De hamburguesas y de amigos

(Sobre el sentimiento globalizado de amistad) [1]

"Y encima algunos creen que son ellos mismos la fuente de sus propios intereses, y que saben por qué piensan lo que piensan, y por qué quieren lo que quieren, y en este masivo cultivo de masas llegan a la feliz conclusión de que ahora somos más libres que nunca".

Javier Aranguren

 

La globalización se pone de moda y parece imprescindible  

 


La primera vez que escuché el término globalización fue en junio de 1997 durante un vuelo rumbo a San Francisco. Citar esta circunstancia no se debe únicamente al deseo de subrayar que los filósofos también viajan, sino a que –desde el principio– el tema de la globalización evoca una cierta superación de límites, y qué mejor entonces que oír hablar de ese asunto más allá de todas las fronteras, en ese espacio común que es el aéreo, teniendo como alfombra a un mar que parece que no se acaba nunca y como toda elección la duda metafísica entre chicken or beef.

En aquella ocasión mi compañero de vuelo, que es economista, me comentaba que la globalización era el tema que más le interesaba a Clinton. La evolución de las grandes empresas multinacionales, la expansión de los centros de producción en aquellos lugares en que la mano de obra resultara más barata, el crecimiento de los mercados gracias al carácter universal de los productos, el efecto mariposa que hace que pequeñas o grandes fluctuaciones en Argentina hundan a los inversores españoles, y que la mitad de los trabajadores del parqué tengan que estar en pie a eso de las seis de la mañana para ver qué pasa con Tokio y preocuparse por el yen como si fuera su hijo. En este mundo nuevo, de e-bussines e información en el acto, todos somos uno, y las cosas que pasan a millares de kilómetros de nuestras casas (una reestructuración en una empresa de automóviles de Detroit, por ejemplo; la estrategia de unos grandes almacenes que cierran sus filiales de fuera del Reino Unido; la dinamitación del precio de la producción de barcos en Corea) nos afectan a menudo de manera dramática. Esos eran algunos de los contenidos del término que en esos días del 97 empezaba a hacerse tremendamente popular.

  Una comunicación universal    


Así vestimos, ¿así somos?
Y la verdad es que uno se fija y descubre fácilmente que la atención a ese proceso de universalización no es para menos. En el mes de mayo, acompañando a una profesora de una universidad de Florida, me comentaba que los alumnos que tenía ante sus ojos vestían exactamente igual que los suyos. Y es verdad: no hay fronteras para las grandes marcas, y el mundo está lleno de zapatillas decoradas con tres bandas, de etiquetas rojas en el omnipresente pantalón vaquero, o de logotipos en forma de pipa en cualquier prenda deportiva desde los barrios más pobres de Río de Janeiro o de Caracas hasta la elitista sociedad de New Heaven, y cuando miramos fotos de países asiáticos nos sentimos como en casa porque la publicidad de sus jerseys (a menudo lo único escrito con los carácteres de nuestra grafía) coincide completamente con la de los nuestros.

Y en ese vestir se te invita a sentirte delgado (en el espejo del probador todos metiendo barriga, para salir como en la foto de la publicidad), o rebelde (quizás alguien recuerde aquel spot “encantador” en el que el joven que vestía ciertos vaqueros daba correazos al ataúd de su padre), o solidario con las causas más políticamente correctas de la gran aldea (y así aparece desnudo en los periódicos, con el noble objetivo de pedir ropa para los países pobres, el mismo Luciano Benetton quien por otro lado sostiene una escudería de Fórmula 1; o Alberto Toscani lanza otra campaña tópico llena de falsos escándalos y de intereses monetarios de fondo), o acabas pensando que te has trocado en un nuevo mito erótico (hasta que vistes así y sólo se fija en ti la cajera de la tienda porque tu tarjeta de crédito parece que no funciona, y ellos de ti solo quieren que compres, nada más).

