Reservas
sobre el movimiento armado
A medida que pasaban los meses, las reticencias de la
Iglesia para apoyar a los cristeros iban creciendo, también en Roma.
Recordemos que la doctrina tradicional de la Iglesia reconoce la licitud
de la rebelión armada contra las autoridades civiles con ciertas condiciones:
1, causa muy grave; 2, agotamiento de los medios pacíficos;
3, que la violencia empleada no produzca mayores males que los
que pretende remediar; 4, que haya probabilidad de éxito (Pío
XI, Firmissimam constantiam 1937: Dz 3775-76).
Pues bien, la persecución de Calles daba claramente
las dos primeras condiciones. Pero algunos Obispos tenían dudas sobre
si se daba la tercera, pues pasaba largo tiempo en que el pueblo se
veía sin sacramentos ni sacerdotes, y la guerra producía más y más muertes
y violencias. Y aún eran más numerosos los que creían muy improbable
la victoria de los cristeros. No faltaron incluso algunos pocos Obispos
que llegaron a amenazar con la excomunión a quienes se fueran con los
cristeros o los ayudaran.
Aprobaron la rebelión armada los Obispos Manríquez
y Zárate, González y Valencia, Lara y Torres, Mora y del Río, y estuvieron
muy cerca de los cristeros el Obispo de Colima, Velasco, y el arzobispo
de Guadalajara, Orozco y Jiménez, quienes, con grave riesgo, permanecieron
ocultos en sus diócesis, asistiendo a su pueblo.
La reprobaron en mayor o menor medida otros tantos,
entre los cuales Ruiz y Flores y Pascual Díaz, que siempre vió la Cristiada
como «un sacrificio estéril», condenado al fracaso. Y los más permanecieron
indecisos. Pues bien, siendo discutibles las condiciones tercera y cuarta,
ha de evitarse todo juicio histórico cruel, que reparta entre aquellos
Obispos los calificativos de fieles o infieles, valientes
o cobardes. En todo caso, es evidente que la falta de un apoyo
más claro de sus Obispos fue siempre para los cristeros el mayor sufrimiento...
18 enero 1928. -Por fin, a mediados de diciembre
de 1927 el arzobispo Pietro Fumasoni Biondi, Delegado Apostólico en
los Estados Unidos, y encargado de negocios de la Delegación Apostólica
en México, transmite a Mons. Díaz y Barreto, Secretario del Comité Episcopal,
a quien el mismo Mons. Fumasoni había nombrado Intermediario Oficial
entre él y los Obispos mexicanos, la disposición del Papa, según la
cual «deben los Obispos no sólo abstenerse de apoyar la acción armada,
sino también deben permanecer fuera y sobre todo partido político».
Norma que Mons. Díaz comunicó a todos los prelados (18-1-1928) (Meyer
I,18; Lpz. Beltrán 111, 150-52)...
Se
echaron al campo, «para buscar a Dios»
Agosto de 1926. Muchos campesinos, de la zona
central de México sobre todo, se echan al monte, como Francisco Campos,
«a buscar a Dios Nuestro Señor».
«En Cocula (Jalisco), desde el 1º de agosto la iglesia
estaba custodiada permanentemente por 100 mujeres en el interior y 150
hombres en el atrio y en el campanario, de noche y de día. Los cinco
barrios se relevaban por turno y a cada alarma se tocaba el bordón.
Entonces, todo el mundo acudía al instante, como refiere Porfiria Morales.
El 5 de agosto tocó la campana cuando ella estaba en su cocina; su criada
María, exclamó: "¡Ave María Purísima!". Se quitó el delantal,
tomo su rebozo y un garrote, y cuando aquélla le preguntó a dónde iba,
le contestó: "¡Qué pregunta de mi ama! ¿Qué no oye la campana que
nos llama a los católicos de la Unión Popular? ¡Primero son las cosas
de Dios!" Y salió dejando las cacerolas en el fuego» (Meyer I,103).
No podrá encarecerse suficientemente el valor de las
mujeres católicas mexicanas en la Cristiada, repartiendo propaganda,
llevando avisos, acogiendo prófugos o cuidando heridos, ayudando clandestinamente
al aprovisionamiento de alimentos y armas. Las Brigadas Femeninas de
Santa Juana de Arco, las Brigadas Bonitas, escribieron historias
de leyenda... Pero, en fin, la guerra es cosa de hombres, y a ella se
fueron campesinos recios. Ezequiel Mendoza Barragán, un ranchero de
Coalcomán, en Michoacán, cuya voz patriarcal hemos de escuchar en otras
ocasiones, lo cuenta así:
«Centenares de personas firmamos los papeles, se enviaron
a Calles y a sus secuaces, pero todo fue inútil... Los Calles se creyeron
muy grandotes y más nos apretaron, matando gente y confiscando bienes
particulares de los católicos. Yo, ignorante, pero con brío, al saber
los nuevos procedimientos de tal gobierno, me exalté y quise tapar el
sol con un dedo, así eran mis sentimientos, me fui a conquistar gente
armada y dispuesta a la guerra en defensa de la libertad de Dios y de
los prójimos» (Testimonio 17).
El
curso de la guerra
Jean Meyer, en el volumen I de su obra, describe al
detalle las vicisitudes que corrió al paso de los años la guerra de
la Cristiada, que él divide en estas fases:
-incubación, de julio a diciembre de 1926;
-explosión del alzamiento armado, desde enero
de 1927;
-consolidación de las posiciones, de julio 1927
a julio de 1928, es decir, desde que el general Gorostieta asume la
guía de los cristeros hasta la muerte de Obregón.
-prolongación del conflicto, de agosto 1928 a
febrero de 1929, tiempo en que el Gobierno comienza a entender que no
podrá vencer militarmente a los cristeros;
-apogeo del movimiento cristero, de marzo a junio
de 1929;
-licenciamiento de los cristeros, en junio 1929,
cuando se producen los mal llamados Arreglos entre la Iglesia
y el Estado.
El
ejército federal
El ejército «consustancial con el gobierno» en el México
de entonces «consideraba a la Iglesia como su adversaria personal. Agente
activo del anticlericalismo y de la lucha antirreligiosa, hizo su propia
guerra, su guerra religiosa. El general Eulogio Ortiz mandó fusilar
a un soldado, en el cuello del cual vió un escapulario. Algunos oficiales
llevaban sus tropas al combate al grito de ¡Viva Satán!» (Meyer
I,146).
«Cada arma reclutaba por su cuenta. El enganche debía
ser voluntario y firmado al menos por tres años», condición que muchas
veces se incumplía, tanto que «se seguían utilizando las cuerdas para
atar a los voluntarios. Se echaba mano de cualquiera: condenados
de derecho común, obreros sin trabajo, campesinos», y sobre todo «del
subproletariado rural y de los indios, vencidos o no» (149-150). La
brutalidad y la indisciplina de esta tropa es apenas descriptible.
