Las almas y los votos


Ignacio Aréchaga, Aceprensa, 12.II.02

Como si sólo diera problemas

        Desde los atentados del 11 de septiembre abundan las advertencias sobre el peligro de que la religión degenere en fanatismo y enfrentamientos. Para algunos medios, que de la religión solo se interesan por sus patologías, la firmeza de convicciones religiosas rima con fundamentalismo y las discrepancias de fe atizan los conflictos. Pero no hace falta creer para observar que la relación entre las religiones es mucho más pacífica de lo que sugiere ese diagnóstico. Sin ir más lejos, varios acontecimientos del mes de enero así lo confirman.

Mas la religión es otra cosa         El más espectacular ha sido sin duda el encuentro de Asís, convocado por Juan Pablo II, en el que destacados representantes de las más difundidas religiones (cristianos, musulmanes, budistas, hindúes...) han proclamado con un sola voz que “la violencia y el terrorismo son incompatibles con el auténtico espíritu de la religión”. Otro evento significativo ha sido el encuentro entre judíos y católicos que, organizado en París por el Congreso Judío europeo, ha reunido a un millar de personas de toda Europa. El Congreso Judío europeo ha querido así rendir homenaje a Juan Pablo II, el “Papa de la reconciliación”, y saludar el nuevo clima de diálogo y amistad que se ha creado entre judíos y católicos. “Hace algunos años, esto no hubiera podido producirse”, ha reconocido Henri Hajdenberg, presidente del encuentro. Tampoco era posible desde hace siglos que un obispo católico fuera admitido en la capilla privada de un soberano inglés para predicar el sermón dominical. Y eso es lo que ha ocurrido el pasado 13 de enero cuando la reina Isabel, cabeza de la Iglesia anglicana, invitó al primado católico, cardenal Cormac Murphy O’Connor, a predicar en la iglesia de su residencia de Sandrigham.
Extremismos por doquier         Ciertamente, también hay fanáticos capaces de invocar la religión para luchar por lo que ellos consideran un objetivo irrenunciable que justifica cualquier violencia. Igual que puede haber un científico fanático dispuesto a emplear cualquier medio para ser el primero en producir un bebé clónico; o un político fanático que no duda en recurrir a la limpieza étnica para asegurarse el control del territorio que considera patrimonio de su nación. Pero no por eso hay que concluir que la ciencia o la política amenazan la convivencia paífica.
Lo que hay en el fondo de esa actitud         El que un terrorista suicida estrelle un avión contra el World Trade Center al grito de “Alá es grande” tiene más que ver con el nihilismo que con la religión. El nihilista, como explica André Glucksmann en su último libro Dostoievski en Manhattan, ya invoque a un Dios del que se considera instrumento o a una ideología atea, actúa con la idea de que “todo me está permitido”, escamoteando el mal y la crueldad en nombre de la causa. El hecho de que esté dispuesto a morir matando no implica que sea un “mártir”. Al menos, en el sentido cristiano del término. La diferencia la explicaba, en unas declaraciones con motivo del encuentro de Asís, el cardenal François Nguyen Van Thuan, al que el régimen comunista de Vietnam encerró durante trece años en la cárcel: “El mártir cristiano no experimenta indiferencia ante la vida. Ni la suya ni la de los otros. El martirio es el sufrimiento de quien acepta ser tratado injustamente por ser fiel a Dios. No es la pretensión de hacer justicia en nombre de Dios”.
Si la religiosidad es profunda no existen problemas         El cardenal vietnamita, que confiesa “nunca he odiado a mis carceleros, ni siquiera en los momentos más oscuros”, es buena muestra de que hay menos peligro de fanatismo cuando la religiosidad es más fuerte y más profunda. El hombre verdaderamente religioso no absolutiza las realidades humanas (etnia, cultura, ideologías...) porque coloca su esperanza última en la otra vida; es consciente de que en este mundo siempre hay trigo y cizaña, también en su propia vida, así que no cabe confiar en una acción que erradique el mal de una vez por todas; y comprende que solo Dios puede administrar una justicia definitiva. En cambio, cuando la religiosidad es superficial, resulta más fácil que se utilice para proyectos hechos a medida humana, sobre todo al servicio del fanatismo político. Puede convertirse así en un arma para marcar la diferencia con el adversario e invocarse para bendecir ambiciones de poder. Pero en estos casos el enemigo no lo es porque crea en otro Dios, sino porque es un competidor terreno.
Los políticos suelen ser más obcecados

        En cualquier caso, me parece que hoy existe mayor clima de diálogo en los ámbitos religiosos que en los políticos. Ni tan siquiera en Asís sería posible reunir a Bush y Blair con Fidel Castro, Gaddafi y Saddam Hussein; ni a los de Davos con los de Porto Alegre.

        Desde hace algunas décadas, se han tendido puentes entre las distintas Iglesias y religiones mediante el diálogo teológico, los contactos personales entre los líderes, la superación de malentendidos históricos, las peticiones de perdón por errores pasados. En cambio, en la vida política, incluso en la democracia, hay un clima mucho menos tolerante. En la lucha política, parece normal no reconocer nada bueno del adversario (excepto en caso de muerte o jubilación política); emplear un lenguaje agresivo para descalificar más duramente al opositor; o tergiversar su acción y sus palabras con objeto de magnificar cualquier fallo y silenciar todo acierto. Es verdad que son tácticas tan arraigadas en el debate político que el público aplica ya una rebaja al dramatismo verbal. Pero hoy día hay más riesgo de intolerancia y agresividad en la lucha por los votos que en la competencia por las almas.