Pena capital y eutanasia
Alejandro Navas
Profesor de Sociología
Universidad de Navarra
2 de febrero de 2006 La Gaceta de los Negocios (Madrid)
Aumentan las críticas

        El mundo civilizado se ha horrorizado, una vez más, con la ejecución del enésimo condenado a muerte en Estados Unidos. Una inyección letal acababa en treinta y siete minutos con la vida de Clarence Ray Allen, en la medianoche entre el 16 y el 17 de enero en San Francisco. A pesar de que en torno a los dos tercios de la población estadounidense se declara partidaria de la pena de muerte, se observa una disminución progresiva en el número de ejecuciones, pues los argumentos en contra van ganando apoyos en la opinión pública. Aun así, el número de víctimas sigue siendo considerable, y resulta inevitable que nos acabemos acostumbrando a esa rutina sanguinaria.

        Sin embargo, en ocasiones hay circunstancias en las víctimas que llaman la atención y avivan el debate. En este caso, Allen tenía 76 años, estaba ciego, sordo y diabético. El año pasado sufrió un ataque al corazón y se movía en una silla de ruedas, lo que hace particularmente cruel la aplicación de la pena capital. Comprendemos que una ola de indignación moral haya recorrido la mayoría de los medios de comunicación occidentales. En reportajes y editoriales se ha puesto una vez más de relieve la crueldad del sistema penal estadounidense y, por extensión, el carácter violento y primitivo de una sociedad que permite e incluso parece disfrutar con algo así. Y para nuestra desgracia, se trata además de la primera potencia mundial.

En Holanda         Imaginemos por un momento, en una suerte de experimento mental, un cambio de escenario: Allen no se encontraría ahora en el corredor de la muerte en San Francisco, sino en el de cualquier hospital holandés. ¿Qué suerte le esperaría con su cuadro médico? Estaríamos ante un caso claro de aplicación de la eutanasia. Allen pareció querer vivir hasta el final, como atestiguan los esfuerzos de sus abogados por obtener el indulto, así que suponemos que trasladado al escenario holandés, se cuidaría mucho de pedir la pastilla o inyección que pondrían fin a una vida desprovista de calidad. Pero esto no le salvaría necesariamente de la muerte. Se calcula que hasta un tercio de las muertes acogidas a la regulación de la eutanasia se producen sin el consentimiento de los enfermos. Son otros, los médicos y/o los parientes quienes deciden por ellos, aunque se trate de una clara transgresión de la ley.
Contradicción a la vista

        Esos delitos apenas son ya perseguidos y más aun, ni siquiera registrados como tales por los controles establecidos. ¿Y qué pasaría si por un extraño azar un caso así fuera denunciado ante la justicia? Con toda seguridad los jueces considerarían el carácter excepcional del caso y los médicos implicados serían absueltos. ¿Y cuál sería el eco de este caso en la opinión pública? Gran parte de los mismos medios que han criticado al gobernador de California y a la cultura penal yanqui por su inhumanidad habría hecho presión ante los jueces y autoridades holandeses en defensa de esos médicos y luego habría aplaudido la sentencia absolutoria. Y se habría aprovechado la coyuntura para pedir de nuevo la regulación de la eutanasia en los países en que sigue siendo ilegal.

        Resulta mucho más fácil lograr la unanimidad para condenar a los bárbaros Estados Unidos que para defender el carácter absoluto de la vida humana, en todas las circunstancias. Una vida que se considera única ante la justicia norteamericana puede valer muy poco en otro contexto. Los Estados Unidos nos parecen justamente implacables, pero son también coherentes. La aplicación de la pena de muerte no es un fenómeno aislado: junto a la práctica masiva del aborto desde hace más de treinta años, la eutanasia empieza a dar sus primeros pasos en algunos estados. Si se opta por la cultura de la muerte, no tiene sentido venir luego con distinciones y remilgos.