Al no haber servicio de intendencia, «el avituallamiento
estaba a cargo de las compañeras de los soldados, las famosas soldaderas,
que marchaban al lado del ejército y que, como la langosta, caían sobre
las granjas y los pueblos... La deserción, frecuente en tiempo de paz,
llegaba a ser masiva en tiempo de guerra» (152). El general Amaro, jefe
del ejército federal, no conseguía «poner en línea más de 70.000 hombres,
aunque se pasaba el tiempo reclutando: ¡20.000 desertores al año, de
70.000 soldados!» (153). Este general famoso, el indio Amaro,
hijo de un peón de Zacatecas, hombre inteligente, implacable y sanguinario,
el que mandó a su aviación bombardear en el cerro del Cubilete el monumento
a Cristo Rey, llegó a ser muy culto, y se reconcilió con la Iglesia
varios años antes de su muerte.
Los federales, malos jinetes, eran peores soldados,
que disparaban de lejos, gastaban mucha munición, perdían las armas
con facilidad, y no conocían bien el terreno por donde andaban. Eso
explica que los cristeros, cuyas características de lucha eran las contrarias,
les infligieran tantas bajas. Los callistas, eso sí, eran muy
crueles, pero «la dureza de la represión, la ejecución de todos los
prisioneros, la matanza de los civiles, el saqueo, la violación, el
incendio de los pueblos y de las cosechas, dejaban en la estela de los
federales otros tantos nuevos levantamientos en germen» (I, 194).
La guerra se hacía también en la prensa del gobierno,
ocultando la magnitud del conflicto o dando siempre la victoria por
inminente. Unida a la lucha militar, el general Amaro propugnaba una
campaña de «desfanatización», como aquélla por la que dio orden al gobernador
de Jalisco de cambiar los nombres de todos los lugares que llevaban
nombres de santos (I,178). Todos los medios valían, también el soborno.
Así, en una ocasión, el gobierno trató de comprar a un jefe cristero
llamado «el 14», el cual respondió: «Que a mí ni me den nada, que nomás
arreglen eso de los padrecitos y de las iglesias, y yo me estoy en paz,
pero mientras no lo arreglen que no piensen que con dinero me van a
comprar» (177).
La desesperación del gobierno se iba acrecentando a
medida que pasaban los meses, y se veía incapaz de vencer -en palabras
del gobernador de Colima- «las hordas episcopales de fanáticos que engañados
por la patraña clerical se han lanzado a la loca aventura de restaurar
el predominio de los curas» (189).
Balance
de la guerra
A mediados de 1928 los cristeros, unos 25.000 hombres
en armas, «no podían ya ser vencidos, dice Meyer, lo cual constituía
una gran victoria; pero el gobierno, sostenido por la fuerza norteamericana,
no parecía a punto de caer» (I, 248). En realidad, la posición de los
cristeros era a mediados de 1929 mejor que la de los federales, pues,
combatiendo por una Causa absoluta, tenían mejor moral y disciplina,
y operando en pequeños grupos que golpeaban y huían -piquihuye-,
sufrían muchas menos bajas que los soldados callistas. Después de tres
años de guerra, se calcula que en ella murieron 25.000 o 30.000 cristeros,
por 60.000 soldados federales.
En enero de 1929, el embajador norteamericano Morrow
-que insistía al gobierno y a la prensa para que no hablasen de cristeros
sino de «bandidos» (I,301)- estimaba improbable pacificar el Estado
«antes de que se solucione la cuestión religiosa». En febrero los mismos
políticos veían el panorama muy oscuro, y un senador decía en un discurso
a sus colegas: «¿Es que nuestros soldados no saben combatir rancheros,
o no se quiere que se acabe la rebelión? Pues dígase de una vez y no
estemos echando más leña. No se olviden ustedes de que con tres Estados
más que se levanten de veras, ¡cuidado con el Poder Público, señores!»
(I,285).
A mediados de 1929 se veía ya claramente que, al menos
a corto plazo, ni unos ni otros podían vencer. Sin embargo, en
este empate había una gran diferencia: en tanto que los cristeros
estaban dispuestos a seguir luchando el tiempo que fuera necesario hasta
obtener la derogación de las leyes que perseguían a la Iglesia, el gobierno,
viéndose en bancarrota tanto en economía como en prestigio ante las
naciones, tenía extremada urgencia de terminar el conflicto cuanto antes.
Eran, pues, éstas unas favorables condiciones para negociar el
reconocimiento de los derechos de la Iglesia...
Rumores
de un posible arreglo
Desde mediados de 1927 estuvo al mando supremo de los
cristeros el general Gorostieta, militar de carrera, a quien iban llegando
de cuando en cuando rumores de posibles arreglos entre la Iglesia
y el Estado, a espaldas de la Guardia Nacional cristera. Como estos
rumores iban en aumento, el 16 de mayo de 1929 escribió a los Obispos
mexicanos una larga carta, de la que citamos algún fragmento:
«Desde que comenzó nuestra lucha, no ha dejado de ocuparse
periódicamente la prensa nacional, y aun la extranjera, de posibles
arreglos entre el llamado gobierno y algún miembro señalado del Episcopado
mexicano, para terminar el problema religioso. Siempre que tal noticia
ha aparecido han sentido los hombres en lucha que un escalofrío de muerte
los invade, peor mil veces que todos los peligros que se han decidido
a arrostrar. Cada vez que la prensa nos dice de un obispo posible parlamentario
con el callismo, sentimos como una bofetada en pleno rostro, tanto más
dolorosa cuanto que viene de quien podríamos esperar un consuelo, una
palabra de aliento en nuestra lucha; aliento y consuelo que con una
sola honorabilísima excepción [Mons. Martínez y Zárate, obispo de Huejutla,
17 años desterrado] de nadie hemos recibido...
«Si los obispos al presentarse a tratar con el gobierno
aprueban la actitud de la Guardia Nacional, si están de acuerdo en que
era ya la única digna que nos dejaba el déspota, tendrán que consultar
nuestro modo de pensar y atender nuestras exigencias; nada tenemos que
decir en este caso...
«Si los obispos al tratar con el gobierno desaprueban
nuestra actitud, si no toman en cuenta a la Guardia Nacional y tratan
de dar solución al conflicto independientemente de lo que nosotros anhelamos...;
si se olvidan de nuestros muertos, si no se toman en consideración nuestros
miles de viudas y huérfanos, entonces... rechazaremos tal actitud como
indigna y como traidora...
