El abrigo del
Sr. Erzinger
Alfredo Ortega-Trillo
El secreto de una vida lograda: curso de pedagogía del amor y la familia
Alfonso López Quintás

 

 

Recuerdos entrañables

        Cuando murió mi padre en el hospital de cardiología de la ciudad de México, mi madre y yo no teníamos previsto ese desenlace. El había llegado empuñando su maleta, con su gabardina azul marino doblada encima, preguntando por la ventana que daba al Ajusco.

        Nuestra reacción fue mirarnos a los ojos y abrazarnos en silencio. A llorar dedicaría ella muchas tardes enteras después, y a mí me llegaría al pecho el estertor de la pérdida tres meses más tarde. Pero en ese momento nos costaba trabajo hablar; entonces yo le di un beso en la frente. Era de noche y afuera lloviznaba, así que tomé la gabardina que había dejado mi padre doblada sobre la maleta. Sintiendo yo que no la llenaba, salimos a la calle, tan solos en esa ciudad tan grande.

        De vuelta a Tijuana me asaltó el siguiente cuadro en el vestidor del baño: la cachucha con visera de mi padre sobre sus pantalones deportivos y al pie del banco los tenis, uno junto al otro.

        Hubiera querido haber heredado un temperamento colérico para lanzar de una patada el conjunto de aquella visión al aire, pero no estaba en mis genes, y la flema que heredé de mi padre para estos casos me sumergió en una pétrea introspección.

        Quizá fuera mejor si al irse definitivamente, la gente que queremos se llevara también los tenis de correr y la cachucha con visera y los lentes para leer y la armónica hohner y el llavero con la inicial; y nos ahorraran la tarea de seguirlos enterrando cada vez que sus posesiones se nos atraviesan por la vida como los restos de un naufragio.

        Pasaron muchos años para que yo comprendiera el verdadero sentido que deberíamos dar a todos esos objetos que solemos llamar "pertenencias", sabiendo que no tienen más razón de ser que el valor de uso para quienes se puedan servir de ellas.

Para que siga sirviendo

        El viernes pasado fui a entrevistar a la señora Pat Erzinger en La Jolla, California, donde tiene su casa en lo alto de una colina cerca del mar. La entrevista era para documentar un reportaje sobre "La Casa de los Pobres" de las Misioneras Franciscanas de Ntra. Sra. de la Paz, en Tijuana, pues la señora Erzinger es uno de los benefactores más perseverantes con que cuenta la institución desde hace varias décadas.

        Yo ya había terminado la entrevista con las preguntas de rigor cuando le pedí que recordara alguna anécdota relacionada con la Casa de los Pobres que quisiera compartir; y así fue cómo muchos años después de la muerte de mi padre y, sin que ella lo supiera, me resolvió el conflicto que yo tenía con los objetos de los muertos.

        "Hace nueve años murió mi esposo", dijo ella, las manos en su regazo, erguido el talle esbelto. "A los pocos días fui a La Casa de los Pobres y les dejé toda la ropa de mi marido".

        Poco le duró la autosuficiencia con que se había acodado en la silla del jardín, porque entonces un brevísimo destello reveló la gota de humedad en su mirada, y ella se quedó en silencio, desviando de mí, por un momento, sus ojos de un azul que ni sus 76 años habían logrado desteñir.

        Comedidamente le obsequié un "qué bien", cuando hizo ademán de proseguir.

Y servía, servía         "A los pocos meses volví para donar unas cobijas porque se acercaba el invierno", siguió ella. "Había unos tres o cuatro hombres de semblante cansado recargados en las rejas de la Casa, donde siempre se ponen cuando van a pedir comida", dijo. "Abrí la cajuela del carro y uno de ellos se acercó para ayudarme con las cobijas. Tenía el cabello blanco y la barba también blanca, sin cortar". Tomó aliento la anciana mujer y concluyó su historia: "Llevaba puesto el abrigo de mi esposo".

        Aunque ella no dijo más, no era difícil imaginar aquella insólita conversación que se dijeron con los ojos, porque la Sra. Erzinger no habla español y aquel indigente no hablaba inglés:

        "¿Es abrigador el saco?"

        "Sí señora, el frío ya hasta se me olvidó. ¿Está llorando?"

        "No es nada, le queda muy bien".

        "Gracias".