Natalidad y control

La polémica en torno al control de natalidad, referido fundamentalmente a los países pobres, ha vuelto a saltar a la palestra. El último libro de Giovanni Sartori y Gianni Mazzoleni, La tierra explota, muestra que, aunque el malthusianismo haya quedado refutado, ese miedo a que nuestro planeta, un día, no dé abasto para alimentarnos a todos sirve aún para vender muchos libros, y más si se lanza algún dardo contra la Iglesia, por aquello del morbo. Escribe el profesor Lorda, de la Universidad de Navarra.

Juan Luis Lorda Alfa y Omega 29.V.03

Juan Luis Lorda

Por mucha buena voluntad...

        «Hay algo que no entiendo bien», me dijo. Es un buen estudiante universitario, con muchas ganas de aprender. Hace seis o siete meses, le dejé un libro sobre vida cristiana y, por sorpresa, se presentó para comentarlo. «Es sobre el sexto mandamiento», declaró, como tanteando el terreno. Le dejé que hablara. El libro trata de muchas otras cosas, pero éstas siempre causan más impacto. «Yo entiendo que el sexo se debe vivir dentro del matrimonio, y que un matrimonio cristiano no debe usar preservativos, pero en todos esos países del tercer mundo donde hay tanta superpoblación y tanto sida, ¿no es bueno que faciliten anticonceptivos y preservativos a la gente?»

        La pregunta, planteada entre inseguridades, era bastante reveladora y nada ingenua. Es un chico con cierta formación cristiana y buena voluntad. Ya es mucho que tenga claro que la vida sexual tiene su lugar dentro del matrimonio y que debe estar abierta a la vida. Pero con la cuestión de los preservativos y anticonceptivos, del sida y la superpoblación, revelaba una problemática delicada, que pesa en el ambiente y nos afecta a todos.

        Los cristianos tenemos un ideal de amor conyugal y de sexualidad que respeta la verdad biológica y humana del sexo. El trato sexual debe vivirse dentro de la unión de los esposos, debe manifestar y prolongar su afecto mutuo, y ha de estar siempre abierto a la vida. Éste es el ideal, y no se puede renunciar a él porque halla fallos o exija, a veces, heroísmo. Al contrario, precisamente por eso, hay que hacer todo lo posible por protegerlo y crear las condiciones que favorezcan ese ideal. La moral sexual cristiana no se centra en los preservativos y anticonceptivos, sino en un ideal de amor conyugal revelado por Jesucristo. Si no se empieza por ahí, no hay nada que decir.

La generosidad selectiva e interesada de occidente

        De todas formas, incluso fuera del matrimonio, la cuestión no es inocua. Sobre todo, no es inocuo que los Gobiernos promuevan campañas para repartirlos. Con su propaganda, rebajan lo que es la sexualidad y transmiten a la sociedad el mensaje oficial de que la promiscuidad sexual es conducta normal y aceptable para la sociedad. Así promueven el desorden entre los jóvenes, que son el sector más impresionable; y atacan directamente el ideal de familia. Y no sólo el ideal, sino también, en mucha parte, la posibilidad de llegar a vivirlo. Porque las costumbres deformadas se incrustan en lo más hondo de la sensibilidad y no son nada fáciles de desarraigar.

        ¿Y la superpoblación del tercer mundo? La población crece rápidamente, sobre todo en los países con menos recursos. Por eso, se habla del control de la natalidad con cierto aplomo moralizante. Están tan acostumbrados, que casi no se dan cuenta de que es una forma de mirar a los pobres por encima del hombro: Como no sois capaces de controlaros, poneos plásticos y comed química para que seáis estériles. Echan preservativos a los pobres como se echa pienso a las gallinas: Hala, no molestéis y usadlos; os daremos cualquier cantidad que haga falta. Y les damos muchos más que aspirinas o penicilina o quinina.

        Esta abundancia selectiva la conocen miles de dispensarios en todo el mundo pobre. Es la principal ayuda que el Occidente opulento está dispuesto a aportar, a través de grandes ONGs de la filantropía. La solución más barata y la que menos compromete. Nada de niños pobres, con el vientre hinchado. No vamos a bajar los aranceles, ni reformar la política agrícola europea, para que entren los productos del tercer mundo. Esto provocaría inquietudes y molestias en los sectores afectados. Los anticonceptivos y preservativos, en cambio, no hacen competencia a nadie, estimulan nuestra industria y protegen nuestra comodidad.

Cuando se contempla a Jesucristo
        El problema no se puede negar. En tantos países iberoamericanos, por ejemplo, nacen muchos niños a los que nadie quiere, ni sus padres casuales ni la sociedad. Es verdad. Van a convertirse en niños de la calle, en pequeños delincuentes y en carne de cañón. Simpáticos, desvergonzados y problemáticos, sin dejar de ser niños. Y, después, gravemente inadaptados, aunque con una vida generalmente corta. ¿Y la Iglesia, cómo anda todavía poniendo mala cara cuando se habla de preservativos y anticonceptivos para el tercer mundo?

        Es que la Iglesia defiende la dignidad de la persona humana por encima de cualquier otra consideración, y tiene unos ideales de amor y de matrimonio que le dio Jesucristo. Y se empeña en trabajar también con los niños de la calle y con los inadaptados sociales, aunque tengan mal remedio. Cree que la única manera de ayudar a la gente es tratarla como lo que son: personas. Y que la única solución verdadera y digna consiste en promover familias bien constituidas, cuantas más mejor: que sean responsables de sus hijos, que trabajen para sacarlos adelante, que los quieran y los eduquen. Con un diez por ciento de mejora, en cualquiera de estos países, se lograría un triunfo social aparatoso. Pero el Occidente rico no está en condiciones de apoyar esa solución. Todavía vive de la cantidad de familias bien constituidas que tiene. Pero los Gobiernos occidentales (de cualquier signo), con singular frivolidad, sin que haya por medio argumentos científicos, análisis sociológicos o pruebas estadísticas, y sin consultar a su población, sólo por la presión de grupos alternativos, con su legislación y con su propaganda promueven activamente la disolución de las propias familias. Se quitan el suelo debajo de los pies, con la loca suposición de que trabajan por el progreso –¿por el progreso de quién?– Y el modelo que envían a los países del tercer mundo, a través de los medios de comunicación, es también una invitación a disolverse. Sólo pueden proponer los remedios que usan.

        A la Iglesia le toca hoy hablar al corazón de las personas y elevar su vista hacia los ideales de realización personal, de amor, de matrimonio y de familia que hemos recibido del Señor. El cristianismo nos ayuda a vivir como personas, muy especialmente en lo que se refiere al sexo y al matrimonio. Es una misión enorme que debería sacudir nuestro sentido de responsabilidad e invitarnos a superar nuestras inercias. Ese mensaje es un beneficio para toda la Humanidad y parte principal de la nueva evangelización que Juan Pablo II ha relanzado: «Vosotros sois la luz del mundo...»