«Muchas y de muy diversa índole son las razones que
creemos tener para que la Guardia Nacional, y no el Episcopado, sea
quien resuelva esta situación. Desde luego el problema no es puramente
religioso, es éste un caso integral de libertad, y la Guardia Nacional
se ha constituido de hecho en defensora de todas las libertades y en
la genuina representación del pueblo, pues el apoyo que el pueblo nos
imparte es lo que nos ha hecho subsistir...
«Como última razón creemos tener derecho a que se nos
oiga, si no por otra causa, por ser parte constitutiva de la Iglesia
católica de México, precisamente por ser parte importantísima de la
Institución que gobiernan los obispos mexicanos» (+Meyer I,316-320)
El 2 de junio de 1929 el general Gorostieta fue asesinado
en una emboscada por los callistas, y le sucedió al frente de la Guardia
Nacional el general Degollado.
Los
«mal llamados Arreglos» (21-6-1929)
La historia de los Arreglos alcanzados en junio
de 1929 es tan triste que haremos de ella una referencia muy breve,
ateniéndonos sobre todo a la documentada información que López Beltrán
ha dado recientemente del asunto. Mons. Ruiz y Flores, Delegado Apostólico
ad referendum, escogió como secretario para negociar a Mons.
Pascual Díaz y Barreto, el «único Obispo que había mostrado decidido
empeño en lograr una transacción con los callistas» (Lpz. Beltrán 499).
Ambos fueron traídos de los Estados Unidos a México,
incomunicados en un vagón de tren, por el embajador norteamericano Dwight
Whitney Morrow, banquero y diplomático, protestante y masón, cómplice
de Calles y del presidente Portes Gil. Ya en la ciudad de México continuaron
incomunicados en la lujosa residencia del banquero Agustín Legorreta.
No recibieron ni a los Obispos mexicanos ni a un enviado de la Liga.
Tampoco quisieron recibier al Obispo Miguel de la Mora, secretario del
Subcomité Episcopal, que mandó aviso a Mons. Flores de que «tenía grandes
y urgentes cosas que comunicarle, y que no fuera a pactar nada sin antes
oírlo». Las puertas de aquella casa, en esos días, sólo estuvieron abiertas
«para Morrow, para los sacerdotes extranjeros: Wilfrid y Parsons y Edmundo
Walsh, S.J. [experto en política internacional de la universidad
de Georgetown], para Cruchaga Tocornal, el embajador de Chile, y para
otros extranjeros. Para los extraños. No para los mexicanos» (Lpz. Beltrán
516).
Puede afirmarse, pues, que los dos Obispos de los Arreglos
con Portes Gil no cumplieron las Normas escritas que Pío XI les
había dado, pues no tuvieron en cuenta el juicio de los Obispos, ni
el de los cristeros o la Liga Nacional; tampoco consiguieron, ni de
lejos, la derogación de las leyes persecutorias de la Iglesia; y menos
aún obtuvieron garantías escritas que protegieran la suerte de los cristeros
una vez depuestas las armas.
Sólamente consiguieron del Presidente unas palabras
de conciliación y buena voluntad, y unas Declaraciones escritas en las
que, sin derogar ley alguna, se afirmaba el propósito de aplicarlas
«sin tendencia sectaria y sin perjuicio alguno». Así las cosas, los
dos Obispos, convencidos por el embajador norteamericano Morrow de que
no era posible conseguir del Presidente más que tales Declaraciones,
y aconsejados por Cruchaga y el padre Walsh, que las «creían suficientes»,
aceptaron este documento redactado personalmente en inglés por el mismo
Morrow:
«El Obispo Díaz y yo hemos tenido varias conferencias
con el C. Presidente de la República... Me satisface manifestar
que todas las conversaciones se han significado por un espíritu de
mutua buena voluntad y respeto. Como consecuencia de dichas
Declaraciones hechas por el C. Presidente, el clero mexicano reanudará
los servicios religiosos de acuerdo con las leyes vigentes.
Yo abrigo la esperanza de que la reanudación de los servicios religiosos
[expresión protestante, propia de Morrow, su redactor] pueda conducir
al Pueblo Mexicano, animado por un espíritu de buena voluntad, a cooperar
en todos los esfuerzos morales que se hagan para beneficio de todos
los de la tierra de nuestros mayores. México, D.F. Junio 21 de 1929.-Leopoldo
Ruiz, Arzobispo de Morelia y Delegado Apostólico» (Lpz. Beltrán 527).
Las leyes vigentes, por supuesto, eran aquéllas
que habían desencadenado la Cristiada. ¿Para derogar aquellas leyes
vigentes habían muerto inútilmente veinte o treinta mil cristeros?...
Frutos
de la Cristiada
¿Inútilmente lucharon, con tan grandes pérdidas y sufrimientos,
los cristeros y sus familias? En 1929 el jesuita Eduardo Iglesias, bajo
el pseudónimo Aquiles P. Moctezuma, en El conflicto religioso de
1926, escribía relativamente satisfecho: «Terminadas felizmente
las conferencias entre el Estado y la Iglesia»... (441). No es ésa la
interpretación hoy más común. Pero también hay actualmente quienes estiman
que los Arreglos «fueron los menos malos posibles dentro de
las circunstancias». Así lo cree, por ejemplo, Juan Landerreche
Obregón, quien además insiste en que los Arreglos
«de ninguna manera significaron que el esfuerzo, el
sacrificio y la sangre de los cristeros hayan sido inútiles para la
libertad de la Iglesia Católica y el respeto a la religión y a los fieles.
Por el contrario, los cristeros demostraron al gobierno con sus sacrificios,
sus esfuerzos y sus vidas, que en México no se puede atacar impunemente
a la religión católica ni a la Iglesia... Y todo esto se demostró en
forma tan convincente a los tiranos, que los obligó no sólo a desistir
de la persecución religiosa, sino los ha obligado también a respetar
la religión y la práctica y el desarrollo de la misma, a pesar de todas
las disposiciones de la Constitución [de 1917] que se oponen
a ello, y que no se cumplen, porque no se pueden cumplir, porque el
pueblo las rechaza... Los frutos [de la Cristiada] se han recogido y
se siguen recogiendo sesenta años después de su lucha y seguramente
culminarán a su tiempo en la realización plena por la que lucharon quienes
dieron ese testimonio» (Prólogo a E. Mendoza, Testimonio 4,7-8).
En 1993 el gobierno de México concedió a la Iglesia
un precario reconocimiento legal como asociación religiosa, y reestableció
sus relaciones diplomáticas con la Santa Sede.
Un
triunfo de la masonería
Unos días después de los Arreglos logrados sobre
todo por los masones Morrow y Portes Gil, el 27 de junio de 1929, los
masones dieron un gran banquete al presidente Portes Gil, el cual a
los postres habló «a sus reverendos hermanos»:
«Mientras el clero fue rebelde a las Instituciones y
a las Leyes, el Gobierno de la República estuvo en el deber de combatirlo...