  Esa otra revolución cultural que ha triunfado    
El arte de comer
Pero ese carácter global no se encuentra tan solo en los ropajes. Alcanza a realidades más profundas, si bien digo profundas en un sentido meramente físico. En el momento presente asistimos a un proceso de universalización también en los procesos digestivos, gracias al carácter global de las grandes cadenas de alimentación. De ese modo la hamburguesa untada de salsa espesa que tomas en Nueva York es la misma que puedes consumir en un local de Carabanchel Alto o en un polígono industrial cercano a Pamplona: el grosor de los filetes, de los tomates y de la escuálida hoja de lechuga recién descongelada es exactamente el mismo.

Y resulta que los sucedáneos de pizza pueblan el mundo entero, y corren –calientes, con su inconfundible sabor a envoltorio de cartón– con peligro en las cajas de las motos por las calles, y luchan entre las distintas marcas por hacer ofertas ajenas a la comida (vídeos o peluches, de las últimas producciones de Hollywood, en un agobiante exceso de merchandaising que domina a las cocinas de esos presuntos restaurantes y a los guiones de la Meca del cine, porque ya todos aceptan que lo de menos es qué se cueza allí –en el cine y en la cocina–).

Y la estética que acompaña a la nueva alimentación, con sus colores rojos, sus mesas de formica, sus sonrisas a sueldo, los lavabos desinfectados cada quince minutos, su ausencia de olor a carne (muy sospechosa, si es verdad que es un local que se dedica a pasar las vacas por la parrilla), con sus vasos y platos (o envoltorios) de papel y de plástico; con su exactitud en las raciones que no dejan esperar la posibilidad de lo nuevo (un camarero que te pone un tropezón más, o una anciana dueña del local que sabe lo que te gusta y te lo tiene preparado). Y todo eso unido a esa prisa exagerada que acompaña al proceso, que es el mismo también a lo ancho y largo del globo (tu pides, ellos hablan por un micro, y en segundos aparece ese producto cuyo triste y famélico aspecto –en efecto– nunca se parece a lo que ofrecían las fotografías que cubren las paredes).

En nuestros días, nosotros, los occidentales, bebemos refrescos de color negro llenos de azúcar y gas, y asistimos así a una universalización (que podríamos llamar también indiferenciación) de los gustos y de las enfermedades que acompañan a esos sabores fáciles y –por qué no decirlo– infantiles que se adquieren por poco precio: colesterol, obesidad, estrés, saciedad, prisa. ¿No nos ocurre algo parecido a todos? Quizás Mao Se Tung no se enteró de que la verdadera revolución cultural –todos vestidos igual y haciendo lo mismo– no pasaba por sus uniformes azules y su famosa gorra, sino por el territorio de los logos, de las brands y de la tormenta publicitaria que propaga el consumismo.

  Sin querer podemos perder lo genuino y más apreciado    
Igualdad y diferencia
Hablar –ya sé que con cierta carga de ironía– de lo que comemos es algo muy útil para entender las consecuencias que la globalización tiene en el tejido de lo humano: todos iguales, en sabores, gustos y promociones del mes. La globalización conduce a un cierto proceso de indiferencia, y eso es algo análogo a lo que en el campo filosófico se llama abstracción. Vivir en abstracto (que no es un modo de vivir) es lo propio de las ideas: la realidad es siempre lo concreto. Y el hombre es ese curioso trozo de realidad pensante que necesita vivir en lo concreto (“en los pronombres”, decía Pedro Salinas), pero que tiene la posibilidad de no hacerlo, y de poner la idea sobre la existencia, ahogando a esta segunda.

Si la abstracción va venciendo sobre lo pequeño, lo irrepetible, lo propio, quiere decir que el mundo se hace algo más inhabitable para el conjunto de los seres humanos. Y se produce de ese modo una curiosa paradoja: con el carácter global que adquieren los gustos culinarios parece que ya en cualquier sitio del planeta podemos sentirnos como en casa (ante la duda que ofrece la carta incomprensible de un restaurante griego o polaco siempre nos queda el payaso de MacDonald’s con su pelo rojo y su torpe sonrisa, para que le paguemos por sus emparedados).

