Retirar el tubo de alimentación a una persona que esté en la situación de Terry Schiavo
Gonzalo Herranz
Departamento de Humanidades Biomédicas
El Mundo (Madrid)
Lo que todo médico ha asumido

        No me faltan razones para oponerme a que se deje morir a una persona en una situación así. Tolerar esas muertes contradice, a mi modo de ver, las leyes de la humanidad, vulnera la ética de la medicina: leyes y ética que, como ser humano y como médico, me he comprometido a guardar.

        La Asociación Médica Mundial pide a los médicos que, al entrar en la profesión, proclamen, en público y por su propio honor, la Declaración de Ginebra, un sucedáneo moderno, laico y universalista, del Juramento hipocrático. Entre otras cosas, el médico promete entonces no emplear nunca, incluso bajo amenaza, sus conocimientos en contra de las leyes humanitarias. Es decir, el médico se compromete a no usar la medicina de un modo deshumano, a no torturar, ni participar en la ejecución de la pena capital, ni a ser cómplice de tratos inhumanos. Para preservar la integridad de la medicina, no puede el médico, por amor, compasión o dinero, maltratar a sus pacientes.

Inaceptable desde todo punto de vista

        Tengo, para mí, que dejar morir a alguien como Terri va frontalmente en contra de esa promesa. Porque alimentar y administrar líquidos a una persona en estado de consciencia mínima es un deber de humanidad. No es una intervención técnica: no requiere conectar al paciente a una máquina. Basta para tal fin una sonda nasogástrica que, a pesar de su nombre rimbombante, pertenece al género "casero" del biberón o de la lavativa. Cuidar de una persona en ese estado nada tiene de obstinación terapéutica: todo se reduce a darle de comer y beber, a tenerla limpia, a prestarle los cuidados que se dan a los bebés o a cualquier ser humano impedido. La incapacidad en Terri y casos así es permanente, y eso puede cansar a los cuidadores, que pueden desear que la cosa termine de una vez. Pero ese cansancio tiene otras soluciones, solidarias y sociales, infinitamente más humanas que dejar morir a una persona de inanición y sed.

        Retirar la sonda que alimenta a una persona como Terri no es conforme con la ética de la medicina. Ni siquiera puede llamarse eutanasia a dejarles morir. Ni en Holanda ni en Bélgica podrían legalmente ser sometidas a una eutanasia, pues no cumplen ninguno de los requisitos básicos allí exigidos: a causa de su estado, esas personas no sufren dolores ni angustia, ni los sufrirán si siguen viviendo; no están en situación terminal; no pueden pedir libre y conscientemente la eutanasia; hay, además, una alternativa obvia a la eutanasia: cuidar de ellas.

Un problema al desnudo

        Intuyo que, en casos como este, el sufrimiento que se quiere suprimir no es el del paciente, sino el de otros: en el caso de Terri, el de su marido Michael. Y eso me parece alarmante; más aún, trágico, porque no faltan personas que desean intensamente seguir cuidando de Terri. Parece que mediante una interpretación, rígida y paradójica, del derecho, se priva a personas que de verdad quieren a Terri de la posibilidad de cuidar de ella, y la ponen en manos de quien, por todos los indicios, no la quiere o la quiere muerta. No sabemos si Michael actúa movido de compasión hacia su mujer o de lástima hacia sí mismo. Pero es inevitable pensar que la solución dada por la judicatura es inhumana.

        Que para librarse de una carga, se le conceda a una persona el poder estremecedor de decidir sobre la vida de otra es regresivo, como volver a la prehistoria ética. Nuestra Constitución nos reconoce el derecho fundamental e inalienable a la vida, y ha derogado sin marcha atrás posible la pena de muerte. Eso nos da una tranquilidad inmensa. Por eso, deseo y espero que nunca sea aquí posible lo que ha pasado en Estados Unidos: que, en virtud de extraños principios y precedentes, los jueces puedan tanto decretar la muerte de criminales, como autorizar que se ponga fin a la vida personas inocentes.