Ahora, queridos hermanos, el clero ha reconocido plenamente al Estado.
Y ha declarado sin tapujos: que se somete estrictamente a las Leyes
(aplausos). Y yo no podía negar a los católicos el derecho que tienen
de someterse a las Leyes... La lucha [sin embargo] es eterna. La
lucha se inició hace veinte siglos. Yo protesto ante la masonería
que, mientras yo esté en el Gobierno, se cumplirá estrictamente con
esa legislación (aplausos).
«En México, el Estado y la masonería, en los últimos
años, han sido una misma cosa: dos entidades que marchan aparejadas,
porque los hombres que en los últimos años han estado en el poder, han
sabido siempre solidarizarse con los principios revolucionarios de
la masonería» (+Lpz. Beltrán 540-541).
Alude a la misma revolución que asesinó a García Moreno,
y que tantas victorias ha logrado en los siglos XIX y XX en la América
hispana con el apoyo de la masonería local y norteamericana. Portes
Gil más tarde, en su libro La lucha entre el Poder Civil y el Clero,
dejó bien claro que «su aparente capitulación [de los Obispos] a la
que dieron el nombre de un arreglo con el Gobierno, no fue otra
cosa que someterse incondicionalmente a la ley» (547). En 1958, ajeno
a la Iglesia, murió en Mixcoac, y en la esquela publicada por «la Muy
Respetable Gran Logia Valle de México» se le citaba como «Miembro
Activo y Gran Capitán de Guardias de este Supremo Consejo del Grado
33» (546).
Licenciamiento
de los cristeros
El Jefe supremo de la Guardia Nacional, general Jesús
Degollado Guízar, dirigió a todos los cristeros, «a pesar de que se
nos desgarra el alma», un patético mensaje de licenciamiento, del que
entresacamos el último párrafo:
«La Guardia Nacional desaparece, no vencida por nuestros
enemigos, sino, en realidad, abandonada por aquellos que debían recibir,
los primeros, el fruto valioso de sus sacrificios y abnegación. ¡AVE,
CRISTO! Los que por Ti vamos a la humillación, al destierro, tal vez
a la muerte gloriosa, víctimas de nuestros enemigos, con el más fervoroso
de nuestros amores, te saludamos y, una vez más, te aclamamos.
REY DE NUESTRA PATRIA.
¡VIVA CRISTO REY!
¡VIVA SANTA MARIA DE GUADALUPE!
Dios, Patria y Libertad».
«Tal vez a la muerte gloriosa...» En efecto, poco después
de los Arreglos, el Gobierno, mostrando «el espíritu de buena
voluntad y respeto» asegurado a los Obispos negociadores, comenzó a
través de siniestros agentes «el asesinato sistemático y premeditado»
de los cristeros que habían depuesto sus armas, «con el fin de impedir
cualquier reanudación del movimiento... La caza del hombre fue eficaz
y seria, ya que se puede aventurar, apoyándose en pruebas, la cifra
de 1.500 víctimas, de las cuales 500 jefes, desde el grado de teniente
al de general».
También «hay que decir, y esto honra a aquellos hombres,
que más de un general federal advirtió a los cristeros del peligro que
los amenazaba» (Meyer I, 344-346). De todos modos, aún con esto, más
jefes cristeros fueron muertos después de los Arreglos que durante
la guerra.
Esto supuso una larga y durísima prueba para la fe de
los cristeros, que sin embargo se mantuvieron fieles a la Iglesia con
la ayuda sobre todo de los mismos sacerdotes que durante la guerra les
habían asistido.
Después
de los Arreglos
El capellán de los cristeros de Colima, padre Enrique
de Jesús Ochoa, en Los cristeros del volcán de Colima, cuenta
que «lloró de verdad el mismo Señor Ruiz y Flores cuando se vió burlado,
cuando miró el fracaso de aquellos Arreglos, "si arreglos pueden
llamarse", según él mismo dijo, escribiendo de su puño y letra
(el 1º de agosto de 1929)».
Y añade: «Yo mismo he visto llorar al Papa [Pío XI]
cuando trata el asunto de los arreglos de México: Lho veduto
piàngere, decía el Cardenal Boggiani al vicepresidente de la Liga
Nacional, don Miguel Palomar y Vizcarra; y al que esto escribe, en Roma
el año 1930» (+Lpz. Beltrán 517).
La verdad es que los dos obispos de los Arreglos,
y especialmente Mons. Pascual Díaz, sufrieron mucho en los años posteriores,
y al menos por parte de algunos sectores, padecieron un verdadero linchamiento
moral.
Recientemente publicaba la revista «30 días» (1993,
n.66) una entrevista con la pintora mexicana Dolores Ortega, de 85 años,
que vivió de cerca la Cristiada con su marido, Carlos Díez de Sollano,
uno de los responsables de la Liga Nacional. A la pregunta ¿por qué
los obispos firmaron los acuerdos?, responde: «Estaban confundidos
y los engañaron. Después de los arreglos, convidamos a cenar a monseñor
Díaz, arzobispo de México. Estábamos comiendo y mi esposo le dice: "Oigame,
Ilustrísima, ¿qué me dice usted de los arreglos?" Bajó los ojos,
casi se le saltaron las lágrimas y le dice: "Mira Carlitos, ese
asunto no me lo toques, me causa mucho dolor. Nos engañaron"».
Y continúa el periodista: También ustedes cayeron en el engaño.
A lo que contesta la señora Ortega: "No, de ningún modo. Nosotros
sabíamos que era una trampa, que el Gobierno no respetaría nunca los
arreglos. Lo sabíamos todos, los de la Liga y los cristeros". Sabían
ustedes que era un engaño, que entregando las armas y dejando la clandestinidad
la muerte era segura. ¿Por qué lo hicieron, entonces? "Porque
lo mandaba la Iglesia. Por fidelidad, por obediencia a la Iglesia"».
Crónica
de los mártires y beatos
Así fue. Y aún hoy, pocos pueblos católicos, como el
mexicano, quieren tanto a sus Obispos y sacerdotes. Pero hagamos crónica
de los mártires, lo más importante de todo cuanto ocurrió en torno a
la Cristiada.
Los mártires cristeros -en el sentido estricto
de la palabra- fueron muchísimos, aunque como es lógico sólo algunos
serán reconocidos y canonizados por la Iglesia como tales. No es fácil,
pues, entre tantos héroes destacar a algunos, pero vamos a hacerlo con
Anacleto González Flores, el que organizó la Unión Popular en Jalisco,
impulsó la Asociación Católica de la Juventud Mexicana, y se distinguió
como profesor, orador y escritor católico. El Maestro Cleto,
como solían decirle con respeto y afecto, era un cristiano muy piadoso,
como lo muestra el siguiente dato:
«Al final del Rosario, los cristeros de Jalisco añadían
esta oración compuesta por Anacleto González Flores: "¡Jesús misericordioso!
