La araña ventruda y el alegre Jack

Ignacio Arellano.Catedrático de Literatura. Universidad de Navarra
Diario de Navarra. 7 de diciembre de 2002

Un genio pintor de la maldad         En el infinito mundo de Shakespeare abundan los héroes y los villanos, sobre todo los villanos, inolvidables seres perdidos en el infierno de su corrupción: Macbeth, asesino de su sagrado rey; Yago, demonio de la envidia; las malditas hijas del rey Lear; el psicópata Aarón de Tito Andrónico, que confiesa orgulloso sus alevosías: «Voy a hablar de muertos, violaciones y asesinatos, de actos cometidos en las sombras de la noche, de abominables delitos, de negras maquinaciones de traición y maldad, de depravaciones horribles». De esas depravaciones horribles no se arrepiente: solo lamenta alguna buena acción que pudiera haber hecho por error: «Yo no soy ningún niño que con viles plegarias tenga que arrepentirme de los males que he hecho. Diez mil peores que los que hasta ahora hice haría yo si cumpliera mi voluntad. Si una sola buena acción hice en toda mi vida me arrepiento de ella desde mi alma misma».
Haciendo alardes de horror, crueldad, mal gusto y odio         Entre todos los pérfidos villanos de Shakespeare, como una estrella de luminosa negrura, brilla, con el dominio admirable de su venenosa retórica, Ricardo III. Consciente de su deformidad física y moral, este jorobado diabólico parece adelantarse a cualquier juicio ajeno, describiéndose a sí mismo en la escena primera del primer acto: «Yo, groseramente constituido y sin la majestuosa gentileza para pavonearme ante una ninfa con libertina desenvoltura; yo, privado de esta bella proporción, desprovisto de todo encanto por la pérfida naturaleza, deforme, sin acabar, enviado antes de tiempo a este latente mundo, terminado a medias, y eso tan imperfectamente que los perros me ladran cuando me paro ante ellos, he urdido complots, inducciones peligrosas...». Dejemos a los críticos psicoanalistas o feministas la cuestión de si será esta deformidad de Ricardo la que provoque su odio y su violencia. Ricardo no es, por más que sea un lugar común en la crítica sobre Shakespeare su dominio de la pintura del alma humana, un carácter profundo ni refleja de manera psicológicamente verosímil la esencia de ningún espíritu humano al que podamos aplicar un análisis semejante. Es algo más, es un símbolo poético de la perversidad, capaz, como tal, de crear su propia verosimilitud sin someterse a ningún otro criterio. En una de las escenas clave de la tragedia, Ana, viuda del príncipe Eduardo, viene en el cortejo funeral de Enrique VI, su suegro, y se cruza con Ricardo. Marido y suegro han sido asesinados por este, de modo que cualquiera que conozca algo de Shakespeare se puede imaginar las maldiciones que Ana dirige al deforme malvado: «Caigan sobre ti, odioso miserable, más horrendas desgracias que pueda yo desear a las serpientes, arañas, sapos y todos los reptiles venenosos que se arrastran por el mundo. Que si tuvieses un hijo sea abortivo, monstruoso y dado a luz antes de tiempo, cuyo aspecto contranatural espante las esperanzas de su madre. Atrás, repugnante ministro del infierno. Avergüénzate, montón de deformidades, salvaje jabalí. Permite, monstruo infecto de hombre que te maldiga».
Toda la inmoralidad posible a su servicio hasta morir víctima de ella         Y a estas maldiciones opone Ricardo galanterías cínicas, elogios a la belleza de Ana, y una explicación asombrosa del asesinato de Eduardo que confiesa sin rubor: «Vuestra belleza fue la causa. Vuestra belleza, que me incitó a emprender la destrucción del género humano con tal de que pudiera vivir una hora en vuestro seno encantador». ¡Y Ana se deja convencer y acaba casándose con Ricardo, y en esa misma escena le acepta un anillo de compromiso! Absurdo, sin duda. ¿Y qué? La retórica de Ricardo es maravillosa y deja al espectador anonadado, como anonada a lady Ana. Es como el veneno de la araña (una imagen reiterada para este Ricardo) que deja paralizada, sin voluntad a su víctima. Porque, naturalmente, todo es un fingimiento de Ricardo, una máscara que le permitirá alcanzar el poder, engañando a todos: «Hago el daño y grito el primero. Y al punto lo creen. Les cito la Sagrada Escritura y cubro las desnudeces de mi villanía con trozos viejos sacados de los libros sagrados y les parezco un santo, mientras represento el papel del demonio. No soy lo que parezco». Ricardo va asesinando a todo el que se cruza en sus propósitos de elevación. Ante su violencia, la gloria de los príncipes se deshace, se reducen sus títulos exteriores, de los que también serán despojados por el vendaval de un poder y de una ambición que todo lo destruye. No hay moralidad ni legitimidad en este mundo de discordias que evocan las guerras civiles inglesas entre las casas de York y Lancaster. Solo hay fuerza, destrucción, sangre y matanza, como clama la reina Isabel al final del segundo acto. Una gloria aparente, la máscara de la gloria que pasa de un rey a otro en una procesión de asesinatos y traiciones que desemboca en el abismo. Pues el mismo Ricardo III, esta araña ventruda llena de tóxico, aterrorizado por las visiones fantasmales de sus víctimas, maldecido por su propia madre, muere en su aciaga batalla a manos de Richmond, que será Enrique VII.
Un bufón canalla pero menos

