Benedicto XVI presenta al apóstol Mateo
Intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general, celebrada en el Aula Pablo VI del Vaticano, dedicada a meditar sobre la figura del apóstol san Mateo.
En catequesis anteriores, el Papa había presentado las figuras de los apóstoles Pedro, Andrés, Santiago el Menor, Santiago el Mayor y Juan.
Ciudad del Vaticano, 30 agosto 2006.
La Fe como camino
Joseph Ratzinger

Queridos hermanos y hermanas:

        Continuando con la serie de retratos de los doce apóstoles, que comenzamos hace algunas semanas, hoy nos detenemos en Mateo. A decir verdad, es casi imposible delinear completamente su figura, pues sus noticias son pocas e incompletas. Lo que podemos hacer es bosquejar no tanto la biografía, sino más bien el perfil que nos ofrece el Evangelio.

        Está siempre presente en las listas de los doce elegidos por Jesús (Cf. Mateo 10, 3; Marcos 3, 18; Lucas 6, 15; Hechos 1, 13). En hebreo, su nombre significa «don de Dios». El primer Evangelio canónico, que lleva su nombre, nos lo presenta en la lista de los doce con una calificación muy precisa: «el publicano» (Mateo 10, 3). Por este motivo, es identificado con el hombre sentado en el despacho de los impuestos, a quien Jesús llama a su seguimiento: «Cuando se iba de allí, al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: "Sígueme". Él se levantó y le siguió» (Mateo 9, 9). También Marcos (Cf. 2,13-17) y Lucas (Cf. 5, 27-30) narran la llamada del hombre sentado en el despacho de los impuestos, pero le llaman «Leví». Para imaginar la escena descrita en Mateo 9, 9 basta recordar el magnífico lienzo de Caravaggio, conservado aquí, en Roma, en la Iglesia de San Luis de los Franceses.

        De los Evangelios emerge un nuevo detalle biográfico: en el pasaje que precede a la narración de la llamada se refiere un milagro realizado por Jesús en Cafarnaúm (Cf. Mateo 9,1-8; Marcos 2, 1-12), mencionando la cercanía del Mar de Galilea, es decir, el Lago de Tiberíades (Cf. Marcos 2,13-14). Se puede deducir que Mateo ejercía la función de recaudador en Cafarnaúm, situada precisamente «junto al mar» (Mateo 4, 13), donde Jesús era huésped fijo en la casa de Pedro.

        Basándonos en estas sencillas constataciones que surgen del Evangelio, podemos hacer un par de reflexiones. La primera es que Jesús acoge en el grupo de sus íntimos a un hombre que, según la concepción de aquel tiempo en Israel, era considerado como un pecador público. Mateo, de hecho, no sólo manejaba dinero considerado impuro por provenir de gente ajena al pueblo de Dios, sino que además colaboraba con una autoridad extranjera, odiosamente ávida, cuyos tributos podían ser determinados arbitrariamente. Por estos motivos, en más de una ocasión, los Evangelios mencionan conjuntamente a los «publicanos y pecadores» (Mateo 9, 10; Lucas 15, 1), a los «publicanos y prostitutas» (Mateo 21, 31). Además, ven en los publicanos un ejemplo de avaricia (Cf. Mateo 5, 46: sólo aman a los que les aman) y mencionan a uno de ellos, Zaqueo, como «jefe de publicanos, y rico» (Lucas 19, 2), mientras la opinión popular les asociaba a «hombres rapaces, injustos, adúlteros» (Lucas 18, 11). Ante estas referencias, hay un dato que salta a la vista: Jesús no excluye a nadie de su amistad. Es más, precisamente mientras se encuentra sentado en la mesa de la casa de Mateo-Leví, respondiendo a quien estaba escandalizado por el hecho de frecuentar compañías poco recomendables, pronuncia la importante declaración: «No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están mal; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Marcos 2, 17).

        El buen anuncio del Evangelio consiste precisamente en esto: ¡en el ofrecimiento de la gracia de Dios al pecador! En otro pasaje, con la famosa parábola del fariseo y del publicano que subieron al templo para rezar, Jesús llega a indicar a un publicano anónimo como ejemplo de humilde confianza en la misericordia divina: mientras el fariseo hacía alarde de perfección moral, «el publicano […] no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!"». Y Jesús comenta: «Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Lucas 18, 13-14). Con la figura de Mateo, por tanto, los Evangelios nos presentan una auténtica paradoja: quien se encuentra aparentemente más lejos de la santidad, puede convertirse incluso en un modelo de acogida de la misericordia de Dios y dejar vislumbrar sus maravillosos efectos en su existencia.

        En este sentido, san Juan Crisóstomo hace un comentario significativo: observa que sólo en la narración de algunas llamadas se menciona el trabajo que estaban realizando los interesados. Pedro, Andrés, Santiago y Juan son llamados mientras estaban pescando; Mateo mientras recauda impuestos. Se trata de oficios de poca importancia, comenta el Crisóstomo, «pues no hay nada que sea más detestable que el recaudador y nada más común que la pesca» («In Matth. Hom.»: PL 57, 363). La llamada de Jesús llega, por tanto, también a personas de bajo nivel social, mientras desempeñan su trabajo ordinario.

        Hay otra reflexión que surge de la narración evangélica: Mateo responde inmediatamente a la llamada de Jesús: «Él se levantó y le siguió». La concisión de la frase subraya claramente la prontitud de Mateo en la respuesta a la llamada. Esto significaba para él abandonarlo todo, sobre todo una fuente de ingresos segura, aunque con frecuencia injusta y deshonrosa. Evidentemente Mateo comprendió que la familiaridad con Jesús no le permitía continuar con actividades desaprobadas por Dios. Se puede intuir fácilmente que se puede aplicar también al presente: hoy tampoco se puede admitir el apego a lo que es incompatible con el seguimiento de Jesús, como son las riquezas deshonestas. Una vez dijo sin tapujos: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mateo 19, 21). Esto es precisamente lo que hizo Mateo: ¡se levantó y le siguió! En este «levantarse» se puede ver el desapego a una situación de pecado y, al mismo tiempo, la adhesión consciente a una nueva existencia, recta, en la comunión con Jesús.

        Recordamos, por último, que la tradición de la Iglesia antigua concuerda en atribuir la paternidad del primer Evangelio a Mateo. Esto sucedió ya a partir de Papías, obispo de Gerápolis, en Frigia, alrededor del año 130. Él escribe: «Mateo recogió las palabras [del Señor] en hebreo, y cada quien las interpretó como podía» (en Eusebio de Cesarea, «Hist. eccl». III,39,16). El historiador Eusebio añade este dato: «Mateo, que antes había predicado a los judíos, cuando decidió ir también a otros pueblos, escribió en su idioma materno el Evangelio que él anunciaba; de este modo trató de sustituir con el escrito lo que perdían con su partida aquéllos de los que se separaba» (ibídem, III, 24,6). Ya no tenemos el Evangelio escrito por Mateo en hebreo o arameo, pero en el Evangelio griego que nos ha llegado seguimos escuchando todavía, en cierto sentido, la voz persuasiva del publicano Mateo que, al convertirse en apóstol, sigue anunciándonos la misericordia salvadora de Dios. Escuchemos este mensaje de san Mateo, meditémoslo siempre de nuevo para que nosotros también aprendamos a levantarnos y a seguir a Jesús con decisión.