Mis pecados son más que las gotas de sangre que derramaste por mí. No
merezco pertenecer al ejército que defiende los derechos de tu Iglesia
y que lucha por ti. Quisiera nunca haber pecado para que mi vida fuera
una ofrenda agradable a tus ojos. Lávame de mis iniquidades y límpiame
de mis pecados. Por tu santa Cruz, por mi Madre Santísima de Guadalupe,
perdóname, no he sabido hacer penitencia de mis pecados; por eso quiero
recibir la muerte como un castigo merecido por ellos. No quiero pelear,
ni vivir ni morir, sino por ti y por tu Iglesia. ¡Madre Santa de Guadalupe!,
acompaña en su agonía a este pobre pecador. Concédeme que mi último
grito en la tierra y mi primer cántico en el cielo sea ¡Viva Cristo
Rey!"» (Meyer III,280).
Pues bien, el 1 de abril de 1927 fue apresado con tres
muchachos colaboradores suyos, los hermanos Vargas, Ramón, Jorge y Florentino.
«Si me buscan, dijo, aquí estoy; pero dejen en paz a los demás». Fue
inútil su petición, y los cuatro, con Luis Padilla Gómez, presidente
local de la A.C.J.M., fueron internados en un cuartel de Guadalajara.
Allá interrogaron sobre todo al Maestro Cleto, pidiéndole nombres y
datos de la Liga y de los cristeros, así como el lugar donde se escondía
el valiente arzobispo de Guadalajara, Francisco Orozco y Jiménez. Como
nada obtenían de él, lo desnudaron, lo suspendieron de los dedos pulgares,
lo flagelaron y le sangraron los pies y el cuerpo con hojas de afeitar.
Él les dijo:
«Una sola cosa diré y es que he trabajado con todo desinterés
por defender la causa de Jesucristo y de su Iglesia. Ustedes me matarán,
pero sepan que conmigo no morirá la causa. Muchos están detrás de mí
dispuestos a defenderla hasta el martirio. Me voy, pero con la seguridad
de que veré pronto, desde el Cielo, el triunfo de la Religión y de mi
Patria».
Atormentaron entonces frente a él a los hermanos Vargas,
y él protestó: «¡No se ensañen con niños; si quieren sangre de hombre
aquí estoy yo!». Y a Luis Padilla, que pedía confesión: «No, hermano,
ya no es tiempo de confesarse, sino de pedir perdón y perdonar. Es un
Padre, no un Juez, el que nos espera. Tu misma sangre te purificará».
Le atravesaron entonces el costado de un bayonetazo, y como sangraba
mucho, el general que mandaba dispuso la ejecución, pero los soldados
elegidos se negaban a disparar, y hubo que formar otro pelotón. Antes
de recibir catorce balas, aún alcanzó don Anacleto a decir: «¡Yo muero,
pero Dios no muere! ¡Viva Cristo Rey!».
Y en seguida fusilaron a Padilla y los hermanos Vargas
(+Rivero 131-133).
Una vez suspendido el culto en México el 31 de julio
de 1937, la inmensa mayoría del clero, unos 3.500, obedeciendo a sus
Obispos, se fue recogiendo en las grandes ciudades, controladas por
el gobierno, con lo que los civiles y combatientes del campo quedaban
sin pastores. Estos sacerdotes, aunque sujetos a estricta vigilancia
y en ocasiones a vejaciones, no corrieron normalmente peligro de muerte.
Por el contrario, los sacerdotes que permanecieron en
el campo, lo hicieron con gravísimo riesgo, conscientes de que si eran
apresados, serían ejecutados, muchas veces con sadismo, ya que el gobierno
pensaba que «fusilando sin compasión a todo sacerdote cogido en el campo,
obligaba a los demás, aterrorizados, a refugiarse en la ciudad», y esperaba
así que «dejando a los campesinos sin sacerdotes, sofocaría rápidamente
la rebelión» (Meyer I,40).
Se calcula que cien o doscientos permanecieron en el
campo, escondidos con la protección de los fieles, que en muchos casos
fueron también ejecutados por darles cobijo. López Beltrán, considerando
los años 1926-29, da los nombres de 39 sacerdotes asesinados, más los
de 1 diácono, 1 minorista y 6 religiosos (343-4). Guillermo Mª Havers
recoge los nombres de 46 sacerdotes diocesanos ejecutados en el mismo
período de tiempo (Testigos de Cristo en México 205-8). Muchos
de estos curas pertenecían a la archidiócesis de Guadalajara (Jalisco,
Zacatecas, Guanajuato) o a la diócesis de Colima, pues sus prelados,
Mons. Orozco y Jiménez y Mons. Velasco, permanecieron en sus puestos,
con buena parte de su clero.
El 22 de noviembre de 1992, Juan Pablo II beatificó
a veintidós de estos sacerdotes diocesanos, destacando que «su entrega
al Señor y a la Iglesia era tan firme que, aun teniendo la posibilidad
de ausentarse de sus comunidades durante el conflicto armado, decidieron,
a ejemplo del Buen Pastor, permanecer entre los suyos para no privarlos
de la Eucaristía, de la palabra de Dios y del cuidado pastoral.
Lejos de todos ellos encender o avivar sentimientos
que enfrentaran a hermanos contra hermanos. Al contrario, en la medida
de sus posibilidades procuraron ser agentes de perdón y reconciliación».
La Conferencia del Episcopado Mexicano, en el libro ¡Viva Cristo
Rey! (México 19912), nos da breves reseñas biográficas de los 25
mártires que han sido beatificados (otras reseñas de ellos y de otros
muchos, también de laicos y religiosos: +Lpz. Beltrán 243-487; Havers,
Testigos de Cristo en México). Aquí nos limitaremos a recordar
sus santos nombres, con las fechas de su martirio.
En 1915: David Galván Bermúdez, en la persecución
de Carranza (30-1).
En 1926: Luis Batis Sainz, y con él tres feligreses
de la Acción Católica, Manuel Morales, casado, Salvador Lara
Puente, y su primo David Roldán Lara (15-8), también beatificados.
En 1927: Mateo Correa Magallanes (6-2); Jenaro
Sánchez (18-2); Julio Alvarez Mendoza (30-3); David Uribe
Velasco (12-4); Sabas Reyes Salazar (13-4); Cristóbal
Magallanes, con su coadjutor Agustín Sánchez Caloca (25-5);
José Isabel Flores (21-6); José María Robles (26-6); Miguel
de la Mora (7-8); Margarito Flores García (12-11); Pedro
Esqueda Ramírez (22-11).
