Yago, más cruel que la angustia,
que el hambre, que la mar
Ignacio Arellano
Catedrático de Literatura
Universidad de Navarra
15 de febrero de 2003 Diario de Navarra
Macbeth Otelo, Julio César (2ª ed.)
William Shakespeare

 

 

Conociendo bien a los otros

        «Perro de Esparta, más cruel que la angustia, el hambre o la mar», acusa a Yago el veneciano Ludovico, en el terrible desenlace de Otelo. La angustia, el hambre o el mar no son humanos y no conocen, por tanto, la piedad, pero tampoco la verdadera crueldad en la que Yago es maestro. Alimentado de la envidia y la venganza, este alférez que aspira a teniente, pospuesto en el cargo al joven Casio, y vulnerado por las sospechas de que su mujer le haya sido infiel con su general Otelo y quizá con el mismo Casio, extiende su letal influencia como un veneno corruptor. Hombre vulgar y grosero, hábil en insinuar imágenes obscenas, goza de una privilegiada capacidad de manipular a los demás, apoyándose en las debilidades y hasta en las virtudes ajenas. La naturaleza franca y libre de Otelo le hace excesivamente confiado y ninguna dificultad tendrá Yago de llevarlo «por la nariz como un asno»; la galantería llamativa y la pronta ira de Casio, y la lujuria de Rodrigo los harán víctimas propicias; la blandura de sentimientos de Desdémona la convierte en presa fácil.

        Otelo, famoso general moro al servicio de Venecia, ha seducido a la bella Desdémona, hija del noble Brabancio, senador de la República Serenísima. El viejo padre, asombrado de este amor de su hija, denuncia por hechicero al moro, un ser hecho para inspirar temor y no deleite: «Me la han robado y pervertido con sortilegios y medicinas compradas a charlatanes, pues la naturaleza, no siendo ella imbécil, ciega o coja de sentido, no podía haberse engañado tan descabelladamente sin el auxilio de la brujería». Desdémona, sin embargo, se ha enamorado de un héroe: no de la belleza de Otelo, ni de su lozana juventud (es hombre maduro, de rostro atezado y porte fiero), sino de sus historias y hazañas en países maravillosos: «Le hacía relación de muchos azares desastrosos, de accidentes patéticos de mar y tierra, de cómo había escapado por el espesor de un cabello de una muerte inminente... hablaba de los caníbales y de los hombres que llevan su cabeza debajo del hombro... Me amó por los peligros que había corrido y yo la amé por la piedad que mostró por ellos».

Se tortura celoso por su ingenua confianza         Pero algo queda en el fondo de Otelo, que engendra una duda, como si la extrañeza de los demás lo contagiara: ¿Será cierto que la hermosa Desdémona, una virgen tan tierna, tan bella y tan dichosa, tan opuesta al matrimonio que ha desdeñado los más ricos y apuestos galanes venecianos, pueda enamorarse de un guerrero moro de edad declinante? Este es el íntimo torcedor de Otelo. Por ahí lo corrompe Yago. La confianza del general en su perverso alférez es increíble. Mientras Yago con medias palabras, gestos hipócritas y ambiguas interpretaciones, insinúa a Otelo que Desdémona lo traiciona con Casio, el desdichado marido no cesa de alabar la honradez de su tentador: «Honrado Yago», «Yago es un hombre muy honrado», «Yago es muy honrado», «Este camarada es de una excesiva honradez y sabe penetrar con espíritu claro en los resortes de las acciones humanas»... No, Yago no es un hombre honrado. Es el demonio de la hipocresía y de la venganza. En lo que sí acierta, irónicamente, Otelo, es en la penetración de Yago sobre los resortes de las acciones humanas y su dominio de los caracteres. Puskhin no veía en Otelo un celoso, sino un hombre en demasía confiado que responde furioso a la decepción. Pero la confianza de Otelo se deposita, curiosamente, solo en Yago. Ninguna investigación seria ordena para confirmar sus sospechas, ninguna prueba incontestable exige. Como un pájaro deslumbrado, este guerrero que se ha enfrentado a mil batallas, impertérrito ante las balas de los cañones, cae en la red del engaño y sucumbe ante unos celos monstruosos que lo enloquecen, excitados por la diabólica sabiduría de su enemigo: «¡Adiós para siempre a la tranquilidad de espíritu, adiós al contento, adiós a las tropas empenachadas y a las potentes guerras, adiós al relinchante corcel y a la aguda trompeta, al tambor que despierta el ardor del alma! La carrera de Otelo ha dado fin».
Otelo está desconocido

