El sentimiento de la propia eficacia
Alfonso Aguiló
Alfonso Aguiló
Alfonso Aguiló

 

Salvando los posibles inconvenientes

        La fe de una persona en sus propias capacidades tiene un sorprendente efecto multiplicador sobre esas mismas capacidades. Quienes se sienten eficaces se recuperan más rápidamente de los fracasos, no se agobian demasiado por el hecho de que las cosas puedan salir mal, sino que las hacen lo mejor que pueden y buscan el modo de hacerlas mejor la siguiente vez. El sentimiento de la propia eficacia tiene un gran valor estimulante, y va acompañado de un sentimiento de seguridad, que alienta e impulsa a la acción.

        —¿Y no es un sentimiento un poco altivo?

        Es cierto que puede vivirse en su versión arrogante, envuelto en una actitud de cierto desprecio, o incluso de temeridad. Y es verdad que hay personas que parece que sólo disfrutan si consiguen dominar a los demás (y a esas personas el sentimiento de la propia eficacia puede llevarles a comportamientos hostiles o agresivos). Pero no son ésas las actitudes a las que nos referimos ahora.

        Afortunadamente, la búsqueda del sentimiento de la propia eficacia no tiene por qué conducir a un deseo de dominación de los demás. Tiene otras versiones más constructivas, que llevan a sentirse dueño de uno mismo, poseedor de cualidades que –como toda persona– son irrepetibles, y a verse capaz de controlar la propia formación y el propio comportamiento.

        Como ha explicado José Antonio Marina, los sentimientos hacia nosotros mismos, o el modo de evaluar nuestra eficacia personal, nuestra capacidad para realizar tareas o enfrentarnos con problemas, no son un sentimiento más, sino que intervienen como ingrediente decisivo en otros muchos sentimientos personales, sobre todo en los se refieren a nuestra relación con los demás.

        Las personas tenemos una profunda capacidad de dirigir nuestra propia conducta. Prevemos las consecuencias de lo que hacemos, nos proponemos metas y hacemos valoraciones sobre nosotros mismos. Y todo eso puede ser estimulante o paralizante, positivo o negativo, constructivo o autodestructivo. Nuestra inteligencia resulta impulsada o entorpecida por esos sentimientos, que componen un campo de fuerzas, animadoras o depresivas, entre las que ha de abrirse paso un comportamiento inteligente.

El temor paraliza

        —¿Por qué dices abrirse paso?

        Porque hay bastante diferencia entre disponer de una determinada capacidad y ser capaz de llegar a utilizarla. Por esa razón, personas distintas con recursos similares –o bien una misma persona en distintas ocasiones– pueden tener un rendimiento muy diferente.

        La vida diaria requiere una continua improvisación de habilidades que permitan abrirse paso entre las circunstancias cambiantes del entorno, tantas veces ambiguas, impredecibles y estresantes. Cada uno responde a ellas con sentimientos distintos, que le llevarán a la retirada o a la constancia, dependiendo de la ansiedad que le produzcan y de su capacidad para soportarla.

        La gente teme –y por tanto tiende a evitar– aquellas situaciones que considera por encima de sus capacidades, y elige aquéllas en las que se siente capaz de manejarse. Por eso, la idea que tenemos de nosotros mismos condiciona en gran parte nuestras acciones, así como el tono vital –pesimista u optimista– con el que elegimos o confirmamos nuestras expectativas.

        Por ejemplo, aquellos que se consideran poco afortunados en la relación con los demás, o se minusvaloran en su capacidad de ganarse la amistad de otros, o en sus posibilidades de cara al noviazgo, tienden a exagerar la gravedad tanto de sus propias deficiencias como de las dificultades exteriores que se les presentan. Y esa autopercepción de ineficacia o incapacidad suele ir acompañada de un aumento de lo que podríamos llamar miedo anticipatorio, que facilita a su vez el fracaso. Por el contrario, cuando el sentimiento de propia eficacia es alto, el miedo al fracaso disminuye, y con él las posibilidades reales de fracasar