En 1928: Jesús Méndez Montoya (5-2); Toribio
Romo González (25-2); Justino Orona Madrigal (1-7); Atilano
Cruz Alvarado (1-7); Tranquilino Ubiarco (5-10);
En 1937: Pedro de Jesús Maldonado (11-2), en
una persecución desatada en Chihuahua, en tiempo del presidente Lázaro
Cárdenas, otro general (1934-40).
«La solemnidad de hoy [Cristo Rey], destacaba Juan Pablo
II en la ceremonia de beatificación, instituida por el papa Pío XI precisamente
cuando más arreciaba la persecución religiosa de México, penetró muy
hondo en aquellas comunidades eclesiales y dio una fuerza particular
a estos mártires, de manera que al morir muchos gritaban: ¡Viva Cristo
Rey!»
A todos ellos ha de añadirse el nombre del padre jesuita
Miguel Agustín Pro Juárez, beatificado por el papa Juan Pablo II
el 25 de setiembre de 1988. A diferencia de los sacerdotes antes recordados,
él estaba en la ciudad de México, por orden de sus superiores, dedicándose
ocultamente al apostolado. Con ocasión de un atentado contra el presidente
Obregón, fueron apresados y ejecutados los autores del golpe, y con
ellos fueron también eliminados el padre Pro y su hermano Humberto,
que eran inocentes (23-11-1927) (+Rafael Ramírez Torres, Miguel Agustín
Pro; y Luis Butera, Un mártir alegre. Vida del P. Miguel Pro).
El
espíritu de los cristeros
Pero volvamos a los cristeros, a aquellos católicos
que se alzaron en armas, echándose al monte «para defender a su Dios,
a su Religión, a su Madre, que es la Santa Iglesia». Traeremos sobre
ellos algunos datos y observaciones, siguiendo principalmente a Jean
Meyer, que estudió largamente la Cristiada, y entrevistó durante cuatro
años a muchos antiguos cristeros. Dos avisos previos:
1.-Nótese que los datos reflejan un tiempo, hacia 1970,
en que el pueblo mexicano llevaba siglo y medio independiente de España,
y un siglo sometido a persecución religiosa continua por parte de los
gobiernos liberales, a partir de Juárez.
Recordemos que en 1917 la Constitución establece la
educación laica. En 1934 se impone al pueblo la educación
socialista, y Calles proclama indispensable que la Revolución se
apodere «de las conciencias de la niñez y de la juventud», porque ambas
«deben pertenecer» a la Revolución (352) -a la revolución liberal
o a la socialista, viene a ser lo mismo-. Y en 1946 se vuelve a la educación
arreligiosa. Pero siempre y en todo caso «ha sido constante la actitud
que supone que es el Estado el que tiene el derecho de educar,
derecho negado expresamente a la Iglesia y no reconocido a los padres
de familia» (Acevedo 357).
2.-Adviértase también que la inmensa mayoría de los
cristeros eran rancheros modestos, gente de pueblo, aunque también se
unieron a ella algunos estudiantes, licenciados o profesionales. Los
ricos católicos, dicho sea de paso, apenas les ayudaron nunca, aunque
lo necesitaban siempre, sobre todo para comprar armas y parque. Pues
bien, los cuestionarios muestran que entre los cristeros «cerca del
60 % no habían ido jamás a la escuela», aunque no todos ellos eran analfabetos,
pues bastantes habían aprendido a leer en su casa (III,272).
Muestran sin embargo una sorprendente cultura,
y más concretamente, una profunda cultura cristiana. Ya conocemos,
por ejemplo, la voz de Ezequiel Mendoza Barragán, campesino michoacano
de Coalcomán, que nunca fue a la escuela, y que llegó a ser coronel
famoso de cristeros. Jean Meyer, que conoció a Mendoza cuando éste tenía
ya 75 años, confiesa: «quedé deslumbrado, fascinado, por la misteriosa
energía que irradiaba de él» (pról. Testimonio). Y en otro lugar
dice que «todas las entrevistas confirman el carácter representativo
de Ezequiel Mendoza», aunque es cierto que su lengua era «especialmente
clara y bella» (III,289).
Espiritualidad católica. -En entrevistas, crónicas
y cartas de cristeros causa admiración comprobar la calidad doctrinal,
bíblica y poética de sus expresiones. Todo lo cual contradice abiertamente
el menosprecio de algunos pedantes acerca de la veracidad del cristianismo
entre los indígenas de América. Los cristeros, concretamente, tenían
en sí toda la fuerza de quien sabe estar haciendo la voluntad de Dios.
«Conscientes de hacer la voluntad de Dios, dice Meyer, los cristeros
podían resistir todos los descalabros militares, todas las desdichas
espirituales y hasta la más terrible de todas: los arreglos y
el poco apoyo clerical» (289). Esa fidelidad a la voluntad de Dios providente
les hacía inquebrantables.
Ezequiel Mendoza, por ejemplo, decía a su gente: «No,
muchachos, acuérdense que aquí pedimos a Dios lo que más nos conviniera
y por eso no digamos desatinados "ya ven que las cosas cambian
de un momento a otro"; "la hoja del árbol no se mueve sin
la gran voluntad de Dios", paciencia y resignación» (289). En cierta
ocasión, según él mismo refiere, arengaba así a los suyos: «No queremos
compañeros que traigan fines torcidos, queremos hombres que de todo
corazón quieran agradar a Dios en todo, sin otro interés que defender
a su Iglesia nuestra Madre; ya que sus feroces enemigos la quieren exterminar,
aunque no lo conseguirán, porque fue dicho por Nuestro Señor Jesucristo
que "las puertas del infierno no prevalecerán contra ella";
y lo que Cristo ofreció lo cumple; también dijo que "pasarán los
cielos y la tierra, pero sus palabras no pasarán". Además tenemos
nuestra Reina y Madre la Virgen de Guadalupe, ella nos recomendará con
su Padre, con su Hijo, y con su esposo, el Espíritu Santo. Todavía más
contamos con todos los santos y santas del Cielo y de la tierra para
que ellos rueguen a Dios por nosotros en todo tiempo y lugar, y si Dios
está con nosotros no tengamos miedo de morir en defensa de la Iglesia
y de la Patria, seremos mártires e iremos al cielo para siempre» (Testimonio
31).
Por su parte, Aurelio Acevedo, un simple ranchero de
Zacatecas, animaba así a su tropa: «Vosotros, valientes sin tacha, siempre
pensad que vais en camino del Calvario; pensad que vais al martirio
cumbre donde se entra al Cielo de la Paz y eterno regocijo. Todo redentor
debe ser crucificado para fin de que triunfe y sea glorificado. No olvidéis
que esta lección es más clara que el sol que nos alumbra: ¡recordad
a Jesús!» (Meyer III,275).
