«Sin heterosexualidad no hay matrimonio»
El profesor de teología moral en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz comenta en esta entrevista los motivos de la oposición de la Iglesia española a la nueva ley sobre el matrimonio en España.
Monseñor Rodríguez Luño, español, ha enseñado ética durante muchos años en Roma. Actualmente forma parte de la Academia Pontificia para la Vida y es consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

ROMA, sábado, 21 mayo 2005 (ZENIT.org)
 


¿Qué es lo que preocupa más de esta ley acerca del matrimonio aprobada en el Congreso de los Diputados de España?

        El proyecto de ley modifica el Código Civil en lo que se refiere a los requisitos para contraer matrimonio. Al Artículo 44, que dice: «El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio conforme a las disposiciones de este Código», se añade como segundo párrafo la siguiente norma: «El matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos cuando ambos contrayentes sean del mismo o diferente sexo». Se procede después a la adaptación terminológica de todos los artículos del Código Civil y de la Ley del 8 de junio de 1957, sobre el Registro Civil, que contienen referencias explícitas al marido y a la mujer, que se sustituyen por la mención a los cónyuges o a los consortes. Una vez que este proyecto pase a ser ley, el significado de la expresión «cónyuge» o «consorte» en el derecho español será el de persona casada con otra, con independencia de que ambas sean del mismo o de distinto sexo.

        Mediante estos cambios se destruye en su más íntima esencia el matrimonio, que desaparece del ordenamiento jurídico español. En España hay y continuará habiendo matrimonios de facto, pero de iure matrimonio ha sido suprimido. Esto es lo más grave y preocupante de la reforma del Código Civil que está en curso de aprobación.

¿Podría explicar lo que acaba de decir, pues la idea difundida por los promotores de esta ley es más bien que se trata de ampliar el derecho a contraer matrimonio?

        En la «Exposición de Motivos» se explica que nuestro Código Civil es de 1889, y que tiene su origen en el Código Civil francés de 1804, y añade tendenciosa y falsamente que ambos regularon el derecho a contraer matrimonio «reflejando la mentalidad dominante», mentalidad que hoy habría evolucionado hasta admitir el matrimonio entre personas del mismo sexo.

        No es verdad que, en el punto a que nos referimos, esos textos legales se limitasen a reflejar los modelos dominantes en las sociedades occidentales de la época. Tanto en las sociedades occidentales como en las orientales el matrimonio ha conocido diversas regulaciones jurídicas. En algunas culturas muy primitivas se practicó la poliandria; en otras se acepta todavía hoy la poligamia. Algunos estudiosos del siglo XIX (J.F. McLennan, L. Morgan, etc.) hablaron de la existencia en algunos pueblos de matrimonios de grupo, pero esa tesis ha sido abandonada.

        En todo caso, nunca se ha discutido que la heterosexualidad pertenece a la esencia del matrimonio. Las prácticas homosexuales, masculinas o femeninas, si las había, eran consideradas como una realidad de otro orden que nada tiene que ver con el matrimonio.

        Es convicción universal, en el espacio y en el tiempo, que sin heterosexualidad no hay matrimonio. El proyecto de ley que se está discutiendo ahora no puede ser calificado de evolución. En realidad opera una ruptura completa con una tradición universal tan antigua como el género humano, violentando rasgos y diferencias antropológicas de carácter pre-político sobre las que el legislador no tiene poder alguno.

        Es como si hubiésemos de aceptar que mediante una votación de nuestro Parlamento el planeta Tierra puede dejar de ser redondo para pasar a ser cuadrado.

¿No cabría admitir que el legislador, en virtud del consenso democrático que representa, puede cambiar el significado de la palabra «matrimonio», o ampliar su significado de modo que comprenda también nuevos tipos de relaciones jurídicas?

        Por muy nominalistas que seamos, y quizá lo somos bastante, aquí el problema no es de palabras, sino de que se va a tratar de modo violento y gravemente injusto una realidad que existe y seguirá existiendo, y que designamos con la palabra «matrimonio».

        Cuando el Código Civil afirma que «el matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos cuando ambos contrayentes sean del mismo o de diferente sexo», se está diciendo que para el ordenamiento jurídico español (y con él, para el Estado) no existe absolutamente ninguna diferencia, ni siquiera mínima, entre la unión matrimonial de la que he nacido yo, usted y los que ahora leen estas reflexiones, y la unión por motivos afectivos o de otro orden entre dos varones o entre dos mujeres. No existiría diferencia entre esos dos tipos de uniones en ningún orden: biológico, antropológico, jurídico, social, ético, etc. Esto es tan falso como injusto.

        Entre otras cosas, esta especie de eliminación despótica de diferencias antropológicas esenciales, hace desaparecer la razón por la que todas las grandes culturas del mundo han dado al matrimonio un reconocimiento institucional específico.

        La relevancia pública del matrimonio no se funda en que sea una cierta forma de amistad o de comunicación afectiva o sexual, sino en su condición de estado de vida estable que, por su propia estructura heterosexual, propiedades y finalidad, aceptadas libremente por el marido y la mujer, pero no establecidas por ellos, desempeña una función esencial y multiforme en favor del bien común: orden de las generaciones, supervivencia de la sociedad, educación y socialización de los hijos, etc.

