Lo peor de la pena de muerte Jesús Sanz Rioja. 2.10.02
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Ni el peor asesino lo merece | Hemos hablado aquí algunas veces de
la pena de muerte como algo superado e innecesario, pero acto de justicia
al fin y al cabo, para nada equiparable a actos gratuitos de homicidio
como el aborto y la eutanasia. Lo que la hace repulsiva, sin embargo,
son algunos usos que suelen rodearla. Tiene mucha razón Claudio
Magris, en su reciente y jugoso artículo Crimen y castigo
(quizá), cuando afirma que el brutal uso vigente en
Estados Unidos de hacer que asistan a la ejecución de un asesino
los parientes de su víctima es una barbarie sin nombre, que transforma
la ejecución de una sentencia en una arcaica venganza tribal.
Si algo nos ha sacado de quicio en tantas películas sobre ejecuciones
es, más que la muerte en sí del reo, el ver cómo
se envilecen los familiares de las víctimas presenciando el acto,
sin darse cuenta ellos quizá de su propio envilecimiento. Contemplar
la muerte a sangre fría de una persona, por mucho que lo haya merecido,
es una humillación añadida que, esa sí, no merece
nadie aunque se trate del más despiadado de los asesinos, porque
incluso éste sigue conservando su dignidad de ser humano. Hacer
contemplar su muerte es como exhibirlo en su desnudez, obligarlo a prostituirse
de alguna manera. Siempre recordaré la escena final de una famosa
teleserie, donde el malo sostenía con frialdad la mirada
de su enemigo tras hacerle asesinar por unos sicarios. No puedo evitar
recordarlo cada vez que se repite la escena en una cámara de gas
o en un patíbulo.
Admiramos a los Estados Unidos por sus conquistas en el terreno de las libertades individuales y los derechos civiles. Los admiraremos aún más cuando hayan superado del todo ciertos resabios de la ley de Lynch. |