Agustín de Tagaste: Mañana, mañana

Alfonso Aguiló
Las citas son de Las Confesiones, autobiografía de San Agustín.

Brillante apasionado y joven

        Agustín de Tagaste era un joven y brillantísimo orador, dotado de una inteligencia prodigiosa y un corazón ardiente.

        Su adolescencia transcurrió entre diversas escuelas de Madaura, Tagaste y Cartago, de manera bastante turbulenta. Durante años anduvo sin apenas rumbo moral en su vida, muy influida por amistades poco recomendables.

        Estando en Milán, en el año 384, acudía, sin demasiada buena disposición, a escuchar las homilías de Ambrosio, obispo de la ciudad. Era Ambrosio un hombre de sobresaliente calidad humana y sobrenatural, y Agustín estaba interesado en su oratoria, no en su doctrina, pero "al atender para aprender de su elocuencia –explicaba–, aprendía al mismo tiempo lo que de verdadero decía".

Y muy consciente de no ser feliz

        El 1 de enero del 385 se estaba preparando para hablar ante toda la Corte del Emperador Valentiniano, instalada por entonces en aquella ciudad. Agustín estaba consiguiendo sus propósitos de triunfar, pese a ser aún muy joven, gracias a su elocuencia. Pero notaba que algo en su vida estaba fallando. "Al volver –escribiría más adelante–, y pasar por una de las calles de Milán, me fijé en un pobre mendigo que, despreocupado de todo, reía feliz. Yo, entonces, interiormente lloré".

        Una cascada de sentimientos se desbordó en el corazón de Agustín. Caminaba, como siempre, rodeado de un grupo de amigos. "Les dije que era nuestra ambición la que nos hacía sufrir y nos torturaba, porque nuestros esfuerzos, como ese deseo de triunfar que me atormentaba, no hacían más que aumentar la pesada carga de nuestra infelicidad".

Conociendo su incoherencia

        La crisis se había desencadenado. Pero la lucha no había hecho más que empezar, llena de vacilaciones. "La fe católica me da explicaciones a lo que me pregunto...; sin embargo, ¿por qué no me decido a que me aclaren las demás cosas?".

        El tiempo pasaba y Agustín se resistía a cambiar. "Deseaba la vida feliz del creyente, pero a la vez me daba miedo el modo de llegar a ella". "Pensaba que iba a ser muy desgraciado si renunciaba a las mujeres...". "¡Qué caminos más tortuosos! Ay de esta alma mía insensata que esperó, lejos de Dios, conseguir algo mejor. Daba vueltas, se ponía de espaldas, de lado, boca abajo..., pero todo lo encontraba duro e incómodo...".

La importancia de reconocerse con franqueza

        Agustín va poco a poco logrando vencer la sensualidad y la soberbia, pero se encuentra también con otro poderoso enemigo: "Me daba pereza comenzar a caminar por la estrecha senda". "Todavía seguía repitiendo como hacía años: mañana; mañana me aparecerá clara la verdad y, entonces, me abrazaré a ella".

        El proceso de su conversión pasó –según contaría él mismo en su libro Las Confesiones– por multitud de pequeños detalles. El paso definitivo se produjo un día de agosto del año 386, en que recibió la visita de su amigo Ponticiano, que resultó ser cristiano. Tuvieron una animada conversación. En un momento dado, Ponticiano le contó la historia de un monje llamado Antonio, y luego, viendo el creciente interés de Agustín, una anécdota suya personal.

        Ponticiano le había ido contado esas cosas con intención de acercarle a Dios, pero probablemente no sospechó el violento influjo que produjeron en Agustín. "Lo que me contaba Ponticiano me ponía a Dios de nuevo frente a mí, y me colocaba a mí mismo enérgicamente ante mis ojos para que advirtiese mi propia maldad y la odiase. Yo ya la conocía, pero hasta entonces quería disimularla, la ocultaba, y me olvidaba de su fealdad". "Me puso cara a cara conmigo mismo para que viese lo horrible que era yo."

El problema estaba claro

        Mientras su amigo hablaba, Agustín pensaba en su alma, que encontraba tan débil, oprimida por el peso de las malas costumbres que le impedían elevarse a la verdad, pese a que ya la veía claramente. "Habían pasado ya muchos años, unos doce aproximadamente, desde que cumplí los diecinueve, desde aquel año en que por leer a Cicerón me vi movido a buscar la sabiduría."

