«El ciego de nacimiento representa al hombre marcado por el pecado, que desea conocer la verdad sobre sí mismo y sobre su propio destino, pero no lo logra porque se lo impide una afección congénita» Palabras del Papa antes de rezar la oración mariana del «Angelus», el domingo, Ciudad del Vaticano, 10 marzo 2002. |
El hombre como el ciego tiene una afección congénita |
¡Queridos hermanos y hermanas! 1. «Laetare, Jerusalem...». Con estas palabras del profeta Isaías la Iglesia nos invita hoy a la alegría, a mitad del camino penitencial de la Cuaresma. La alegría y la luz son el tema dominante en la liturgia de hoy. El Evangelio narra la historia de «un hombre ciego de nacimiento» (Juan 9, 1). Al verlo, Jesús hizo barro con la saliva y untándole los ojos dijo: «"Vete, lávate en la piscina de Siloé» (que quiere decir Enviado). El fue, se lavó y volvió ya viendo» (Juan 9, 6-7). El ciego de nacimiento representa al hombre marcado por el pecado, que desea conocer la verdad sobre sí mismo y sobre su propio destino, pero no lo logra porque se lo impide una afección congénita. Sólo Jesús puede sanarle: Él es «la luz del mundo» (Juan 9, 5). Confiando en Él, todo ser humano espiritualmente ciego desde el nacimiento tiene la posibilidad de «volver a la luz», es decir, de nacer a la vida sobrenatural. |
Sólo dos posibilidades importantes |
2. Junto a la curación del ciego, el Evangelio resalta en particular la incredulidad de los fariseos, que se niegan a reconocer el milagro, pues Jesús lo ha hecho en sábado, violando a su juicio la ley de Moisés. Surge así una elocuente paradoja, que Cristo mismo resume con estas palabras: «Yo he venido a este mundo para jugar: para que los que no ven, vean; y los que ven, se vuelvan ciegos» (Juan 9, 39). Para quien se encuentra con Jesús no hay un tercer camino: o se reconoce la necesidad de Él y de su luz, o se decide prescindir de Él. En este último caso, una misma presunción impide tanto al que se considera justo ante Dios como al ateo abrirse a la conversión auténtica. |
Humilde adhesión |
3. ¡Que nadie, queridos hermanos y hermanas, cierre su espíritu a Cristo! Él da a quien le acoge la luz de la fe, luz capaz de transformar los corazones y, por consiguiente, las mentalidades, las situaciones sociales, políticas, económicas dominadas por el pecado. «...¡Creo, Señor!» (Juan 9, 38). Como el ciego de nacimiento, cada uno de nosotros debe estar dispuesto a profesar con humildad su adhesión a Él. Que nos lo obtenga la Virgen Santa, totalmente llena del fulgor de la gracia divina. |