Confesión de un escritor de cartas

Selecciones Redader's Digest, Abril 2003

Gratificante afición         Desde niño vivo la afición a la correspondencia. Unos coleccionan sellos, otros caracolas, botes de cerveza, autógrafos... Yo conservo las cartas de mis amigos y conocidos, que rebosan cinco cajas clasificadas bajo la mesa de mi escritorio. Como casi todas las colecciones originales, esta nació sin pretenderlo: primero guardé la postal de mi vieja madrina que me felicitaba los siete años, luego el manuscrito de un compañero de colegio al que sus padres habían enviado un año a estudiar al extranjero y, poco a poco, se me hizo costumbre tratar con cariño los pliegos de quienes se molestaban en ponerme unas letras. Con los años, me di cuenta de que mi colección de cartas era el mejor testimonio de quienes dejan esta vida: además de los recuerdos que el tiempo se encarga en difuminar, retengo la memoria escrita de mis padres, de mis abuelos, de otros parientes y buenos amigos a los que puedo rescatar cuando tengo unas horas para revisar mi archivo. Entonces me conmuevo, porque vuelven a contarme las anécdotas que relatan sus cuartillas con la misma emoción de aquel momento en el que el cartero coló sus misivas por la boca de mi buzón.
La pura verdad         Sé que no hay literato que se precie del que con el tiempo no se publique su correspondencia (no es mi caso, pues mis cartas están escritas con un lenguaje coloquial que no persigue erudiciones), ya que a través del correo que mantienen los genios es fácil analizar el momento histórico que vivieron. ¿No han oído hablar de la correspondencia entre Santa Teresa de Avila y San Juan de la Cruz? Dos plumas de oro del misticismo español conversando de sus avatares diarios. ¿Y la que mantuvieron Buñuel y Dalí, responsables del surrealismo bético? ¿Y la que cruzaron los principales poetas de la Generación del veintisiete...? Los miedos, las zozobras y también las alegrías más conmovedoras se reflejan en esos manuscritos privados, que nos permiten conocer a sus autores sin el velo de la popularidad.
No todo son ventajas         Aunque procuro mantener la sana costumbre de escribir a los que se encuentran lejos, reconozco que la tecnología ha empequeñecido el número de cartas que envío, así como de las que recibo. No sólo el teléfono, cada día más barato, me tienta evitar el esfuerzo de ponerme a redactar a mano, sino sobre todo el email, invento que juzgo como el más transformador en los últimos veinte años. Es cierto que para la gran mayoría de los usuarios de internet, el email es una herramienta de trabajo que abarata costes. También es cierto que se ha convertido en una peligrosa distracción para las horas de oficina (¿quién no recibe a lo largo del día una ristra de chistes, animaciones y cartas en cadena?), así como en una extraordinaria herramienta de movilización social (el mensaje de ayuda por la desaparición de un familiar, por ejemplo, puede llegar a miles de personas en menos de veinticuatro horas). Pero su mayor milagro consiste en que ha conseguido que quienes antes jamás utilizaban la palabra escrita para comunicarse, envíen hoy mensajes a amigos de la infancia descubiertos en alguna lista de contactos.
Una cierta nostalgia         Sin embargo, la correspondencia electrónica adolece de cercanía: si me emociona que alguien se acuerde de mí con motivo de la Navidad y me envíe una tarjeta personalizada, en la que haga mención a mi mujer y a mis hijos, me deja indiferente que ese mensaje aparezca en la pantalla de mi ordenador al mismo tiempo que llega a treinta o cuarenta usuarios más. El corazón responde mejor al trazo de una pluma difícil de descifrar que a la más ocurrente de las animaciones informáticas. Por otra parte, los internautas escriben a gran velocidad –la gran mayoría sólo disponen de correo electrónico en la oficina, así que mandan sus mensajes privados cuando encuentran un hueco entre sus obligaciones–, descuidando la gramática, la sintaxis y la ortografía, e incluso componiendo signos que resumen terminaciones y hasta frases completas. El lenguaje se empobrece a la velocidad de los bits. Para escribir una carta uno precisa tiempo y silencio, una atmósfera determinada, pensar lo que escribe y a quién se dirige, buscar la manera más elocuente de contar las cosas, mostrarse simpático, sincero, adulador o exigente, según obliguen las circunstancias. Escribir cartas es una deliciosa afición en la que procuramos dejar lo mejor de nosotros mismos, frente a la breve inmediatez del email.
Con ánimo de recuperar

        Internet, que nos pone el mundo en el teclado del ordenador, facilitándonos la vida, resta encanto a las relaciones personales. Entiendo que la gente disfrute participando en foros sobre los más diversos temas, y dedique su ocio a conversar incluso con desconocidos a través de la pantalla. Yo también he recuperado a viejos amigos gracias al correo electrónico, pero lucho para que la relación con la gente que quiero no se reduzca a un email semanal. Para contar las cosas con calma, sigo prefiriendo la charla tranquila frente a una cerveza, y si la distancia hace imposible esa conversación, recurro a las cartas, a pesar de que después me las vea para encontrar un buzón, pues el auge de internet ha terminado con la mitad de los que adornaban las esquinas de mi ciudad.