        "Había pedido a Dios la castidad, aunque de este modo: Dame, Señor, la castidad y la continencia, pero no ahora, porque temía que Dios me escuchara demasiado pronto y me curara inmediatamente de mi enfermedad de concupiscencia, que yo prefería satisfacer antes que apagar." "Se redoblaba mi miedo y mi vergüenza a ceder otra vez y no terminaba de romper lo poco que ya quedaba".

Parece imposible         Ponticiano terminó de hablar, explicó el motivo de su visita, y se fue. El combate interior de Agustín se acercaba a su final. Cada vez faltaba menos, pero "podía más en mí lo malo, que ya se había hecho costumbre, que lo bueno, a lo que no estaba acostumbrado."

        "Lo que me esclavizaba eran cosas que no valían nada, pura vaciedad, mis antiguas amigas. Pero me tiraban de mi vestido de carne y me decían bajito: ¿Es que nos dejas? ¿Ya no estaremos más contigo, nunca, nunca? ¿Desde ahora nunca más podrás hacer esto... ni aquello...? ¡Y qué cosas, Dios mío, me sugerían con las palabras esto y aquello!".

        "Mientras, mi arraigada costumbre me decía: ¿Qué? ¡Es que piensas que podrás vivir sin esas cosas, tú?".

La respuesta en el libro

        Salió con su amigo Alipio al jardín de la casa donde se hospedaban. "¡Hasta cuándo –se preguntaba–, hasta cuándo, mañana, mañana! ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no ahora mismo y pongo fin a todas mis miserias?"

        Mientras decía esto, oyó que un niño gritaba desde una casa vecina: "¡Toma y lee! ¡Toma y lee!". Dios se servía de ese chico para decirle algo. Corrió hacia el libro, y lo abrió al azar por la primera página que encontró. Leyó en silencio: "No andéis más en comilonas y borracheras; ni haciendo cosas impúdicas; dejad ya las contiendas y peleas, y revestíos de nuestro Señor Jesucristo, y no os ocupéis de la carne y de sus deseos."

        Cerró el libro. ésa era la respuesta. No quiso leer más, ni era necesario: "Como si me hubiera inundado el corazón una fortísima luz, se disipó toda la oscuridad de mis dudas".

La alegría de Mónica

        Cuando se tranquilizó un poco se lo contó a su amigo, que quiso ver lo que había leído. Se lo enseñó y su amigo se fijó en la frase siguiente del texto que había leído, y en la que no había reparado. Seguía así: "Recibid al débil en la fe".

        "Después entramos a ver a mi madre, se lo dijimos todo y se llenó de alegría. Le contamos cómo había sucedido, y saltaba de alegría y cantaba y bendecía a Dios, que le había concedido, en lo que se refiere a mí, lo que constantemente le pedía desde hacía tantos años, en sus oraciones y con sus lágrimas".

Cuando se reconoce la felicidad lograda         A los pocos meses, en la Vigilia Pascual, recibieron el bautismo Agustín, su hijo y su amigo. Años después, escribiría: "Tarde te amé, Belleza, tan antigua y tan nueva, ¡tarde te amé! Estabas dentro de mí, y yo te buscaba por fuera... Me lanzaba como una bestia sobre las cosas hermosas que habías creado. Estabas a mi lado, pero yo estaba muy lejos de Ti. Esas cosas... me tenían esclavizado. Me llamabas, me gritabas, y al fin, venciste mi sordera. Brillaste ante mí y me liberaste de mi ceguera... Aspiré tu perfume y te deseé. Te gusté, te comí, te bebí. Me tocaste y me abrasé en tu paz".
Sus posteriores frutos

        Lo que de este relato quería resaltar es el trabajoso proceso por el que Agustín logró liberarse de la esclavitud de las pasiones. Sus problemas, su angustia, su búsqueda, constituyen una respuesta a las preguntas y perplejidades que se hacen tan vivas en la adolescencia y en la primera madurez del hombre, en cualquier época. La culminación de cualquier proceso interior de conversión a la verdad exige una lucha decidida y constante. Una victoria sobre uno mismo que, en el caso que hemos relatado, ha supuesto para la humanidad un personaje tan insigne como Agustín, un gran pensador y un gran santo, cuyos escritos filosóficos y teológicos constituyen una referencia ineludible en la historia del pensamiento.