y me contó sencillamente que había visto asesinar ante sus ojos a todos sus parientes y sus diez hermanos y hermanas. Era el único superviviente. Tener en mi casa a un joven que había contemplado la muerte violenta y bárbara de unas quince personas me ha enseñado mucho. Y lo que más me impresionó fue su voluntad de perseverar en la fe de Cristo y el hecho, que pude notar, que había perdonado completamente. Alguien podría juzgar a los africanos como personas sonrientes y despreocupadas, porque no percibe la tragedia al modo del europeo formado en la filosofía de Nietzsche y otros. El africano percibe el carácter trágico de los acontecimientos pero también es capaz de perdonar. | ||
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