Pero la enunciada paradoja estriba en que con la desaparición de las diferencias, de los sabores autóctonos, de esos modos de hacer “que son los propios de por aquí” (aunque algunas veces incluyan picaresca con las facturas, timos en el peso, exceso de grasa en los manjares y digestiones más pesadas) nos hace caer de nuevo en la abstracción, y nos aísla, nos deja huerfanos de hogar. Resulta que decir “Todo el mundo es mi casa” en realidad equivale a la expresión “Ya no me queda casa en el mundo”, pues todo viene a ser lo mismo y las coordenadas de espacio–tiempo (la sonrisa amable, el idioma que entiendes o no entiendes, el sabor que descubres) desaparecen. Rafael Alvira ha escrito que “la familia es el lugar al que se vuelve”. Ahora parece que no hay a dónde volver, porque nunca llegas a encontrarte fuera, todo es lo mismo, y 2 X 500, y eso –al menos a mí– me resulta claustrofóbico.

  Se nos intenta uniformar cada poco el pensamiento    
Y un poco de cultura...
Vestir y comer son dos de las dimensiones más importantes de eso que se llama cultura. Bien es verdad que para la mayoría de los hombres la cultura parece indicar cosas más excelsas, esas que salen en los suplementos para sabios de los periódicos. En el fenómeno cultural (entendido así, como decoración, como lo que está más allá del trabajo cotidiano) asistimos también a una globalización que es fácil resumir en lo que acertadamente se ha llamado fenómenos de masas. Los fenómenos culturales se mueven estrictamente por la dictadura de la moda. Unos anuncian el centenario del Quijote, haciendo ahora obligatoria una lectura que siempre ha estado esperándonos y que es estrictamente deliciosa. Cada año, semanas antes de la Feria del Libro, publica Antonio Gala una nueva y huera novela, llena de amores para hacer suspirar a cuarentonas desventuradas; y el premio literario de ese mes, o la poca vergüenza de personajes algo escabrosos que ¿escriben? sus memorias, llevan a que en las librerías (especialmente en su masificación de las grandes superficies) todos se vean arrastrados a comprar lo que ha resaltado el márketing del momento, importando poco o nada la calidad –bien sea al menos literaria– de ese puñado de páginas tan bien editadas. Y así nos tragamos a paladas los consejos de pseudofilósofos contra el prozac, los cuentos para niños de la primera dama, los grotescos personajes de Lucía Echevarría o la esporádica moda de algún tema de relumbrón (desde los máquis a figuras señeras atrapadas por los dichosos centenarios).

Pero –algunos podrán decir que “gracias a Dios”– siendo España un país en el que apenas se lee, ¿qué importan estas modas? E importan, porque el proceso igualitario de los intelectos se consigue por otros medios que atraen más ya que –al igual que hamburguesas y pizzas– son más fáciles y rápidos de tomar y digerir si bien, al igual que estos, acaban llevando al sujeto que los padece a una pura inactividad crítica. Así, cada mes desembarca en las orillas de nuestro universo cultural una nueva producción cinematográfica (preferiblemente desde California, aunque las de contenido más casposo y cutre también se ruedan en nuestro país), y nos encontramos todos de pronto interesados por lo que pasó con el Titanic, intentando utilizar una palabra tan extraña como precuela para hablar con reverencia de las banalizaciones de los mitos llevadas a cabo por Lucas en sus lejanas galaxias, se llenan los suplementos semanales de informaciones sobre náufragos o el bombardeo de Pearl Harbor, nos importan dinosaurios y gladiadores, y así –semana tras semana, entrevista tras entrevista, tópico tras tópico– se suceden nuestras preocupaciones culturales sobre la epidermis suave de la acrítica formación que la sociedad de consumo, de modo tan diligente, nos proporciona.

  A todos los niveles    
Algo similar podría pasar con la música: ¿por qué un éxito es un éxito?, ¿quién lo decide?, ¿cuánto le cuesta convencernos que eso es lo que hay que escuchar, comprar y consumir rápidamente para conseguir, también con frenesí, el siguiente producto? Antes se decía que un dictador era la persona capaz de hacer bailar a todos bajo el mismo son. Hoy esto casi se ha logrado, aunque a menudo sigue sin importar tanto la calidad del producto como los escándalos del grupo o la belleza algo aniñada de la solista de turno.