        En esta terrible fiesta de máscaras de la realeza y la soberbia que son las grandes historias de Shakespeare hallamos también otra de las mayores creaciones del poeta, el desenmascarador mayor del reino, que se alza frente a la plaga de los reyes sanguinarios: es Juan, Juanito, Jack Falstaff, el alegre Jack, figura cuya entidad cómica y vitalismo solo pueden compararse a Sancho Panza. Nos da la impresión de que Falstaff, desengañado de todo, testigo cercano del honor de los poderosos, conocedor de sus miserias, hace del ingenio y de la farsa su religión vital. Sobre todo en la primera y segunda parte de Enrique IV, vemos a Falstaff, gordo, borracho, lujurioso, pero sobre todo hombre de humor, acompañar al príncipe Enrique, soportar sus burlas, sus insultos y un brutal rechazo final cuando el príncipe se convierta en rey. No hace al caso si esta decisión de Enrique es positiva y muestra de su deseo de ser un rey justo y serio, o una ingratitud criminal contra un bufón que lo ha divertido sin hacer males mayores a nadie, pero que no encaja bien en el mundo del honor que es la máscara de la corte. Si se examinan bien estos dramas se advierte que todos los personajes «nobles y serios» pertenecen al universo de la crueldad, la violencia y la muerte. Ambiciones, poder, soberbia, traición y violencia: todo eso cae en el terreno del Honor y la Gloria. Y frente a ese universo Falstaff replica: «¿Puede el honor reponer una pierna? No. ¿O un brazo? No. ¿O quitar el dolor de una herida? ¿Qué es el honor? Una palabra, aire. ¿Quién lo tuvo? ¿El que murió el miércoles? No quiero nada de eso. El honor es un mero blasón –esto es, una máscara que cubre la nada– y así termina mi catecismo». La broma de Fasttaff en la batalla cuando el príncipe le pide su pistola y le saca de la funda una botella de vino canario, expresa bien el rechazo del gran bromista de la muerte que los grandes consideran gloriosa. Falstaff es un granuja, sí, pero ¿qué son los demás? Granujas mucho más nocivos y letales, granujas que visten el atuendo de la grandeza y que matan, por tanto, a lo grande. Falstaff al menos, hace reír y ofrece con su botella de vino dulce el consuelo de lo vivo que se resiste a la muerte.

        Brindemos, pues, con el vino canario de Jack, el bufón, para que Dios nos libre de las tarántulas...