Un matrimonio feliz y para siempre I
Tomás Melendo Granados
Catedrático de Filosofía (Metafísica)
 

        En artículos como «Diez principios y una clave para educar correctamente», «Educar al niño y al adolescente: principios básicos» y «Nuevas sugerencias para una sana educación» he ofrecido algunas ideas para facilitar la educación de los hijos.

        En casi ningún momento descendí a problemas concretos y de especialistas, porque estimo que no es esa la función de estos escritos. Ahora, en la misma línea, querría comenzar un conjunto de ensayos breves dirigidos a los padres o, mejor todavía, a los cónyuges.

        No cambia con ello la orientación de fondo, porque es bien sabido que la formación de los hijos deriva de manera directísima y principal del modo de relacionarse los padres entre sí: como explico con frecuencia, «la calidad del amor y de las relaciones en el seno de cualquier familia depende fundamental y casi exclusivamente del amor recíproco entre los cónyuges».

        Pero sí que se modifica el destinatario directo de estas líneas. Hasta hoy se trataba de ayudar a que los niños y jóvenes crezcan y se desarrollen como personas; a partir de este momento, y en la medida de mis posibilidades, el propósito es ofrecer ese mismo auxilio a los padres de familia, pero justo en cuanto marido y mujer.

I. Cultivar el matrimonio

        — La clave de las claves. Todo lo que voy a exponer conviene leerlo a la luz de este principio básico: ¡el matrimonio ha de ser cultivado!

        ¿Cómo? Con la paciencia, premura, atención y mimo de un buen jardinero. Como las plantas: ¡estará vivo si crece! No se puede conservar por mucho tiempo en un congelador o en una campana de vidrio (¿pueden compaginarse el amor con «la frialdad» o el «aislamiento incomunicado y aséptico»?). Como todo lo vivo, el amor O crece o muere o, en el mejor de los casos, está a punto de momificarse.

        «Conservar» el amor, simplemente «conservarlo», es una tarea vana… que equivale a darle muerte: lo vivo no admite «conservación»; es preciso nutrirlo para que despliegue progresivamente todas sus posibilidades.

        En cierto tono de broma comento a veces que ningún ser vivo puede permanecer inmóvil, que natural e inevitablemente tiende a desarrollarse y crecer… si recibe el alimento oportuno. Solo los japoneses tienen la paciencia para conservar en un aparente y forzado estadio primerizo sus famosos bonsáis; pero si quisiéramos hacer algo similar con nuestro matrimonio, lo convertiríamos en una caricatura, incapaz de sobrevivir.

        Benavente afirmaba que el amor, todo amor pero especialmente el de varón y mujer, «tiene que ir a la escuela»: es preciso aprender poco a poco, durante toda la vida, a amar al otro cónyuge… de la forma precisa y particularísima en que él (¡y no yo, cada uno de nosotros!) necesita ser amado.

        Y, concretando más, Balzac escribió: «El matrimonio debe luchar sin tregua contra un monstruo que todo lo devora: la costumbre». Su enemigo más insidioso es la rutina: perder el deseo de la creatividad originaria; porque entonces el amor acabará por enfriarse y perecer tristemente.

        A veces se trata de un proceso lento, casi imperceptible en los inicios, y cuyas consecuencias sólo se advierten cuando la degradación se estima ya irreparable, aunque en realidad no lo sea: como la planta a la que se ha dejado de regar y que durante cierto tiempo parece mantener su lozanía, para de pronto, sin motivo inmediato aparente, marchitarse de forma definitiva.

        — Lo más importante. ¿Quieres evitar esta desagradable trayectoria? He aquí el precepto infalible: que, durante toda la vida, momento tras momento y circunstancia tras circunstancia, tu cónyuge sea para ti lo más importante. Más que los caprichos y las aficiones, cómo es lógico. Pero también, con lucha o sin ella, más que la profesión e incluso, si esta contraposición pudiera establecerse —que no puede—, más que los propios hijos… que son los primeros beneficiados de vuestro amor mutuo.

        En consecuencia, cada uno de los cónyuges ha de buscar el modo de granjearse minuto a minuto el amor del otro, «obsesionarse» con hacerlo feliz: «conquistar» a su mujer, si se trata de los varones, y «seducirlo» día tras día —con toda la carga de este término— si se trata de las esposas.

        Cada noche uno y otra tienen que responder con un sí sincero a las siguientes preguntas: ¿he dedicado hoy expresamente un tiempo, unos segundos al menos, para ver cómo podía darle una sorpresa o una alegría concreta a mi marido o a mi mujer?; ¿he puesto los medios para hacer vida ese propósito?

        Pues, en verdad, el cariño no se alimenta con la simple inercia o el paso del tiempo; hay que nutrirlo con multitud de menudos gestos y atenciones, con una sonrisa y también con un poco —¡o un mucho!— de picardía: evitando todo lo que se intuye o se sabe por experiencia que al otro le desagrada, aunque fuera en sí mismo una nadería, y buscando por el contrario cuanto puede alegrarlo.

        Como recuerda un autor norteamericano, «los matrimonios felices están basados en una profunda amistad. Los cónyuges se conocen íntimamente, conocen los gustos, la personalidad, las esperanzas y sueños de su pareja. Muestran gran consideración el uno por el otro y expresan su amor no sólo con grandes gestos, sino con pequeños detalles cotidianos».

        Pero nada de ello se consigue sin esfuerzo. De acuerdo con la atinada comparación de Masson, «el amor [sentimental] es un arpa eolia que suena espontáneamente; el matrimonio, un armonio que no suena sino a fuerza de pedalear»… aunque el resultado de tal «pedaleo» sea el de una felicidad indescriptible, que nadie es capaz de imaginar… hasta que hace la prueba.

