¿La familia? mal, gracias

¿No será que exigimos a los demás el respeto, al mismo tiempo que proclamamos nuestro egoísmo con los que tenemos más cerca? Urge que el liderazgo que se supone en los cargos públicos vea que tenemos a la familia enferma de gravedad.

Autor: José Pérez Adán
Profesor de Sociología en la Universidad de Valencia, España
Fuente: Mujer Nueva

Ellos no pagan aunque no queramos         La violencia doméstica es solo uno de los síntomas del deterioro de la vida familiar en nuestro país. Las principales víctimas de la violencia en las casas son los niños, aunque los gritos, las peleas y las bofetadas no se dirijan directamente contra ellos, que a veces también. A los niños los vamos ignorando cada vez más. El número de horas que los adultos (los padres) les dedicamos en exclusiva disminuye dramáticamente y ello contando con que al tener menos hijos tenemos menos deberes de atención. Quizá no nos damos cuenta de que la dedicación a los hijos en familia y a la familia por los hijos es el termómetro de la solidaridad más básica. Al final, llegamos a lo previsible: nos peleamos con nuestros familiares porque pensamos cada vez más en nosotros mismos y ello, que se llama egoísmo, lo pagan sobremanera las personas más frágiles, que son paradójicamente las más fáciles de amar. Por eso decimos que la familia va mal, porque con el aumento de la violencia doméstica estamos convirtiendo a los hijos en víctimas de nuestra insolidaridad: de nuestra poca o nula generosidad.
Debería suceder         Para darnos cuenta de esto no hacen falta predicadores; basta mirar las estadísticas e ir al fondo de un problema en el que el aumento exponencial de divorcios tiene algo que ver. Nunca antes en toda la historia de este país habíamos sancionado por ley la destrucción de tantas familias. También en este asunto, como ocurre con la violencia doméstica, los niños están en segundo plano cuando no ausentes. Lo que debería de contar la estadística del divorcio, es víctimas, o sea: hijos víctimas del divorcio de sus padres (todos los son). Aquí, como en las estadísticas de paro, la proporción creciente debería de encender las luces de alerta y en cuanto se pasase de un número socialmente asimilable, la estabilidad familiar debería de erigirse en meta prioritaria del buen gobierno.
Saber lo que no es familia         Pero para ello topamos con la falta de liderazgo en la cosa pública. Muy pocos políticos se atreven a proclamar la salud familiar como prioridad de sus programas, y los pocos que lo hacen no tienen ni idea de lo que es la familia. Mejor dicho, no tienen ni idea de lo que no es familia que, a fin de cuentas, es lo que importa. Para muchos (la mayoría dejaron los libros hace tiempo), cualquier ajuntamiento es familia, lo cual supone proponer la muerte de la familia por inanición. Porque si no sabemos distinguir una familia, donde se vive para los hijos, de un ajuntamiento, difícilmente podremos diferenciar entre propuestas de apoyo a la familia y la subvención pública de su deterioro. En esta tesitura, piensan muchos políticos bienintencionados, lo mejor es abstenerse para no confundir el alimento con el veneno. Sin embargo, el resultado de esta abstención condena indefectiblemente a la familia a morir de hambre.
Los resultados son evidentes

        La política familiar es el reto público más importante que tiene planteado el país. El pueblo se está empezando a preguntar para qué sirven tantas consejerías y direcciones generales de asuntos familiares y de protección de menores si a la postre cada vez hay más violencia, más rupturas y más víctimas. ¿No será que nos estamos equivocando? ¿No será que los que predicaban la solidaridad universal antaño se han convertido de repente en individualistas insolidarios? Peor aún: ¿No será que recabamos y hasta exigimos el respeto de la galería para con nosotros al tiempo que proclamamos nuestro egoísmo con los que tenemos más cerca? Urge que el liderazgo que se supone en los cargos públicos vea que tenemos a la familia enferma de gravedad.