Tabaco, homosexualidad y tolerancia

Francisco de Borja Santamaría www.PiensaunPoco.com

Intolerancia y tolerancia cero

        POCAS descalificaciones hay tan efectivas como tildar a alguien de intolerante. Un intolerante es un cavernícola asilvestrado, que no ha aprendido todavía a vestir el traje decente que la Modernidad y el progreso le suministran. El intolerante es la postrera encarnación del buen salvaje, pero sin pizca de romanticismo; un monstruo peligroso y temible.

        El desprestigio del intolerante no corre parejo, sin embargo, con el de la intolerancia, admitida ahora como tolerancia cero. La intolerancia ya no es lo que era y resulta que ahora algunas intolerancias, afortunadamente, gozan de buena salud. Una de las últimas intolerancias toleradas es la tolerancia cero con el tabaco. La XII Conferencia Mundial sobre el Tabaco, celebrada recientemente en Helsinki, ha querido impulsar el Convenio Internacional contra el tabaquismo aprobado en mayo por la Organización Mundial de la Salud. Meses atrás –hace cosa de un año– los obispos norteamericanos se plantearon la tolerancia cero ante los casos de pederastia protagonizados por algunos sacerdotes; por supuesto, la actitud exigible ante el terrorismo –por muy de baja intensidad que se disfrace– es no tolerarlo en absoluto; y otro tanto sucede con la violencia doméstica. Como se ve, en ciertas situaciones, ante algunos males, la intolerancia no sólo no es mala, sino que es exigible; la cuestión no es, por tanto, tolerancia o intolerancia, sino qué tolerar o no.

Intolerantes para lo abusivo

        Así, pues, nos encontramos con la paradoja semántica de que la intolerancia en ocasiones resulta elogiable y exigible, mientras que el intolerante está condenado al ostracismo. ¡Cosas del lenguaje! Y de su manipulación, supongo. En relación con el documento presentado el 31 de julio por la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre el reconocimiento legal de las uniones homosexuales tiene sentido preguntarse si responde o no una disposición intolerante de la jerarquía católica. Mi opinión es que el documento –que propone la tolerancia cero de los Estados ante el reconocimiento legal de esas uniones– en absoluto es intolerante.

        La actitud intolerante se caracteriza, entiendo yo, por la pretensión de impedir algo abusivamente. Es intolerante el que no admite la diversidad o quien restringe indebidamente la libertad de las personas. Poner límites y prohibiciones, sin embargo, no es, por sí mismo, propio de un intolerante.

        Así que hay que preguntarse si estar en contra del reconocimiento legal de las parejas homosexuales es estar contra la diversidad o si es una pretensión abusiva contra la libertad de los homosexuales. La respuesta es que tal negativa no responde ni a un mero rechazo de lo diverso, ni es una pretensión abusiva, y no lo es porque los diversos comportamientos sexuales no resultan irrelevantes para la civilización debido a que el ejercicio de la sexualidad, siendo una cuestión profundamente íntima y personal, acaba siendo un asunto de tanta y mayor proyección pública que la de fumarse un cigarrillo, que, por muy actividad privada que le pueda parecer al fumador, resulta que es, a la vez, una cuestión de salud pública.

La cuestión no parece trivial

        Así, pues, las cuestiones referidas al reconocimiento legal de la convivencia homosexual no pueden tratarse como asuntos exclusivamente privados. La frontera entre lo privado y lo público es extremadamente débil y permeable y resulta que la dimensión pública de las actividades privadas es más inmediata que lo que tendemos a estimar.

        El documento vaticano argumenta que una civilización que no discierne entre la relación hetero y homosexual se viene abajo y que el concepto de familia resulta determinante de cara al futuro de una civilización. Llama la atención que afirmaciones de este tipo se califiquen de oscurantistas precisamente en un momento en el que la antropología cultural ha mostrado la centralidad que para cada cultura tienen sus normas sexuales, es decir, su enorme relevancia de cara a la constitución de una determinada organización social.

        Sorprende que se critique –alguno lo ha hecho– la pretensión vaticana de fijar una “ortodoxia” sexual, como si el manejo cultural del sexo fuese irrelevante, como si la combinatoria sexual (uno con una, uno con uno, una con una, uno o una con varios, varios con varios o varias, padres con hijos, hombres con animales –¿por qué no?–, etcétera) fuera culturalmente indiferente. Tal vez piense alguien que he llevado muy lejos la argumentación, pero es que no hay opción: o admitimos una ilimitada combinatoria sexual, como si la sexualidad fuera una especie de plastilina que puede ser modelada a capricho o fijamos una “ortodoxia” sexual. La Iglesia defiende un modelo acrisolado por siglos de civilización. El peso de la prueba corresponde al entorno gay, que debe explicar si su proyecto cultural incluye una combinatoria sexual ilimitada o si lo que propone es una “ortodoxia” sexual alternativa, que habría que argumentar, sin que quepa apelar, sin más, a la autonomía y libertad del i! ndividuo como criterio de legalidad.