VI Estación. Una piadosa mujer enjuga el rostro de Jesus

     No hay en él parecer, no hay hermosura que atraiga las miradas, ni belleza que agrade. Despreciado, desecho de los hombres, varón de dolores, conocedor de todos los quebrantos, ante quien se vuelve el rostro, menospreciado, estimado en nada (Is LIII, 2-3).
      Y es el Hijo de Dios que pasa, loco... ¡loco de amor!
      Una mujer, Verónica de nombre, se abre paso entre la muchedumbre, llevando un lienzo blanco plegado, con el que limpia piadosamente el rostro de Jesús. El Señor deja grabada su Santa Faz en las tres partes de ese velo.
      El rostro bienamado de Jesús, que había sonreído a los niños y se transfiguró de gloria en el Tabor, está ahora como oculto por el dolor. Pero este dolor es nuestra purificación; ese sudor y esa sangre que empañan y desdibujan sus facciones, nuestra limpieza.
      Señor, que yo me decida a arrancar, mediante la penitencia, la triste careta que me he forjado con mis miserias... Entonces, sólo entonces, por el camino de la contemplación y de la expiación, mi vida irá copiando fielmente los rasgos de tu vida. Nos iremos pareciendo más y más a Ti.
      Seremos otros Cristos, el mismo Cristo, ipse Christus.

V/. Te adoramos ¡oh Cristo! y te bendecimos.
R/. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Puntos de meditación

     1. Nuestros pecados fueron la causa de la Pasión: de aquella tortura que deformaba el semblante amabilísimo de Jesús, perfectus Deus, perfectus homo. Y son también nuestras miserias las que ahora nos impiden contemplar al Señor, y nos presentan opaca y contrahecha su figura.
      Cuando tenemos turbia la vista, cuando los ojos se nublan, necesitamos ir a la luz. Y Cristo ha dicho: ego sum lux mundi! (Ioh VIII,12), yo soy la luz del mundo. Y añade: el que me sigue no camina a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida.

     2. Trata a la Humanidad Santísima de Jesús... Y El pondrá en tu alma un hambre insaciable, un deseo "disparatado" de contemplar su Faz.
      En esa ansia –que no es posible aplacar en la tierra–, hallarás muchas veces tu consuelo.

     3. Escribe San Pedro: por Jesucristo, Dios nos ha dado las grandes y preciosas gracias que había prometido, para haceros partícipes de la naturaleza divina (2 Pet I, 4).
      Esa divinización nuestra no significa que dejemos de ser humanos... Hombres, sí, pero con horror al pecado grave. Hombres que abominan de las faltas veniales, y que, si experimentan cada día su flaqueza, saben también de la fortaleza de Dios.
      Así nada podrá detenernos: ni los respetos humanos, ni las pasiones, ni esta carne que se rebela porque somos unos bellacos, ni la soberbia, ni... la soledad.
      Un cristiano nunca está solo. Si te sientes abandonado, es porque no quieres mirar a ese Cristo que pasa tan cerca... quizá con la Cruz.

     5. Ut in gratiarum semper actione maneamus! Dios mío, gracias, gracias por todo: por lo que me contraría, por lo que no entiendo, por lo que me hace sufrir.
      Los golpes son necesarios para arrancar lo que sobra del gran bloque de mármol. Así esculpe Dios en las almas la imagen de su Hijo. ¡Agradece al Señor esas delicadezas!

     5. Cuando los cristianos lo pasamos mal, es porque no damos a esta vida todo su sentido divino. Donde la mano siente el pinchazo de las espinas, los ojos descubren un ramo de rosas espléndidas, llenas de aroma

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