Y navegamos por la red de redes, y se busca, y se sigue buscando, en esta confusión tan habitual entre conocimiento e información, una vez que ya nadie desea la sabiduría desde que amar la verdad (filo–sofía) es una actitud tachada de enemiga de la tolerancia y de nuestro global proyecto demócrata. Ya no hay saber, a lo sumo se mantiene lo que los medievales llamaban curiositas, actitud que de modo muy brillante ha calificado Heidegger con la expresión afán de novedades. No interesa la verdad, sino lo nuevo; y de ese modo la educación tiene que ser primariamente entretenida, y la novela también, y el pensamiento débil, y la hamburguesa fresca. Correteo, prisa, irreflexión y –por supuesto– todos opinando lo mismo, que no estamos en condiciones de problematizarnos.

Podríamos detenernos a pensar algo acerca de la gran madre nutricia de nuestras mentes, la televisión. Ella nos entretiene, abre nuestras ventanas a las vidas –pequeñas, mezquinas– de los Grandes Hermanos, nos muestra los amores de mil corazones de verano, o pasa sin solución de continuidad de las tragedias de las pateras del Estrecho (de nuevo, banalizadas, convertidas en estadísticas), o la aprobación de una píldora abortiva, a los fichajes –escandalosos– del fútbol, y lo que nos llena es esto último, y es el tema real de nuestras discusiones..., y también nos llena el ciclismo, y un par de piernas largas, y preguntas absurdas que confundimos con respuestas inteligentes, y nos vamos a la cama acompañados por los argumentos –de nuevo, ¡tan políticamente correctos!– de Compañeros, y Periodistas, y de chicos que llevan seis años sin parar de Salir de clase, todos más liados que el laberinto del Minotauro, etc. Y ese caleidoscopio de imágenes es la tela, el punto de vista, desde el que nos acercamos al mundo, y nos va forjando un punto de vista el cual –ahora como en el verdadero Gran Hermano, el de 1984 de Orwell– nos viene impuesto sin que nos demos cuenta de nada.

  Pero, al menos, no seamos ingenuos    
Y encima algunos creen que son ellos mismos la fuente de sus propios intereses, y que saben por qué piensan lo que piensan, y por qué quieren lo que quieren, y en este masivo cultivo de masas llegan a la feliz conclusión de que ahora somos más libres que nunca. De ese modo se cierra el círculo de la esclavitud de la mente, pues la esclavitud es perfecta a condición de que el esclavo no se dé nunca cuenta de su situación, y por lo tanto no se vea tentado por la posibilidad de escapar. Contra esto ya se reveló Platón en su famosa analogía de la Caverna. Desde entonces la pretensión de la filosofía –y de muchos filósofos, aquellos que amaban más la verdad que la retórica– no ha sido otra. Quizás por eso, por su consciente y plena incorrección política, sus contemporáneos comparaban a Sócrates con un tábano, y todo filósofo ha tenido algo de rebelde. Desde ese punto de vista la filosofía no tiene nada de globalizador, y no puede apoyar esa homogeneidad tan aburrida que parece proponer e imponer buena parte de la llamada sociedad (y educación) democrática: docilidad, bienestar, borreguismo acrítico, igualdad y soledad. No, gracias.
La anti-globalización globalizada
Globalizada anti-globalización
Aunque con la globalización (que es un hecho, aunque en la economía no acabe de ajustarse) hemos conseguido ganar, y se han dado grandes avances en alfabetización, democracia, aumento del nivel económico, libertad de acción o erradicación de injustas situaciones de miseria, resurgir del sentimiento de solidaridad, con frecuencia concretado en acciones desde ONG’s u organizaciones similares, o apoyo a las víctimas del proceso globalizador, como los trabajadores de Sintel, la balanza también expresa pérdidas. No digo que la globalización sea mala. Es verdad que a las reuniones de los jefes de los estados más poderosos les acompañan jornadas de protesta muy violentas, orquestadas por grupos que se denominan como anti-globalizadores y que no parecen sino ácratas profundamente insolidarios. Y así no deja de ser curioso –e irónico– que esos grupos se sirvan de tecnologías propias de estos tiempos sin barreras (Internet, teléfonos móviles) para ponerse de acuerdo en sus acciones, y que vengan de distintos países, convertidos en guerreros sin patria ni raíces, en combatientes globalizados contra la misma idea de globalización, que deseen salir en los medios de comunicación de masas, y que hayan caído en la misma abstracción que condenan al estar dispuestos a dañar a las personas concretas (con una bomba, con una piedra lanzada hacia la policía, con un robo) amparados por el mero nombre de una idea. La protesta anti-globalización cae a menudo en los defectos que critica, y eso la hace pobre y vana.
Un trípode que es la enfermedad de nuestro tiempo
Tres enfermedades: prisa, éxito, ruido
Si nos preguntamos acerca de qué consecuencias pueden tener sobre nuestras vidas las descripciones que preceden (que, si bien pueden sonar exageradas y merecerían cien mil matices, no se alejan del todo de lo que nos pasa) podríamos fácilmente mostrarnos de acuerdo con el diagnóstico de un psiquiatra amigo mío. Le pregunte una vez cuál creía que era la enfermedad de nuestro tiempo. Yo estaba a la espera de escuchar que la depresión, la ansiedad o cualquiera de las múltiples fobias que aparecen por doquier. Él me miró divertido, se detuvo un poco a pensar (ése, detenerse, es el único modo de usar a fondo nuestra inteligencia), y me contestó:

–«La principal enfermedad de nuestro tiempo son, en realidad tres: la prisa, el éxito y el ruido». Luego desarrolló un poco su idea. «Por culpa de la prisa no nos paramos. La gente va corriendo a todas partes y a menudo no llega a plantearse ni siquiera qué está haciendo. El problema es que la prisa lo va ocupando todo, y lo que en un principio era un activismo de cosas para hacer con las manos (lo que ahora llaman gestiones), llega a ocupar todo el espíritu: prisa en el trabajo, prisa en la diversión, velocidad que se convierte en vértigo. Y de pronto el sujeto un día se para y se pregunta “¿A dónde voy?”, y no encuentra respuesta, y sufre lo que llamamos una crisis de identidad.

»A esto –continuaba mi amigo– le acompaña la necesidad del éxito. La vida se ha endurecido: todo lo que se hace se lleva a cabo para ser el primero, y el mejor. Así, ya a los 16 años te han machacado la cabeza con que tienes que dedicarte a cosas útiles, y te hablan de salidas, y uno mismo se convence de la necesidad de andar siempre seguro. Al final, nos queda una sociedad en la que nadie se atreve a ser un héroe, en la que a base de miedo al fracaso la gente se niega a buscar grandes metas, y en la que muchos andan desengañados porque no tuvieron en su día la valentía de hacer lo que realmente les gustaba, por miedo a equivocarse. El éxito tiene otra consecuencia: como hace de la vida algo duro, lleva a los hombres al desprecio de los que fracasan, y por eso mismo el miedo a la caída aumenta, y la solidaridad con frecuencia parece que tiene que vivirse a golpe de ley, o se produce el abandono de quien no ha sabido llegar a lo más alto». Si uno piensa en el lugar de los enfermos, de los que tienen defectos físicos o mentales, de los pobres, se dará cuenta de que a mi amigo tampoco le faltaba razón en este punto.

–«Y el ruido, que nos impide estar solos. Gente acompañada a todas horas por una banda sonora, que les dificulta relacionarse con otras personas», y me venían a la cabeza los locales atestados de las noches de fin de semana, con sus muchedumbres solitarias, y los coches con sus radios a todo volumen, y ese run-run que emerge sobre las orejeras del walk-man, justamente cuando el individuo podría encontrarse pensando (y no, se limita a mover rítmicamente la cabeza).

De lo fácil y de lo bueno
¿Amistad universal? Un problema de juventud
Ahora podríamos hacernos una pregunta que hace tiempo más de uno tendrá rondando por la cabeza. ¿Qué es lo que tiene en común el modo universal de vestir y de comer, con la cultura entendida como correteo en el afán de novedades, la supremacía ontológica del éxito y la dictadura de la prisa y del ruido?, ¿y qué tiene a su vez todo eso que decir –y que decirme– sobre el problema de la amistad?, ¿y qué soluciones se pueden presentar después de un análisis como el presente que –de intento– se ha centrado en los aspectos negativos que acompañan a la globalización del sentimiento y la cultura?