        Esta función social de relevancia jurídica pública no la desempeñan, ni siquiera de forma aproximada, los diversos tipos de unión que pueden darse entre personas del mismo sexo.

La Iglesia ha recordado que su oposición a la ley no es una oposición a los homosexuales. ¿Qué piensa usted?

        Yo no puedo erigirme en intérprete autorizado de la posición expresada por el Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal Española, que por otra parte es tan clara que no necesita comentarios.

        Mi opinión es que, efectivamente, en esa posición no hay nada contra quienes se declaran homosexuales. La Iglesia ha manifestado su oposición a un proyecto de ley en el que no se habla de homosexuales, sino de matrimonio entre personas del mismo sexo, a las cuales no se exige el requisito de declararse homosexuales.

        Dos estudiantes varones que comparten un apartamento, a los que por motivos económicos les interesarse casarse, podrían hacerlo. Cuando acaben los estudios o se harten de compartir el apartamento, se acogen a la nueva ley sobre el divorcio rápido y ya está.

        La combinación de la reforma del derecho a contraer matrimonio y de la nueva disciplina sobre el divorcio dará lugar a abusos fácilmente imaginables (por ejemplo, para facilitar la adquisición de la nacionalidad española, o del permiso de residencia, etc.).

        Me parece oportuna otra consideración. Nadie considera injusta discriminación que quien no ha hecho los estudios de medicina no pueda ser contratado como médico en una clínica. Por la misma razón no es injusta discriminación que quien no puede o no desea mantener una relación heterosexual no sea admitido a una relación jurídica a cuya esencia pertenece la heterosexualidad.

        Puede vivir libremente como quiera y con quien quiera, recurriendo al derecho común para obtener la tutela de las situaciones jurídicas de interés recíproco. Si en algún caso fuese necesario, ciertas instituciones de derecho privado, de naturaleza sucesoria, económica, asistencial, etc., se pueden hacer más flexibles, con el fin de evitar toda forma de discriminación injusta, que siempre es un mal.

        Pero este mal, si todavía existiese, no se puede querer eliminar produciendo un mal todavía mayor, como es la destrucción jurídica del matrimonio.

        Por otra parte, ligar la dignidad de un colectivo social a la producción de un imposible jurídico, como es el matrimonio entre personas del mismo sexo, parece una pretensión insensata. Sólo la ofuscación ideológica podría explicarla.

¿Piensa usted que la prensa española ha puesto de relieve los puntos clave del problema que se está debatiendo a propósito del matrimonio?

        Es difícil generalizar. Yo he leído artículos de opinión muy equilibrados. Pero con mucha frecuencia me parece que el tratamiento de la cuestión está algo desenfocado. Se quiere hacer ver que todo es una cuestión de discriminación, de ampliación de derechos, de estar a la altura de los tiempos que corren, de extrapolación de juicios éticos al campo político de un Estado no confesional, etc. Cuando leo este tipo de razonamientos, tengo la sensación de que me tratan como si fuese un niño pequeño.

        Se puede y se debe evitar toda discriminación sin que para ello haya que destruir la naturaleza jurídica de los millones de matrimonios que hay en España. El Estado puede y debe promover la igualdad y la libertad, pero su poder legislativo está limitado por estructuras biológicas, psicológicas, antropológicas y sociales que no tienen una fecha de caducidad como la de las medicinas.

        El Estado haría muy bien en conceder beneficios económicos y fiscales, por ejemplo, a hermanos solteros ancianos, del mismo o de diverso sexo, que viven juntos, y que se prestan una ayuda importantísima para el desarrollo de su vida y de su personalidad, ahorrando además al Estado muchos gastos de orden asistencial; pero para ello no hace falta considerarlos como matrimonio.

        Si de lo que en cambio se trata es de llevar adelante una operación ideológica o electoral mediante la instrumentalización del ordenamiento jurídico español y de sus instituciones, e ignorando irresponsablemente el daño que se va a causar, se trata entonces de un proyecto contra el que hay que ejercer todas las formas éticamente lícitas de oposición, entre las que está sin duda alguna la objeción de conciencia.

        Repito que el problema no es la forma de vida elegida por una restringida categoría de personas, desde luego mucho más restringida de lo que se suele decir. El problema es el tratamiento jurídico que se va a dar al verdadero matrimonio de la gran mayoría de los ciudadanos españoles.

        Por lo que les afecta a ellos, y no por lo que hagan o dejen de hacer los que se declaran homosexuales, es razonable que esta gran mayoría de ciudadanos se oponga con firmeza a la reforma que se quiere introducir.

        Otro problema muy grave es el de la adopción. No queda tiempo para detenerme en él. Pero los lectores pueden consultar la amplia bibliografía existente sobre ese problema en la literatura psicológica especializada. Para indicar sólo uno de los problemas que se pueden presentar, invito a tomar conocimiento de las ideas presentadas en un artículo de J.A. Nelson, «Intergenerational Sexual Contact: A Continuum Model of Participants and Experience», «Journal of Sex Education and Therapy» 15 (1989) 3-12.