Longevidad y Familia Numerosa

José Luis Olaizola www.iglesia.org

La necesidad no nos deja

        Cada día me cuesta más envejecer, y a mi mujer no digamos. Nos cuesta porque no nos deja nuestra numerosa prole. A nosotros nos encantaría ser un matrimonio que, llegada la edad senatorial, se pasea al sol en invierno y a la sombra en verano, y que en la temporada baja se permite el lujo de pasarse quince días en las islas Canarias. Pero con una familia tan numerosa no queda más remedio que retrasar el envejecimiento todo lo que se pueda.

        No se trata de una peculiaridad nuestra; según leo en una de esas revistas que cuentan cosas raras, las tres personas más ancianas del mundo son tres mujeres que han tenido de doce hijos para arriba y una infinidad de nietos. La más anciana de todas parece ser que es una mexicana, a la que se le calculan unos ciento veinte años, que en cada cumpleaños es entrevistada por la prensa para que cuente la impresión que le ha producido el cumplir un año más. Este año, un periodista, supongo que aburrido de preguntarle siempre lo mismo, le dijo: «Oiga, ¿pero es que usted no piensa morirse nunca?» «No puedo -se excusó la mujer humildemente-; ahora tengo un bisnieto con problemas que me necesita mucho.»

El hombre hace menos falta

        Es sobradamente conocido que la vida media de la mujer supera a la del hombre en media docena de años. Hasta hace poco, los malpensados lo atribuían a que las mujeres se dan mejor vida y por eso les dura más; pero la sociología moderna ha demostrado que duran más porque son más necesarias. El hombre resulta de cierta utilidad durante un determinado período de su vida; la mujer, siempre.

        Ciñéndonos al caso que nos ocupa, que es el nuestro, la situación es la siguiente: mis hijos varones, ya hombres hechos y derechos, hace un montón de años que no me consultan sobre lo que deben hacer en su trabajo profesional. Por contra, es impensable que mis hijas tomen decisiones sin consultarlas previamente con su madre. Excepto preguntarle con quién deben de casarse, que eso lo hacen con quien les da la gana, el resto pasa por el tamiz materno: desde si van a dar a luz con epidural, hasta el color de los baldosines del nuevo cuarto de baño.

Descendiendo al caso concreto         Cuando digo todo, es todo y con carácter exclusivo. Por ejemplo, telefonea una de mis hijas casadas y tomo yo la llamada: «Hola, papá, ¿está mamá?» «No, hija, ha salido. ¿Querías algo?» Respuesta: «Sí, quería consultarle una cosa.» «¿Y no puedo ayudar yo?», me ofrezco amablemente. La voz al otro lado de la línea vacila, para acabar diciendo: «No, tú no lo vas a saber. Llamaré más tarde.» Reconocerán ustedes que es duro llegar a mi edad sin que se me conceda la oportunidad de poder evacuar una consulta a mis hijas. Con la cantidad de cosas que sé, nunca sé lo que ellas necesitan saber. También es mala suerte.
Con una panadería debajo del brazo         Una recientísima llamada telefónica de una lectora de Telva me confirma la teoría que estoy formulando sobre que la longevidad de las personas está en relación directa con su imprescindibilidad. Se trata de una señora de Dos Hermanas, Sevilla, que me llama para decirme que ha hablado con mi hija Lourdes -la que ha adoptado un niño colombiano- y que había iniciado la tramitación para adoptar tres niñas de la India. «¿Tres de una vez?», no puedo por menos de asombrarme. «Sí -me contesta-; es preferible tenerlos seguidos. Es mi experiencia; he tenido doce hijos, pero ya están todos criados.» Como es natural, me hago repetir la cifra, y confirmado lo de los doce hijos, no me queda más remedio que descararme un tanto y preguntarle: «Perdóname, ¿pero es que tú eres rica por tu casa?» «¡En absoluto! -se franquea la encantadora criatura-. Mi marido es ingeniero agrónomo, funcionario del Ministerio, y siempre hemos vivido de su sueldo. Bien es cierto que cada hijo vino con un pan debajo del brazo, excepto el último, que llegó con una panadería.» «¿Qué clase de panadería?», pregunto cauteloso. «Se murió una tía que nos dejó herederos. Por eso me he decidido a adoptar esas tres niñas.» Tardo en reaccionar y termino por descararme del todo: «Por favor, ¿cuántos años tienes?» «Cincuenta -me contesta-, pero por la calle no me echan más de treinta y cinco.» ¿Qué se puede hacer ante un caso así? Pues lo que yo hice: pedirle una foto, a ser posible dedicada.
A Dios gracias

        Estas llamadas, que yo califico de gozosas, las suelo comentar en familia, y alguna de mis hijas, de las que todavía andan peleando para que el niño se tome todo el biberón, me dice:

        —¿No estará un poco loca esa señora?

        —A Dios gracias, hija; a Dios gracias.

        Porque son locuras que le reconcilian a uno con la vida, máxime cuando esa vida puede ser larga como consecuencia de mi condición de marido consorte, de una mujer que tiene que estar evacuando constantemente consultas de sus hijas y nietas.