La muerte y el amor

Antoni Pou, osb. apou@santuari-montserrat.com 08/05/2003 E-cristians.net

El éxito y el sentido         De vez en cuando me gusta ver una película de calidad, de esas que ya llamamos "clásicos" y que ayude a pensar. La última que hoy quiero comentar es de Ingmar Bergman, y se titula en español Fresas salvajes. Seguramente la mayoría de los que leáis estas letras ya la habréis visto y, si no, os la recomiendo. Hoy seguramente no os será difícil encontrarla en vídeo o DVD. Ahora bien, no es una de esas películas para pasar el rato, sino para reflexionar y levantar el espíritu. El argumento es el de un médico, ya mayor, para quien organizan en la universidad una fiesta honorífica de jubilación. Su vida profesional ha sido todo un éxito; no así su vida "relacional", puesto que ha sido siempre una persona muy cerrada, a quien le ha costado expresar los sentimientos… El film empieza con un sueño, de un expresionismo casi daliniano (por cierto, una de las mejores escenas de la historia del cine), que le recuerda la muerte.

        A partir de esa conciencia, en un viaje que el anciano hace durante todo un día en coche, con su nuera y tres autostopistas, va recordando su niñez, tiene otros sueños y aprende a valorar la relación franca y espontánea con los demás. El profesor aprenderá el sentido de la vida de los pequeños detalles de aprecio y de ternura que los tres nuevos conocidos, de una manera desenfadada, le van manifestando. Naturalmente en la película, y por eso es de Bergman, se tratarán los temas del sentido de la vida, de Dios, de las relaciones personales, etc., con una finura que sólo encontramos en las obras clásicas.

La cercanía de la muerte o momento verdadero

        Pero el motivo de fondo de toda la película que se irá repitiendo es la conciencia de la muerte, que es la que hace cambiar la actitud del anciano médico: algo que hasta aquel momento había rechazado y que su inconsciente le pide afrontar mediante los sueños. Los sueños, y eso no sólo en el cine sino también en la realidad, nos revelan muchas veces algo de nosotros mismos que no queremos afrontar, pero que tenemos que hacer si no queremos deteriorarnos progresivamente.

        La paradoja de la película es que la conciencia de la proximidad de la muerte hace cambiar la actitud ante la vida del protagonista. Esto me recuerda una máxima que San Benito recomienda a los monjes: "tener siempre la muerte ante los ojos". La frase en cuestión puede parecer oscurantista, lo mismo que sucede, por ejemplo, con tantos cuadros de temática religiosa que representan a algún santo con una calavera en la mano. Pero no tiene por qué serlo: la conciencia de nuestra finitud da el verdadero relieve a nuestra vida: le da seriedad, nos recuerda nuestra responsabilidad, relativiza nuestras absolutizaciones materiales o espirituales, libera nuestros afanes de autosuficiencia, nos hace hermanos de los demás y nos abre a la conciencia de la trascendencia, única salida que puede dar sentido a la amenaza del aniquilamiento total.

Valentía para la vida         Y si es así, ¿por qué nuestra sociedad tiende a evitar la conciencia de nuestro ser perecedero? ¿Por qué tantos eufemismos y tantos maquillajes? ¿Por qué hablar de la muerte quiere decir tener mal gusto, ser poco educado o amargar la conversación? ¿O por qué mostrar tantas muertes en las pantallas, hasta banalizarlas como si no tuviesen nada que ver con la nuestra? Y es que la conciencia de la propia muerte requiere valentía, y difícilmente se puede llevar con elegancia si la persona no ha sabido vivir. Aquí está quizás el núcleo de la cuestión: nos da miedo la muerte porque vivimos demasiado superficialmente. Nos puede pasar como al protagonista de la película: una vida dedicada a mantener nuestro status social, el trabajo y la propia comodidad puede verse de repente amenazada por una gran soledad y vacío interior.

        Como el doctor Isaac del film, al final, nuestra vida sólo es percibida como un sentido a través del tejido que hemos ido formando con nuestras relaciones. Es aquí cuando vienen los recuerdos de nuestra niñez, cuando nuestra relación con los padres, los amigos, quizás los hijos y el ambiente era más espontánea y tierna. Son los recuerdos de la juventud con los primeros amores, los más nobles e inocentes.

Confiando         Con la muerte ante los ojos, sólo podemos aferrarnos al amor, como si el amor llevase en sí mismo algo de inmortalidad. Cuando alguien nos dice que nos quiere, es como sí nos dijera que no desea que muramos nunca. Ese sentimiento, esa intuición o ese presentimiento, como le queráis llamar, es el que nuestra fe cristiana nos confirma. Si Dios es Dios, puede dar la vida para siempre a nuestro cuerpo mortal. Si Dios es amor, se encargará de que no se pierda ningún hilo de ternura y de afecto que haya tejido nuestra existencia. Nuestros sueños de inmortalidad no son quimeras, si antes hemos sabido llamar "hermana" a nuestra mortalidad.