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En todos los países. En Estados Unidos he tenido recientemente tres conferencias acerca de este tema. La ciencia ofrece una mano a la teología, haciendo conocer que el mundo ha sido creado por Dios (en este sentido, interrogarse sobre la Naturaleza equivale a imaginar la mente de Dios). Por otro lado, la teología ofrece a los científicos elementos de reflexión sobre el sentido de la investigación, de modo que se puede encontrar la búsqueda científica ligada a una visión ética del mundo.
Acerca de la teoría de Charles Darwin no hay un verdadero enfrentamiento. La trágica historia de Giordano Bruno no entra en el conflicto ciencia-fe: se limitaba a términos teológicos. Entonces, el único caso de conflicto estaría en torno al heliocentrismo y a Galileo.
El motivo de por qué aquel acontecimiento acabó como acabó continúa siendo un enigma. Galileo Galilei era muy estimado por Pablo V y Urbano VIII. Los jesuitas lo tenían en grandísima consideración. Gracias al jesuita y matemático Cristóforo Clavio había obtenido la cátedra de Pisa, y la todavía más prestigiosa de Padua. Cuando mostró el instrumento que había inventado el occhiale, esto es, el telescopio, la Academia de los Licei, de Roma, fue a verlo; según el cardenal Francesco María del Monte, Galileo merecía una estatua ecuestre en Campidoglio. En 1624, en siete semanas transcurridas en Roma, tiene seis coloquios con el Papa Urbano VIII. Y después de la condena, no sólo no fue a la cárcel, sino que fue tratado con un respeto y una indulgencia inconcebibles en un siglo como aquel.
Cuando, muy educadamente hace falta decirlo, Galileo es invitado a dar las pruebas del heliocentrismo. El Papa le pide demostrar que la Tierra realmente se mueve; sólo así le dice, la Iglesia podrá formular una nueva interpretación de la Escritura (en el Eclesiastés, Josué «detiene el camino del sol»). Pero Galileo no tiene esas pruebas.
La prueba del heliocentrismo sólo viene con la ley de la gravitación universal de Newton. Y cuando llega, la Iglesia la acepta. Sin embargo, en la época de Galileo, la teoría copernicana circulaba y no era de hecho combatida: era considerada una hipótesis o suposición astronómica, no una verdad absoluta. Pero Galileo se quiere jugar el todo por el todo. En su Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, llegó a introducir un personaje ridículo, Simplicio, que representa claramente al Papa Urbano VIII. Galileo era realmente un florentino de carácter. Pero Urbano VIII era de la misma ciudad, y de la misma pasta. ¿Cómo puede un hombre inteligente como Galileo cometer un error de ese género?
Las razones son muchas. La guerra de los Treinta años; España, que acusa a Roma de acercarse a los protestantes para detener el dominio español. Es entonces cuando se descubre que el principal protector de Galileo, Giovanni Ciampoli, secretario del Papa, debido a ambiciones frustradas, conspira junto a los españoles. Se cierran todas las vías para un compromiso. Urbano VIII, cuando decide romper definitivamente con Galileo, relaciona la ofensa del Diálogo con la conjura de Ciampoli; le dice al embajador florentino: «¡Ha sido una verdadera ciampolatada!» | ||
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