Morir en familia

Senén Molleda. www.PiensaunPoco.com

Qué tiempos aquellos         CAMBIAN los tiempos. Pero a veces uno recuerda con cierta nostalgia algunas costumbres de hace muchos años que, acaso, por ser casi niño, te marcaban. Y me refiero a las defunciones. Normalmente se moría en casa, rodeado de los tuyos y, a veces, hasta el difunto tenía tiempo de despedirse.

        Las mentiras piadosas no producían demasiado efecto y, por ejemplo, le decían al moribundo: «Va a venir a verte don Carlos, el párroco, para ver qué tal estás y de paso charlar un poco contigo», a lo que el enfermo respondía «¡que venga don Carlos, pero no se os ocurra creer que me estáis engañando, porque, aunque estoy muy mal, no soy imbécil!», con una voz que casi no le salía del cuerpo.

Un poco de todo como es normal

        Y llegaba don Carlos y se dirigía a la cama y se sentaba a la cabecera, mandaba a todos salir de la habitación y tras una no demasiada larga conversación, salía sonriente diciendo a los familiares que el enfermo había recibido todo lo que debía recibir un buen cristiano y todos se alegraban para luego volver a ponerse a sollozar.

        Y moría el enfermo y se le amortajaba con el traje de los domingos e incluso se le colocaba un pañuelo blanco en el bolsillo superior de la americana. La tapa se ponía en un rincón de la habitación y se formaba el velatorio, que era como un motivo más de reunión familiar, acompañando al cadáver en su última noche de cuerpo presente, en la que se mezclaban rezos y chistes, anécdotas de su vida, tristes unas, alegres otras, y en una amalgama de adioses y tristezas, de sonrisas y llantos.

Eran otros tiempos

        Y mientras tanto un agradable olor a café recién hecho se metía por todos los rincones de la casa y se servían unas copitas de anís o de coñac para que la noche fuera más llevadera.

        Y pasaban las horas lentamente y se iban incorporando nuevas gentes al velatorio y al amanecer comenzaba a asomarse al balcón de las horas pintando de pálidos colores las sombras de las calles y del alma.

        Eran otros tiempos, en los que a la muerte se la consideraba como a alguien de la familia y, aun cuando se la respetaba, se la trataba con toda naturalidad.

        Esto ocurría hace muchos años, cuando la gente moría en la casa rodeado de los suyos y cuando, hasta, a veces, el difunto tenía tiempo para decir adiós...