Dedicación al trabajo: lo razonable y lo digno

Julio de la Vega-Hazas.
www.e-cristians.net

Un problema con innumerables implicaciones e intereses

        En los últimos años, por parte de algunas instancias sindicales europeas, se está estableciendo la reivindicación que rebaja la cantidad de horas semanales a 35. Las empresas, lógicamente, rechazan esa medida, los gobiernos no la aceptan por ahora y, la verdad, muchos de los mismos trabajadores dudan de su oportunidad, más preocupados como están por asegurar el puesto de trabajo y por la cuantía del salario que por trabajar menos horas. En realidad, esa rebaja está más condicionada de lo que parece por la ideología socialista de sus promotores, y tiene menos que ver con las condiciones de trabajo que con el problema del paro. Lo que se pretende con la medida es que las empresas se vean obligadas a contratar más gente; o sea, se reduciría el paro con un reparto más amplio del trabajo existente. Sin embargo, la eficacia de esta medida es bastante dudosa.

        En primer lugar, lo que demuestra la actividad económica es que lo más eficaz para combatir el paro es la creación de riqueza y no tanto el reparto de la existente. La activación económica crea empresas y, con ello, puestos de trabajo, mientras que la baja de la productividad es un factor más bien inhibitorio, con consecuencias negativas. Además, los mismos trabajadores, cuando aceptan la medida están pensando en algo muy distinto que los sindicatos: no en trabajar cinco horas menos, sino en cobrar cinco horas como extraordinarias. A ello, además, hay que añadir una razón muy importante, que inclina a considerar esta reivindicación como demagógica: afecta a los que de hecho trabajan menos. El problema aquí no son los obreros industriales o los funcionarios, con los que no se sobrepasa el horario de trabajo estipulado porque entran y salen a la hora. El problema real son los numerosos trabajadores, normalmente de "cuello blanco" y empresas privadas, que de hecho trabajan bastante más de 40 horas semanales, aunque sea esta cifra la de su teórica dedicación. Podemos concluir así que, hoy por hoy, 40 es una buena medida y, por tanto, pasar a tratar el que hemos calificado de problema real.

Un ritmo de vida inhumano con lamentables manifestaciones

        Legalmente no se puede contratar un horario desmedido. Hay una legislación bastante estricta en este terreno. Pero hay formas de burlar la ley. Y se burla con demasiada frecuencia cuando se trata de ejecutivos o de personal administrativo de bancos, empresas financieras, de auditoría y consultoría y, en algunos otros casos, de profesionales con titulación universitaria. Se hace asignando una responsabilidad que significa, en realidad, encargar más trabajo del que se puede realizar dentro del horario laboral teórico. ¿Y si trabaja con intensidad y logra acabarlo dentro de ese horario? Pues se le da más, y ya está. Se hace estableciendo una teórica libertad para irse a casa a la hora "legal", pero de forma que quien lo hace ya sabe que es el primero en la lista cuando hay que hacer reajustes de plantillas (o sea, el primero al que hay que despedir o jubilar anticipadamente) y el último en la lista de ascensos. Se hace desde el momento de entrevistar a los solicitantes, haciéndoles ver que deben vivir para la empresa (por supuesto, con otros términos más elegantes), y rechazando a quien se supone que no estará dispuesto a aceptar una dependencia que se acerca a la esclavitud, como son las mujeres que piensan casarse y tener hijos o quienes muestren devociones sólidas que puedan de algún modo interponerse en la dedicación solicitada. Se hace y a menudo se acepta por todos, pero es inmoral. Es profundamente inmoral.

        Es un verdadero fraude de ley. Siendo la ley perfectamente justa, eso ya lo convierte en injusto y, por lo tanto, inmoral. Es un cierto fraude –aquí más relativo– en cuanto que se pagan 8 horas diarias y se exigen más (si se prefiere verlo así, según los términos del contrato se debería pagar el exceso como horas extraordinarias). Pero, todavía más que por las razones anteriores, es inmoral por el profundo desequilibrio humano que causa y el perjuicio humano que ello supone. Desequilibrio, en primer lugar, entre la vida profesional y la vida familiar, en serio perjuicio de esta última: mujeres que ven llegar siempre tarde a un marido agotado a quien no le quedan energías para mostrarse un poco cariñoso ni para la relación conyugal (se han llegado a disparar los casos de impotencia funcional por esta causa, y el auténtico remedio no está en fármacos como la viagra, sino en un estilo de vida más sano); padres que no ven apenas a sus hijos, hasta el punto de declarar, como lo hacía uno, que "sé que mis hijos están creciendo porque mi mujer me pide dinero para ropa"; personas tan absorbidas por su trabajo que no tienen en la cabeza y en la conversación otra cosa, lo que necesariamente enrarece las relaciones familiares.