Y otro jefe, Pedro Quintanar, decía a sus tropas: «Todo
lo bueno que en vosotros hay es sólo de Dios y... todo lo malo que en
vuestro regimiento hay es vuestro. A Dios hay que atribuir todo lo bueno
y toda la gloria y todo triunfo, pues vosotros sois instrumentos viles»
(289).
Prácticas religiosas. -La guerra fue para muchos
cristeros como unos ejercicios espirituales continuados. La misa
sobre todo era, cuando había sacerdote, lo más apreciado por los cristeros,
el centro de todo, cada día. Más aún, «en los campamentos cristeros,
cuando esto era posible, el Santísimo Sacramento estaba expuesto, y
los soldados, por grupos de quince o veinte, practicaban la adoración
perpetua. La comunión frecuente era la regla... Los sacerdotes que
permanecían con los cristeros se pasaban el tiempo confesando, bautizando,
casando, organizando ejercicios espirituales y haciendo misiones» (III,278).
Pero «era frecuente que no hubiese ya sacerdote, y entonces
un seglar tomaba la dirección de la vida religiosa, como Cecilio Valtierra,
el cual todas las mañanas leía el Oficio de la Iglesia, en presencia
de los fieles, y todas las tardes llevaba el Rosario. Estas misas
blancas iban acompañadas de otras innovaciones» (III,277). «Los
cánticos y el Rosario acompañaban todos los instantes de la vida, en
la marcha o en el campamento. Los cristeros oraban y cantaban a altas
horas de la noche, rezando colectivamente el Rosario, de rodillas, y
cantando los laudes a la Virgen o a Cristo, entre las decenas» (III,279).
Es indudable que de su fe cristiana sacaban los
cristeros toda su abnegación y valor para la guerra. No eran unos valientes
a pesar de ser unos hombres piadosos, sino que más bien porque
eran piadosos eran valientes.
Sólo un ejemplo: en cierta ocasión en que los cristeros
habían sufrido varias bajas y estaban tristes, el general «Degollado
les hizo rezar el rosario, tras de lo cual los arengó: "Porque
Cristo Rey se llevó a los nuestros ya ustedes se acobardaron, ¿ya se
les olvidó que al enlistarse en las filas de Su ejército le ofrecieron
sus servicios y sus vidas?... Dios, sin necesidad de usar de combates,
dispone de nuestras vidas cuando a Él le place... Dejen sus armas al
pie del altar, que yo nunca seré jefe de cobardes". Las tropas
lloraban y gritaban: "¡No, mi general! Seguiremos siendo los valientes
de Cristo Rey, y si no, pónganos a prueba"» (Meyer I,232).
Idea del gobierno y de la guerra. -Los cristeros
tenían de la guerra, y de la persecución que la causó, una idea mucho
más teológica que política. En las entrevistas, algunas veces también,
se refleja una cierta visión política del conflicto. Por ejemplo,
«para los cristeros, el turco Calles, vendido a la masonería
internacional, representaba al extranjero yanki y protestante, deseoso
de terminar su obra destructora (la anexión de 1848 es conocida de todos,
y la situación de subhombres de los chicanos de Texas y Nuevo
México...), descatolizando el país» (III,285).
Sin embargo, prevalecía con mucho la visión teológica
de la guerra. Conocían bien, en primer lugar, el deber moral de obedecer
a las autoridades civiles, pues «toda autoridad procede de Dios», pero
también sabían que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres»,
cuando éstos hacen la guerra a Dios. Veían claramente en la persecución
del gobierno una acción poderosa del Maligno.
Ezequiel Mendoza, por ejemplo, consideraba a los gobernantes
de su patria «endiablados callistas, masones y protestantes malos, que
sólo buscan las comodidades del cuerpo y la satisfacción de sus caprichos
en este mundo engañador y no creen que los espera un infierno de tormentos
eternos, pobres murciélagos que se creen aves y son ratones» (III,283).
Y decía, «¡ay de los tiranos que persiguen a Cristo Rey, bestias rumanas
de las que nos habla el Apocalipsis! Todos debemos tener muy presentes
las bienaventuranzas de que nos habla Nuestro Señor Jesucristo: pobreza
de espíritu, lágrimas de contrición, justa mansedumbre, hambre y sed
de justicia, misericordiosos, los de limpio corazón, los pacificadores,
los buenos cuando son perseguidos por los malos, como nos aprietan los
Calles ahora, dizque porque somos muy malos, que andamos tercos queriendo
defender la honra y gloria de Aquel que murió desnudo en la cruz más
alta y en medio de dos ladrones, por ser Él el más malo de todos los
humanos, que no quiso someterse al supremo de la tierra. Es lo que dicen
ellos, porque les falta un domingo y los redobles de tambor, pero nosotros
se los daremos con ayuda de quien resucitó de los muertos el tercer
día y que, porque nos ama, nos dejó por Madre su propia Madre» (III,287).
Este tono profundamente bíblico era el de la Cristiada.
Es la visión del Apocalipsis: Satán, el dragón infernal, la antigua
serpiente, da su fuerza a la Bestia, poder maligno intramundano, que
hace la guerra a los santos y a cuantos guardan el testimonio de Jesús.
En este sentido, los cristeros estaban indeciblemente más cerca del
Apocalipsis del apóstol San Juan que de la teología de la
liberación moderna.
Con toda razón el Cardenal Ratzinger afirmaba que «la
teología de la liberación, en sus formas conexas con el marxismo, no
es ciertamente un producto autóctono, indígena, de América Latina o
de otras zonas subdesarrolladas, en las que habría nacido y crecido
casi espontáneamente, por obra del pueblo. Se trata en realidad, al
menos en su origen, de una creación de intelectuales; y de intelectuales
nacidos o formados en el Occidente opulento» (Informe sobre la fe,
207). La espiritualidad popular real es la de Ezequiel Mendoza
y sus compañeros, llena de resonancias de la Biblia y del catecismo.
El martirio. -La teología del martirio en los
cristeros no es menos rica que la de las Passiones de los primeros
siglos, aunque muchas veces vaya en clave de humor. «¡Qué fácil está
el cielo ahorita, mamá!», decía el joven Honorio Lamas, que fue ejecutado
con su padre (III,299). «Hay que ganar el cielo ahora que está barato»,
decía otro (298). Norberto López, que rechazó el perdón que le ofrecían
si se alistaba con los federales, antes de ser fusilado, dijo: «Desde
que tomé las armas hice el propósito de dar la vida por Cristo. No voy
a perder el ayuno al cuarto para las doce» (302).