La primera pregunta tiene una respuesta sencilla: ¿qué es común a todos estos fenómenos? En parte ya hemos señalado la sustitución de lo difícil por lo fácil. No es que defienda que haya que ser masoquista, y que para llegar a un punto determinado sea mala la línea recta. Sin embargo, a menudo lo fácil no coincide con lo más alto, o con lo mejor, o con lo verdadero. Es más sencillo quedarse en la cama que levantarse cuando el despertador y nuestro proyecto vital de clases, estudio o trabajo, lo exigen. Y es más suave seguir a una pasión pasajera y amorosa que mantenerse fiel a la palabra dada a la persona que se ama, aunque el mundo –después de esa promesa– siga lleno de otras personas que también son potencialmente amables. Y más cómodo resulta freír barritas congeladas de pescado que preparar una merluza: pero lo fácil no tiene por qué coincidir con lo bueno, y a menudo bajar el listón tiene como consecuencia la pérdida de un horizonte atractivo o de lo que Aristóteles llamaba eudaimonía, esto es, una vida lograda, digna de ser vivida y narrada, una vida noble.

¿Qué tienen entonces en común? En el fondo, y me parece que es algo muy unido a lo que acabo de señalar, vivir en la superficialidad. Se hace superficial (esto es, voluble, variable, poco intenso, pobre de significado) el vestir, el comer, el saber, la propia formación, la educación de una personalidad o carácter y, con todo eso, la posibilidad de levantar relaciones que también lleguen más a fondo que el mero acuerdo para lograr un compartir epidérmico de lugares comunes.

El contenido que enriquece y el tiempo para compartirlo
¿Y la relación de todo lo anterior con la amistad? Siguen siendo imprescindibles las reflexiones sobre el tema de los amigos que hace Aristóteles en los libros 8 y 9 de la Ética a Nicómaco. En esas páginas propone la ya clásica distinción de tipos de amistad en de utilidad, de placer y amistad perfecta. Abre un panorama exigente: la amistad perfecta (que se caracteriza porque en ella al amigo le importa principalmente el bien del amigo) no se identifica con el deseo de vivir esa amistad, pues el deseo de amistad surge rápidamente, pero la amistad no. Las razones por las que la amistad no es algo que aparezca de bote pronto son variadas. Por un lado su cultivo exige tiempo. “No pueden ser amigos  antes de haber consumido juntos mucha sal”, es un proverbio que cita el filósofo de Estagira. Ahora bien, si de algo andamos escasos en estos momentos de productividad global es precisamente de tiempo. En Estados Unidos, cuando dedicas la atención a alguien (esto es, uno de los actos propios de la amistad) no te agradecen tu cuidado, o que el otro te importe. Te dicen “Gracias por tu tiempo”, y eso es el mayor elogio. Para conocerse hay que rozarse. La prisa es por tanto contraria a la verdadera amistad. La calma en cambio la favorece. Una de las virtudes que se pueden reclamar frente a la globalización es la lentitud y, si se me entiende bien, incluso la pereza, la vida serena. De otro modo, ganamos en eficacia pero perdemos en humanidad.

Pero para ser amigos, además de tiempo se necesitan contenidos. El contenido está en el interior: tener un dentro, cultivar la propia interioridad, antes se decía formar el propio carácter, tener personalidad o adquirir virtudes. En eso está la esencia de la crítica que hace Aristóteles a la juventud. Dice que la amistad de los jóvenes es por placer porque estos “persiguen sobre todo lo que les es agradable y lo presente”, y el presente no hace otra cosa que cambiar, y lo que agrada también. Una canción de Tuna decía “Hoy estoy aquí, mañana me voy, pasado mañana quién sabe donde estaré”. Esa es la condición de la vida entendida como puro presente, como ausencia de proyecto. Y en ese tipo de vida el amigo no aparece nunca como alguien ante el que comprometerse (alguien más allá de mi estado de ánimo, más allá de las ganas). Por eso dice que las amistades por placer cambian muchas veces: surgen fácilmente, pero del mismo modo dejan de existir. Es decir, son poco profundas, tienen poco dentro, poca interioridad. Esta ausencia de cosas que dar implica una amistad pobre (evidentemente, no es el caso de un joven con carácter, es decir, de un joven maduro).