Hasta que peligra lo más valioso

        El desequilibrio es también personal. Además de las repercusiones personales de lo anterior, el agotamiento y el stress disparan los trastornos psíquicos, empezando por la depresión y siguiendo con trastornos de sueño, y provocan que se busque el remedio en fármacos en vez de recurrir al necesario reposo. También, aunque sea más difuso, está el empobrecimiento general que supone polarizarse en una sola actividad, que acaba por incapacitar para cualquier otra, sobre todo para el cultivo de la vida espiritual en todos sus sentidos, desde el cultural (si se lee algo, son diarios económicos e informes empresariales, nada o casi nada de literatura, que queda si la hay para decorar el salón) hasta el religioso, pues desaparece la perspectiva de trascendencia y hay una atrofia para meditar sobre el sentido mismo de la vida y cualquier cosa que vaya más allá de la actividad profesional.

        Quienes no resisten el ritmo comprueban con amargura la falta absoluta del más mínimo agradecimiento por parte de la empresa, que se deshace de ellos sin miramientos aunque procure hacerlo con elegancia, y es entonces (demasiado tarde) cuando se dan cuenta de que se han vaciado por el amor menos correspondido de este planeta y se han consumido por una causa que no valía la pena. Dentro de la empresa, este estilo produce una exasperación de la competitividad entre los trabajadores. Una cierta dosis está bien, pero la sociedad debe combinar correctamente solidaridad y competitividad, compañerismo y rivalidad, y la sobredosis de la segunda elimina en la práctica la primera, con lo que supone, no ya de enrarecimiento del ambiente en la empresa aunque se guarden las formas (lo cual no sucede siempre), sino sobre todo de hacer a las personas egoístas e incapacitarlas para lo más noble del ser humano: el amor.

En un sentido objetivo no vale la pena

        Esta breve panorámica ya da razón de la gravedad de estos comportamientos y de la irracionalidad de este grado de exigencia. No significa esto que el ideal esté en la total rigidez en los horarios. Es necesario y razonable pedir algunos esfuerzos extra ante algunas contingencias. Todo trabajo, o casi, tiene sus momentos difíciles y sus agobios. Cuando hay una inspección, hay que cuadrar las cuentas a final de año o lo que sea, es lógico que haya que dedicar algún tiempo extra, y la misma solidaridad de los trabajadores con la empresa, que debe ser correspondida, pide que se acuda a remediar las necesidades del momento. Pero otra cosa muy distinta es cuando ese esfuerzo se pide constantemente (y es una solidaridad que aquí no suele ser correspondida) cuando está mal visto irse a la hora e incluso cuando se pide simplemente para demostrar que se vive para el trabajo y la empresa con la idea de que hay que quedarse aunque se haya acabado todo lo pendiente, disimulando mejor o peor que no se está haciendo nada.

        No vale decir que se compensa con lo que se gana en esos empleos. En primer lugar, a veces no es así en términos absolutos. En segundo lugar, muchas más veces no lo es en términos relativos: Si se divide lo que se cobra por el número de horas dedicadas, resulta un trabajo más bien mal pagado. Y en tercer lugar, aunque se gane mucho, el precio que hay que pagar por ello es a todas luces excesivo. Lo que se puede comprar o vender tiene un límite, marcado por la dignidad de la persona y sus exigencias, y con este tipo de excesos se traspasa. Además, es menos voluntario de lo que se pregona y puede parecer a primera vista. Si una esfera profesional (en la cual para trabajar se han gastado varios años, es para la que uno está preparado y responde a su inclinación profesional) está de hecho cerrada si no se aceptan estas condiciones draconianas, puede hablarse más de imposición que de libertad.

Nada es inevitable

        Hay otro argumento esgrimido en defensa de estas actuaciones: que son inevitables por la durísima competencia que obliga a una constante política de reducción de costes. Es una verdad a medias. Para quien sólo es capaz de pensar a corto plazo, responde efectivamente a inexorables leyes de la economía. Para quien sea capaz de mirar con más perspectiva, no es así. El equilibrio y el reposo necesario redundan en la intensidad y la calidad del trabajo. El ser humano tiene límites y es peligroso, cuanto menos, jugar con ellos. El cuidado de la persona por parte de la empresa es devuelto, la mayor parte de las veces, con la misma moneda, con lo que se evitan comportamientos poco leales por parte de los empleados. Además, el descuido de estos aspectos genera una propensión a la práctica inmoral en la gestión empresarial, lo cual es un mal para toda la sociedad y puede llegar a acabar con la empresa misma. No faltan ejemplos recientes, y muy sonados, precisamente de promotores de este estilo. Y, en último extremo, subsiste un principio fundamental que debe ser respetado: no es el hombre para el trabajo, sino el trabajo para el hombre.