"Tenemos que hablar":
¿siempre presagio de tragedia?

Joseluís García www.PiensaUnPoco.com

Un mal presagio         “Tenemos que hablar”, paradójicamente, suele ser una frase terrible. Cuando alguien nos la dirige, pensamos lo peor. Es ese tipo de expresiones que dirige el jefe al empleado, el socio de la empresa a su colega, el marido a la mujer o la mujer al marido, el padre a su hijo o viceversa, el médico conocido a la familia del enfermo...

        En teoría no tendría que tener ninguna connotación negativa, si no todo lo contrario. Hablar es lo más propio de la persona. Es algo que debería ser habitual y básico. Pero a pesar de esto, la expresión de marras siempre la recibimos como presagio de lo peor: el jefe me despedirá, mi hijo se irá de casa, mi mujer me deja, tendré un cáncer y me quedan pocos días de vida, la profesora me a va suspender, mi hija soltera se ha quedado embarazada... o que vuelve al hogar después de un reciente matrimonio. “Tenemos que hablar” suele afectarnos como dura sacudida y parece el preámbulo de una noticia poco halagüeña.

Tan real como sin fundamento

        Lo refleja muy bien Fernando León en “Lunes al sol”, la película que ha obtenido la Concha de Oro en el Festival de Cine donostiarra. Uno de sus personajes, un jubilado que raya los cincuenta, y cuya mujer trabaja por las noches en una fábrica de conservas, tiene razones para sospechar que ella coquetea con otro. Se teme lo peor y si la pierde a ella su vida está acabada. Se lo cuenta a un amigo que con desparpajo le aconseja: “Pues no te quedes con la duda, pregúntale a tu mujer y punto. Habla, que hablando se entiende la gente y sabrás a qué atenerte”. Pero hablar se le hace un mundo... En éstas están cuando llegan a la puerta de su casa, justo en el momento en que su mujer sale camino del trabajo. “Te he estado esperando –le dice ella–. Hay cosas que no marchan bien entre nosotros dos: tenemos que hablar”. Su deprimido esposo queda aterrado y le dice a su amigo: “lo ves. Lo que yo decía. Ha dicho que “tenemos que hablar”... todo está perdido”.

        Este ejemplo fílmico refleja atinadamente una escena muy habitual en las relaciones sociales. Puede dar la impresión de que en la vida sucede lo contrario y que el mundo está abarrotado de seres que hablan por los codos. Pero una visión más reposada puede advertirnos de que muchos solamente son frívolos charlatanes. Se ocupan de lo epidérmico o se escuchan a sí mismos o nunca atienden las razones ajenas. Además, en tantas ocasiones, los temas son banales, se habla de “cosas” o de “asuntos” que afectan poco a la vida personal, salvo los pródigos casos de murmuración, esa invectiva hipócrita que enjuicia a los demás a sus espaldas y que da lugar a un infinito comadreo.

Porque hubo demasiado silencio

        De este modo se hurta a la conversación cotidiana ese amable fluir de razones y emociones personales que afectan solo a los que hablan, que les enriquece como personas y donde todos ganan en conocimiento y amor mutuo. Es el espacio solemne en el que se despliega –sin miradas bastardas– la sacrosanta intimidad de pensamiento y corazones. Por esto mismo resulta dramático constatar que lo que más cuesta a los hombres es enfrentarse con serenidad y valentía al corazón y a las palabras de otro ser humano; en la mayor parte de los casos, aquél con el que más cosas de valor comparte y al que le unen lazos profundos que se estrecharon con ardor y esfuerzo.

        Si la expresión “tenemos que hablar” tiene trazas de amargura es porque tras ella se encuentran a veces décadas de silencio y un baúl de recelos, sospechas y rencores, mascullados día a día, segundo a segundo. De este modo, el “tenemos que hablar” es solo la cita del momento en que se hará pública la ruptura. Se dice precisamente cuando “ya no hay nada de qué hablar”. Es el punto final, que precede a la manifestación escueta y generalmente hosca en los modales de una crisis provocada por el amargo silencio de los años.

Que sea lo cotidiano

        Es bueno reflexionar sobre el asunto. “Tenemos que hablar” y mucho a diario, sobre ti, sobre mí, sobre los nuestros, para llorar tus penas y cantar tus alegrías, para llevar juntos la pesada o la ligera carga de la vida. Tenemos que hablar de los aspectos que nos separan, de las muchas cosas que nos unen, del amor que tememos perder, de aquello que me disgusta de ti o de aquello que tanto me agrada. El amor hay que cantarlo y repetirlo y los recelos deben fluir en conversación serena, enamorada, amable, siempre prontos a recibir las muestras de perdón que el otro nos brinda. Todo los días deberíamos hacer limpia de rencores y enviarlos a la papelera de reciclaje sin billete de vuelta. Tenemos que hablar todos los días, sin ocultarnos tras el parapeto de los “problemas profesionales”, la televisión, el periódico, el ordenador, los cascos aisladores o los móviles que nos permiten hablar con todo el mundo, menos con la persona que tenemos al lado. ¡Cuánto cuesta mirar y hablar al ser humano vivo que tenemos delante!

        Tenemos que hablar, y mucho, todos los días. Cuando se habla a diario, los escombros de las disensiones no se acumulan y pasan los años y se evita casi siempre ese trágico “Tenemos que hablar”, generalmente para decirnos las últimas palabras.