Dar jabón al niño
Enrique Monasterio
Mundo Cristiano
Pensar por libre
Enrique Monasterio

 

Auténticos

        —Oiga, don Enrique –me preguntó un día Mercedes, que por entonces andaba con el pavo a cuestas–, las anécdotas de sus artículos ¿son todas inventadas o hay alguna verdadera?

        No era la primera vez que me acusaban de sacarme historias de la manga, pero hasta entonces mis difamadores habían sido adultos, es decir gente de poca fe y menos imaginación. Los chavales, que yo sepa, nunca desconfiaron de mí.

        —¿Crees que me lo invento todo?

        —Bueno, todo no; pero no conozco a ninguna Isabel en clase, y usted dice…

        —Lo que pasa es que les pongo un nombre falso, las cambio de curso y modifico algunos detalles. ¿No querrás que las reconozca todo Madrid?

        —A mí encantaría que me sacara con mi nombre.

        —Te daría vergüenza.

        —Qué va. Mola cantidad…

Un molesto soborno

        Tres años después, ya en la universidad, Mercedes viene a hablarme de sus padres, que acaban de separarse. Dice que está "superdeprimida", y quiere desahogarse.

        —Sigo leyendo sus artículos –empieza–, y me gustan porque se ve que no nos tiene miedo.

        —¿Y por qué iba a tenéroslo?

        —No sé; pero a algunos mayores parece que les asustamos. Usted en cambio se mete con nosotros con su mala idea de siempre, pero con cariño.

        —Así que te gusta que te ataquen.

        —Lo que me gusta es que me entiendan, y no que se pasen la vida diciéndome que soy superguay, superauténtica y tal.

        —¿Y quién te dice eso?

        —Papá y mamá. Desde el divorcio, andan siempre con el mismo rollo. Parecen políticos en campaña electoral.

        No es la primera vez que oigo esta expresión aplicada a unos padres separados que tratan de ganarse a sus hijos. Lo triste es que los chicos pocas veces resisten el chantaje: se dejan querer, y subastan su cariño al mejor postor.

Caer en la trampa

        A Clara, por ejemplo, cuando cumplió los quince años, su padre le regaló uno de esos coches diminutos que pueden conducirse sin carné. Ella lo quería rojo, pero transigió con el color marfil.

        Un día se lanzó cuesta abajo sin frenos para coger velocidad en el siguiente repecho, volcó en la curva y cayó en la cuneta. A Clara le dieron diez puntos; el coche se fue al desguace.

        —Lo siento, cariño –le dijo su padre–. Tendrás que volver a la bici.

        —Seguro que mamá me regala otro –contestó la niña–.

        Aquel año los reyes de mamá le pusieron un cochecito rojo, y los de papá otro exactamente igual. Ignoro cómo terminó el conflicto, pero conste, querida Mercedes, que esta historia también es verdadera.

A otros niveles

        Es evidente que con padres así, Clara tiene garantizada una adolescencia larga, larga, casi eterna, egoísta y melancólica, a no ser que alguna benéfica catástrofe la devuelva a la realidad. ¡Qué tiempos éstos en los que nos niños-danone han de aprender a defenderse de la dulzura pegajosa de los padres-bimbollo!

        En todo caso, dar jabón a los chavales para ganar su afecto no es sólo un vicio de progenitores en crisis. Hay también políticos, escritores y pregoneros de toda especie que parecen empeñados en glorificar, venga o no a cuento, las presuntas virtudes de la tribu:

        —La generación del 2000 –pontificaba hace poco en una tertulia radiofónica un conocido diputado– es la más sincera y auténtica de la historia.

        Supongo que Mercedes tiene razón: unos por miedo a los chavales y otros porque necesitan adormecerlos para manipularlos mejor, se ha puesto de moda narcotizar a los adolescentes a base de majaderías.

Los tópicos

        Dejémonos de bobadas: la generación del 2000 no es ni más sincera ni más auténtica ni más nada que la de 1940, pongamos por caso. Tampoco es una generación degenerada, alcohólica y libidinosa. Puestos a generalizar, que siempre es peligroso, quizá pueda afirmarse que son más altos, más guapos, más precoces y algo más inmaduros, por culpa de sus papás.

        Gracias a Dios, hay muchos chicos que no caen en la trampa y están pidiendo a gritos que les entendamos, que veamos sus virtudes y defectos, y que no tengamos miedo a hablarles con claridad; que les exijamos como a adultos…, incluso con mala idea, como dice Mercedes.

        —Tampoco se pase. Además no me llamo Mercedes.