        Cuando todo esté destruido, se disculpará con la luna y el destino: «Es el efecto de la desviación total de la luna. Se aproxima a la tierra más que de costumbre y vuelve locos a los hombres». Más lúcido es Yago, que sabe muy bien lo innecesario de lunas nefastas para incitar a los hombres a la locura, pues «De nosotros depende ser de una manera o de otra. Nuestros cuerpos son jardines en los que hacen de jardineros nuestras voluntades. Poseemos la razón para templar nuestros movimientos de furia, nuestros apetitos sin freno». Lástima será para todos que tal claridad de juicio se quede en la teoría. Dueño de todas las maquinaciones que entabla en Chipre, donde Venecia ha enviado a Otelo para proteger a la isla contra los turcos, Yago prepara la muerte de Rodrigo (al que ha estafado haciéndole creer en la correspondencia amorosa de Desdémona) y el aseinato de Casio, y aconseja a Otelo que mate a su mujer: «Opera, medicina mía, opera. Así se atrapa a los tontos crédulos. Y así pierden fama y honra muchas damas castas y dignas». Como una marioneta movida por los hilos de Yago, Otelo enloquece y llega a golpear a Desdémona en presencia del embajador veneciano, que se asombra de semejante acción: «¿Es este el noble moro a quien nuestro Senado proclama capaz de cuanto sea posible? ¿Es esta la naturaleza en quien no hacen mella las pasiones?». No. Otelo ya no es el noble moro cuya sólida virtud no podían rozar ni herir la bala del accidente ni el dardo de la ocasión. Es un pobre celoso descompuesto que cae presa de ataques epilépticos, degradado y perdido, caminando ciego al abismo.

El final de la tragedia         Desdémona, en un intento inútil se prepara a recibir a su marido, y coloca en su lecho las sábanas nupciales mientras canta, melancólica, la canción del sauce que evoca a los amantes abandonados: «Las frescas ondas corrían tras ella y murmuraban sus suspiros, / sus lágrimas amargas caían y ablandaban las piedras...». Esa noche, entre besos y delirios furiosos, Otelo la matará. Y todo lo que resta es desesperación. Emilia, la mujer de Yago, que descubre aterrada las tramas de su marido, impreca al uxoricida: «¡Oh, imbécil asesino! ¿Qué había de hacer un mastuerzo semejante con una esposa tan buena?». Y Otelo no sabe sino llorar, maldecirse y suicidarse ante el cadáver de la inocente: «Oh, mujer nacida bajo una mala estrella. Cuando nos encontremos en el tribunal de Dios tu aspecto presente bastará para precipitar mi alma fuera del cielo y los demonios se apoderarán de ella. Demonios, arrojadme a latigazos de la vista de esta aparición celestial. Hacedme rodar en los vientos sin reposo. Asadme en azufre. Sumergidme en las simas profundas del fuego líquido. ¡Oh, Desdémona!». Yago, descubierto por fin, y detenido, feroz como perro de Esparta, más cruel que la angustia, el hambre o la mar, observa los hechos y espera el suplicio al que lo condenan. Podemos imaginarlo, temeroso y cobarde, quizá, yendo a encontrarse con el verdugo con una negra mueca que quiere parecerse a la sonrisa de Lucifer.