Dios también tiene sus funcionarios
Para vender pastitas y dulces monacales no hace falta consagrar la vida a Dios.
Álex Navajas
"No"

        Estuve hace unos días con un amigo visitando un conocido monasterio de la provincia de Madrid. Nos encontrábamos en la tienda del cenobio, echando un ojo a las cajas de pastitas, los dulces monacales y los tarros de miel “con un 5 por ciento de jalea real”, según rezaba la etiqueta. Al otro lado del mostrador, el encargado de la tienda y un monje de mediana edad charlaban aburridos, matando la tarde.

        En eso entró una señora con unas amigas, se dirigió al religioso y le preguntó: “Disculpe, ¿no hay una capilla para hacer una visita al Santísimo?”. La respuesta del fraile fue breve, directa, despreocupada, de escaqueo, seca como un regate de Zidane, aburrida como su conversación con el tendero: “no”. La mujer puso cara de ligera contrariedad, dio media vuelta y se marchó con sus amigas. A mí, les confieso, aquel “no” me sentó como un latigazo en la cara.

La sal

        Alguien dijo una vez que “la Iglesia no son sus edificios ni sus obras, sino sus hombres”. Y tiene toda la razón. ¿Sirven de algo los edificios religiosos si no son medios para acercar a las personas a Dios? ¿Aprovecha de alguna manera mantener un colegio católico si los chavales no salen evangelizados? ¿Se puede entender que un monasterio no tenga una capilla abierta para que una mujer pueda hacer su visita?

        Resulta inquietante pasearse por grandes ciudades y por pueblos remotos y encontrar edificios descomunales en los que, hace décadas, bullían cientos de seminaristas y monjes por sus pasillos y que hoy yacen vacíos, desvencijados y polvorientos. Eso ocurre, por ejemplo, en Salamanca –“Roma la chica”, como se la conocía– que llegó a albergar cientos de seminarios y conventos que hoy son facultades universitarias, hoteles, colegios y hasta bares de copas.

        Me pregunto si el Señor, que sabe hacer bien las cosas –por algo es Dios, diantre–, no habrá permitido que todos estos edificios queden abandonados para volver a demostrarnos que el único importante es Él. Que si las obras de la Iglesia no sirven para evangelizar, es mejor que desaparezcan. Que si la sal se vuelve sosa, sólo vale para tirarla al camino y que la pisen los hombres. Dios no quiere funcionarios; quiere apóstoles convencidos. Para vender pastitas y dulces monacales no hace falta consagrar la vida a Dios.