En Sahuayo asesinaron uno a uno a veintisiete cristeros,
que uno a uno murieron dando vivas a Cristo Rey, pero perdonaron la
vida a Claudio Becerra, por ser muy jovencito. Más tarde, con gran tristeza,
iba a pedir junto al sepulcro de sus compañeros martirizados: «Compañeros,
pídanle a Dios me vaya al cielo a acompañarlos». Bebía entonces demasiado,
y cuando el cura le reprochó, él dijo: «Me emborracho, padre, porque
me da sentimiento que Dios no me quiso para mártir» (Lpz. Beltrán 66-70)...
Una vez más la voz del patriarca Mendoza: «Ustedes y
yo lamentamos de corazón el fallecimiento de esos hombres que de buena
fe ofrendaron sus vidas, familia y demás intereses terrenales, derramaron
su sangre por Dios y por nuestra querida patria, como lo hacen los verdaderos
mártires cristianos; pues su sangre, unida con la de Nuestro Señor Jesucristo
y con la de todos los mártires del Espíritu Santo, nos alcanzará de
Dios Padre los bienes que esperamos en la tierra y en el Cielo. Dichosos
los que mueren por el amor al Dios que hizo los cielos y la tierra,
y en todo está por esencia, presencia y potencia, no como los dioses
falsos de Plutarco Elías Calles y de otros locos desviados por Satanás,
que les ofrece los bueyes y la carreta de esta vida y después los hace
birria caliente y gorda en el infierno de los tormentos» (III,299).
La muerte tranquila de los cristeros, con frecuencia
después de terribles tormentos, impresionaba siempre a los federales.
Morían perdonando y gritando ¡Viva Cristo Rey! Y el pueblo guardaba
sus palabras, recogía su sangre, enterraba sus cuerpos, acudía en masa
a sus funerales, cuando eran posibles, en protesta silenciosa y confesión
de fe.
Alegría. -La alegría estaba también siempre presente,
como es lógico, en estos hombres que se estaban jugando la vida por
Cristo, pasando indecibles miserias y penalidades. En crónicas y escritos
siempre hay huellas de alegría y de humor. Cuenta Ezequiel Mendoza que
su papá, en una ocasión, jugándose la vida, se quedó sosteniendo una
puerta de campo, para que escapara un grupo de cristeros. Los federales
le disparaban una y otra vez, sin atinarle. Así que él, sin soltar la
puerta, «como enojado volvió su cara y regañó al enemigo, dijo: "Pendejos,
tirar para acá, parece que no ven gente"» (Testimonio 37).
De éstas hay innumerables anécdotas cristeras.
Espiritualidad
bíblica y tradicional
Siendo la Biblia y la Tradición eclesial las fuentes
permanentes de la espiritualidad cristiana, el calificativo de tradicional,
en su sentido más genuino, es tan precioso como el de bíblico.
Pues bien, la espiritualidad de los cristeros es netamente bíblica
y tradicional. Jean Meyer subraya con fuerza ambas notas: «Hemos
quedado asombrados por el número y la exactitud de las citas bíblicas.
La idea de un pueblo católico ignorante de la Biblia no es válida para
el campesino mexicano de esta época. En los caseríos lejanos de la parroquia
se la leía de pie, o más bien se formaba círculo en torno de aquel que
sabía leer» (307).
No hay, tampoco, mariolatría en la devoción a
la Virgen: «El culto de la Virgen guadalupana no es distinto del que
recibe en Rusia (¡800 lugares de peregrinación marianos!), en Polonia
o en Francia» (309). Meyer afirma una y otra vez «la indiscutible catolicidad
de la fe mexicana» (309).
«La religión de los cristeros era, salvo excepción,
la religión católica romana tradicional, fuertemente enraizada en la
Edad Media hispánica. El catecismo del P. Ripalda, sabido de memoria,
y la práctica del Rosario, notable pedagogía que enseña a meditar diariamente
sobre todos los misterios de la religión, de la cual suministra así
un conocimiento global, dotaron a ese pueblo de un conocimiento teológico
fundamental asombrosamente vivo. A Cristo conocido en su vida humana
y en sus dolores, con los cuales puede el fiel identificarse con frecuencia,
amado en el grupo humano que lo rodea: la Virgen, el patriarca San José,
patrono de la Buena Muerte, y todos los santos que ocupan un lugar muy
grande, completamente ortodoxo, en la vida común, se le adora en el
misterio de la Trinidad. Esta religión próxima al fiel la califican
de superstición los misioneros norteamericanos (protestantes y católicos)
y los católicos europeos no la juzgan de manera distinta» (307). Sin
embargo, «el cristianismo mexicano, lejos de estar deformado o ser superficial,
está sólida y exactamente fundamentado en Cristo, es mariológico a causa
de Cristo, y sacramental por consiguiente, orientado hacia la salvación,
la vida eterna y el Reino. Durante la guerra, los santos se retraen
notablemente hasta su propio lugar, mientras se manifiesta el deseo
ardiente del cielo» (310).
La profundidad de la evangelización realizada en México
durante siglos quedó absolutamente probada cuando, después de
más de un siglo de continuas persecuciones liberales, socialistas y
revolucionarias, los cristeros ofrecieron al mundo este testimonio formidable
de espiritualidad y de martirio.
Volvamos, pues, al principio, y oigamos la voz franciscana
de uno de los primeros evangelizadores, Fray Toribio de Benavente, Motolinía.
Lo que él dice de México, lo diremos aquí, para terminar nuestra historia;
y lo diremos pensando en toda la América hispana:
«¡Oh, México que tales montes te cercan y coronan! ¡Ahora
con razón volará tu fama, porque en ti resplandece la fe y evangelio
de Jesucristo! Tú que antes eras maestra de pecados, ahora eres enseñadora
de verdad; y tú que antes estabas en tinieblas y oscuridad, ahora das
resplandor de doctrina y cristiandad» (Hª de los indios III,6,
339). «Pues concluyendo, digo: ¿quién no se espantará viendo las nuevas
maravillas y misericordias que Dios hace con esta gente?... Estos conquistadores
y todos los cristianos amigos de Dios se deben mucho alegrar de ver
una cristiandad tan cumplida en tan poco tiempo, e inclinada a toda
virtud y bondad. Por tanto ruego a todos los que esto leyeren que alaben
y glorifiquen a Dios con lo íntimo de sus entrañas; digan estas alabanzas
que se siguen, según San Buenaventura: "Alabanza y bendiciones,
engrandecimientos y confesiones, gracias y glorificaciones, sobrealzamientos,
adoraciones y satisfacciones sean a vos, Altísimo Señor Dios Nuestro,
por las misericordias hechas con estos indios nuevos convertidos a vuestra
santa fe. Amén, Amén, Amén"» (II, 11, 283).
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