El gran obstáculo de no ser uno mismo
¿Qué tipo de relación es la que a menudo existe entre los jóvenes? La idea de superficialidad reaparece proporcionalmente a la falta de dentro. La amistad se confunde con frecuencia con sus máscaras. Una primera máscara viene dada por el grupo: conjunto amplio de personas en el que todos saben que más vale actuar, por miedo a que –en tu ausencia– se hable mal de ti (con esa típica introducción: “Es muy majo, pero...”). Una segunda máscara aparece con frecuencia con la noche. Allí todos son pardos (uniformización), nos tapa la oscuridad, y la desaparición de lo ordinario por un reino en el que las reglas cambian (la gente se arregla para salir, pasan a ser otros). Y a la noche se le une muy a menudo la ayuda de estimulantes (alcohol, drogas de diversos diseños), que hacen que uno deje de ser uno (“Ya sabes, si no me entono antes estoy muy cortado”), y a la música, que suele ser atronadora, cuya envoltura impide que haya nada que comunicarse de unos a otros a no ser movimientos rítmicos del cuerpo y las proyecciones de una imaginación embotada por el cambio, el ruido y la alegría de la química.

Pero lo propio de la amistad es algo más alto que la dimensión biológica (de mera zoología, diría un amigo mío) de la persona. La amistad es uno de los contenidos grandes de nuestra biografía, de nuestra historia. Y la amistad se teje con la mirada a los ojos del otro, que devuelve esa mirada en reciprocidad (Spaemann); y con un compartir íntimo: "“tú sabes mi vida"”, lo que Luis Rosales llamaba "“el contenido del corazón"”, compartir que sólo puede tener lugar  en un ámbito sereno, desinteresado, y más bien silencioso. La amistad es fiesta, y una fiesta humana incluye un compartir racional, es decir, la aparición de una relación que se experimenta como estricta novedad, y como la experiencia vital más intensa. Para eso es necesaria la palabra y, por supuesto, en ese ámbito sobran las máscaras.

 

 

No hay amigos en masa


La masificación en la amistad (ese fundirse en el uno que se produce hacia el final de las fiestas) no conduce a una relación intensa. En ella el bien del otro apenas aparece. A la vez nos engaña: nos acaba convenciendo de dos cosas contradictorias. Por un lado, que la amistad es sólo y siempre en lo fácil (saltar juntos, pasarlo bien), como si los amigos no tuvieran que estar precisamente para los momentos malos (la tristeza, el dolor, el revés económico, el fracaso). Por otro, que nosotros los humanos no somos capaces de más, que no podemos trascender el nivel del mero sentimiento, que nuestra capacidad no es la de darnos a otro, sino la de aprovecharnos de las circunstancias para que por lo menos yo no acabe sintiéndome tan mal. De hecho, las preguntas que cuentan no son “¿con quién has estado?” (que muchos ni se acuerdan), sino “¿qué tal estuvo?, ¿cómo lo pasaste?”.

Frente a la prisa la calma; frente al éxito la ironía (nada es demasiado importante, y menos aún si nos pueden perdonar); frente al ruido el silencio. Las tres ideas son profundamente cercanas a la idea clásica de contemplación, y son actitudes que sólo pueden adquirirse si uno sale un poco de la corriente globalizante en la que cada individuo es un caso más de un universal, en la que se te trata como si fueras una abstracción. Esta afirmación final recuerda a otra idea de Aristóteles: la amistad perfecta es la de los hombres buenos e iguales en virtud. Y sólo aparece cuando se comparte una intimidad. Pero tener intimidad, repito, implica situarse más allá de la corriente de las modas, más allá del se (se dice, se hace, se piensa), del uno, para crecer en la conciencia del propio valor de cada quien como persona. Eso es lo propio del magnánimo. Ahora bien –y con esto concluyo– tal valor solo se puede comprender desde una relación hacia otros. Más este es otro tema, y convendrá hablar de él en otra ocasión.

 

[1] Conferencia de apertura de las XIX Jornadas Universitarias de los Pirineos. El Grado (Huesca), 24 de julio de 2001