II.
Consejos para ambos cónyuges
1. El amor conyugal
no es una simple pasión, ni un mero sentimiento
ni un
enjambre más o menos rumoroso de ellos.
Aunque tales
emociones a menudo lo acompañen y sea bueno que así
ocurra, el verdadero amor entre los cónyuges es una donación
total, definitiva y excluyente, fruto de un acto de libertad, de una
determinada y libérrima determinación de la voluntad,
que se decide de manera irrevocable a querer al otro de por vida.
Como consecuencia,
ser fieles significa renovar el propio «sí»
también ¡y sobre todo! cuando en ocasiones
nos resultara costoso.
2. Como antes apuntaba,
al cónyuge hay que volverlo a enamorar cada jornada, sin olvidar
que la boda no es sino el sillar de un grandioso edificio, que deben
levantar y embellecer piedra a piedra, desvelo tras desvelo, alegría
con alegría, entre los dos.
Si en el momento
de la boda no se inaugurara una gran aventura, la mejor y mayor aventura
de la vida humana, consistente en hacer crecer el amor y de este modo
¡amando yo más! ser muy felices,
¿tendría
sentido casarse?
3. El amor se nutre
de minúsculos gestos y atenciones. Evita, pues, las pequeñas
menudencias que molestan al otro cónyuge y busca, por el contrario,
cuanto le satisface.
Si te sientes
incapaz de hacer grandes cosas por él o por ella, no te preocupes
ni te empeñes en buscarlas. Como en el resto de la vida humana,
la clave del éxito no se encuentra en esa magnas gestas a menudo
solo imaginarias, sino en el diminuto pero constante detalle de cada
instante.
4. Al casarte, has
aceptado libremente a tu consorte tal como es, con sus límites
y defectos; pero esto no significa renunciar a ayudarle con amabilidad,
tino y un poco de picardía a que mejore
queriéndolo
cada vez más: lo decisivo es «soportar», en el
sentido de ofrecer un apoyo incondicional y seguro, y no «soportar»,
en la acepción de aguantar sufridamente los presuntos defectos
y manías del otro.
5. No te dejes absorber
de tal manera por el trabajo, las relaciones sociales, las aficiones
que acabes por no encontrar tiempo para estar a solas y en las mejores
situaciones con tu cónyuge (y para dedicar también tu
atención al hogar y al resto de la familia).
6. Toma las decisiones
familiares de común acuerdo con el otro componente del matrimonio,
esforzándote por escucharlo e intentar comprender sus razones
(la clave de la comunicación no reside en ser un buen «charlatán»,
sino, si se me permite la expresión que empleaba un conocido
mío, un excelente «escuchatán»: ¡qué
gran amigo aquel que simplemente sabe oírnos con atención!).
Y, en el caso
de que, al no llegar a un acuerdo, hayas seguido su criterio, no se
lo eches en cara si, por casualidad, de ahí se derivara algún
inconveniente. Una vez tomada la decisión, tras sopesarla convenientemente,
es exactamente igual de aquel que tomó la iniciativa como del
que demostró la suficiente confianza para seguirla.
7. Respeta la razonable
autonomía y libertad de tu consorte, reconociendo, por ejemplo,
su derecho a cultivar un interés personal, a atender y fomentar
sus amistades, su vida de relación con Dios, sus sanas aficiones
sabiendo que, entonces, él o ella se esforzarán por
no descuidar el cuidado y el mimo que tú mereces.
No te dejes arrastrar
por los celos, que son ante todo una demostración de desconfianza
hacia tu cónyuge
y que podrían dar origen a aquello
mismo de lo que intentan defenderse o que pretenden evitar.
8. La alegría
y el buen humor son como el lubricante imprescindible para que la
vida de familia discurra sin fricciones ni atascos, que podrían
minar la armonía entre sus miembros. Dentro de este contexto
se advierte toda la importancia de los momentos de fiesta, auténticos
motores del contento y la algazara familiares.
Procura, entonces,
que algún detalle material, modesto pero atractivo en
la comida, por ejemplo, o en la decoración del hogar,
encarne y dé cuerpo al ambiente jubiloso del espíritu,
cuando la fecha así lo reclame
o cuando lo estimes conveniente,
aunque no exista «ningún motivo» para hacerlo
excepto el amor que tienes a tu familia.
9. Con todo el cariño
del mundo, mantén en su lugar a tus padres, sin permitirles
que se entrometan imprudentemente en vuestros asuntos. En ocasiones
y sobre todo al principio será oportuno pedir ayuda,
pero recuerda que cuando las reglas de juego están claras resulta
más fácil conservar la armonía.
10. No tengas demasiado
miedo a discutir, pero aprende a reconciliarte enseguida siguiendo
el «decálogo del buen discutidor», que tal vez
exponga en otro artículo.
E incluso esfuérzate
sólo es difícil las primeras veces en sacar
provecho de esas trifulcas, reconciliándote lo más pronto
posible con un acto de amor, manifestado por un jugoso abrazo, de
mayor intensidad que los que existían antes del enfado.
Si procuras que
las discusiones se produzcan muy de tarde en tarde, acabarás
por comprobar lo que aseguraba un santo sacerdote de nuestro tiempo:
que vale la pena reñir alguna que otra vez sólo para
después poder hacer maravillosamente las paces.
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