La espiral de la preocupación
Alfonso Aguiló
Alfonso Aguiló

 

 

 

 

La cuestión es: ¿aporta algo?

        «Estaba desolada. Por alguna razón, aquella pequeña historia de ese tonto comentario era superior a mis fuerzas.

        »Reviví mentalmente el incidente una y mil veces, como una obra en tres actos. Lo analicé, lo diseccioné, lo descuarticé y volví a recomponerlo. Reviví mis emociones, la ira y el tremendo dolor por ese comentario.

        »Me sentía muy dolida, pero veía que la memoria y la imaginación estaban multiplicando ese dolor, repitiéndolo todo una y otra vez, haciéndome desear que hubiera dicho o hecho eso o lo otro. Es horrible. Te puedes obsesionar con un suceso y perder la medida real de las cosas.»

        La preocupación, que tan vivamente narraba aquella mujer, si no se mantiene dentro de unos límites razonables, puede desarrollarse hasta extremos claramente perjudiciales.

        La espiral de la preocupación
es el núcleo fundamental
de la ansiedad.

        No es que la preocupación sea negativa de por sí. Como han señalado Lizabeth Roemer y Thomas Borkovec, la preocupación es esencial para la supervivencia y la dignidad del hombre, pues resulta imprescindible para la reflexión constructiva, y sirve para alertar ante un peligro potencial y facilitarnos la búsqueda de soluciones.

        Sin embargo, cuando la preocupación se repite continuamente sin aportar ninguna solución positiva, produce un constante ruido de fondo emocional que genera un agobiante murmullo de ansiedad. Esa espiral suele comenzar por un relato interno, que luego va saltando de un tema a otro, a una velocidad que puede llegar a ser vertiginosa. Si se hace crónica y reiterativa, esas personas no logran dejar de estar preocupadas y no consiguen relajarse. Y en lugar de buscar una posible salida, se limitan a dar vueltas y más vueltas en torno a esas ideas reiterativas, profundizando así el surco del pensamiento que les inquieta.

Interrogarse con franqueza y tranquilidad

        Si ese círculo vicioso se intensifica y persiste, ensombrece el hilo argumental de la mente y puede conducir, en los casos más graves, a trastornos nerviosos de diverso género: fobias (cuando la ansiedad se fija en una intensa aversión hacia situaciones o personas), obsesiones (por la salud, el orden, la limpieza, la propia imagen, el peso, la forma física, etc.), sensación de pánico (ante un riesgo físico, o al tener que aparecer en público), insomnio (como consecuencia de pensamientos intrusivos o preocupaciones no bien abordadas), etc.

        —¿Y por qué la preocupación puede terminar en esa especie de adicción mental?

        Es difícil saberlo. Quizá porque mientras la persona está inmersa en esos pensamientos recurrentes, escapa de su sensación subjetiva de ansiedad. Cede a la tentación de perderse en una interminable secuencia de preocupaciones, en las que se refugia, y que le envuelven en una especie de neblina narcotizante.

        —¿Y qué hay que hacer para salir de esa espiral de la preocupación? Porque no es nada fácil seguir consejos como «no te preocupes; anda, distráete un poco», u otros parecidos.

        Lo mejor es conocerse bien para así detectar el fenómeno y cortar con esa tendencia desde sus inicios. Hay que adoptar una actitud crítica hacia lo que constituye el origen de su preocupación, y preguntarse básicamente tres cosas:

        ¿Cuál es la probabilidad real de que eso suceda?

        ¿Qué es razonable que haga yo para evitarlo?

        ¿De qué me está sirviendo darle vueltas de esta manera?

        Así, con una mezcla de atención y de sano escepticismo, se puede ir frenando la ansiedad y salir poco a poco del círculo vicioso en que tiende a aprisionarnos.