        — Estar en los detalles. No olvidemos lo que sostenía von Ebner-Eschenbach: «el amor vence a la muerte; pero, a veces, una mala costumbre sin importancia vence al amor».

        Un ejemplo mínimo, pero que al término puede resultar relevante: la puntualidad. ¡Cuántas veces el marido sufre o incluso desearía renunciar a salir porque la esposa no está lista con la antelación suficiente para llegar en punto a una cita! O viceversa, ¡cuántas el retraso es causado por el marido, que se entretiene más de lo previsto en la resolución de cuestiones profesionales que muy bien pudieran e incluso debieran aguardar hasta el día siguiente!

        Algo similar sucede con la hora del retorno a casa. Es fácil caer en la tentación de prolongar el momento final del trabajo, por comodidad o por miedo ante las exigencias que se encontrarán a la vuelta al hogar, ante los problemas que plantean los hijos o el otro cónyuge. En tales circunstancias ¿cómo pretender que el que se ha esforzado por llegar a su hora, tras una espera al principio ilusionada con el deseo de abrazar al otro, no se vaya desalentando o incluso enfadando conforme avanzan las manecillas del reloj y resulte incapaz cuando por fin viene de acogerlo con una sonrisa? En ocasiones tiene lugar un imprevisto urgente, es cierto; pero ¡cuántas otras el retraso se debe a un capricho, al desorden, a la pereza o en definitiva al egoísmo y falta de delicadeza con el otro componente del matrimonio!

        Cosa que asimismo ocurre cuando marido o mujer conceden un interés desmesurado a los asuntos profesionales o a las relaciones de amistad que de ellos surgen y descuidan la atención debida a su cónyuge, elaborando con excesiva frecuencia los propios planes al margen de él.

        También en la vida íntima de la pareja las pequeñas atenciones y la ternura gozan de una importancia decisiva. Cuando faltan, el acto conyugal acaba por trivializarse, hasta reducirse a mera satisfacción de un impulso casi inhumano. Como sabemos, el lenguaje del cuerpo debe comprometer a la persona entera y tornarse «diálogo personal de los cuerpos»: una sinfonía que interpreta la persona toda tomando como instrumento sus dimensiones corpóreas.

        Por eso, el cortejo y la ternura que conducen al trato íntimo no deben reducirse ni a los días ni a los momentos en que desean tenerse, sino que han de impregnar, de cariño y de atenciones, la vida entera en común de los componentes del matrimonio… en todos sus aspectos.

        La mujer no deberá abandonarse, sino cultivar el propio atractivo y la elegancia. Como dice el conocido refrán, refiriéndose al arreglo y aderezo femeninos, «la mujer compuesta saca al hombre de otra puerta». Por su parte, el marido —además de procurar también mostrarse elegante en todo momento, de acuerdo con las circunstancias— puede comenzar a ser infiel con sólo dejarse absorber excesivamente por la profesión, acumulando todo el peso de la casa y de los hijos sobre los hombros de su esposa.

        — Todos responsables. Y aquí una puntualización se torna imprescindible. Suele afirmarse con verdad que el amor es cosa de dos; y también el matrimonio; y también las obligaciones familiares de todo tipo, especialmente lo relativo a la educación de los hijos… pero ¡incluido el cuidado del hogar!

        Resulta bastante claro que el modo de distribuir las tareas domésticas depende de multitud de circunstancias, que sería inútil tratar de encorsetar con fórmulas fijas e inamovibles, de forma que lo que es competencia de uno se queda sin hacer si él o ella no lo llevan a cabo o, lo que es peor todavía, a la presunta «falta de responsabilidad» de quien «abandona» sus cometidos le responde el otro omitiendo asimismo los suyos. Eso equivaldría a introducir dentro del matrimonio la «lógica del intercambio mercantilista», que es lo más opuesto a la gratuidad del amor.

        También es patente que la mujer —esposa y madre— constituye en cierto modo el corazón de toda unión familiar, la que da el tono y el calor a la vida de familia. ¡Pero no de manera exclusiva, ni mucho menos! El orden en la casa, la limpieza, el arreglo de los desperfectos… compete con igual obligación que a la mujer al marido y, en su caso, a cada uno de los hijos, aunque para ello tengan que torcer un tanto sus inclinaciones espontáneas y adecuar su modo de ser y sus intereses a aquellos de quien más quieren.

        Repito que esto no implica una concreta disposición ni asignación de las tareas del hogar, ni mucho menos un tanto por ciento, fijo y a priori, de participación en esos menesteres. Y añado que la coyuntura en que se encuentre cada mujer —su trabajo también fuera de la casa, entre los elementos más relevantes—, junto con la idiosincrasia característica y exclusiva de cada uno de los componentes de cada uno de los matrimonios, posee un peso determinante a la hora de plantear este asunto.

        Pero el principio ha de quedar claro: considerando la cuestión desde su raíz, el deber de conservar la propia casa en las mejores condiciones para fomentar una convivencia armoniosa, pacífica y reparadora corresponde por igual no sólo a los dos cónyuges, sino, en proporción a su edad y posibilidades, a todos los miembros de la familia.

        Por eso, cuando alguno de los componentes deje de cumplir sus «obligaciones», la respuesta inicial de los otros será la de suplirlo, dando por supuesto que se habrá visto impedido de llevarlas a cabo. Y solo cuando la situación se repita, con el tacto y la delicadeza oportunos, habrá que hacerle caer en la cuenta que de ese modo no contribuye a la concordia y la felicidad del hogar.