La divina Misericordia, manantial de la auténtica paz

Por indicación de Juan Pablo II los católicos celebraron este domingo una Jornada de oración por la paz en Oriente Medio. El Papa dedicó a este argumento su encuentro dominical con los peregrinos.

Ciudad del Vaticano, 7 de abril de 2002.

Hemos de ser instrumentos de paz por la oración

        ¡Queridos hermanos y hermanas!

        1. «¡Paz a vosotros!». Así se dirige Jesús a los apóstoles en la página del Evangelio de este domingo, que cierra la Octava de Pascua. En estas horas, este saludo encuentra en nuestros espíritus un eco particularmente profundo ante la persistencia preocupante de enfrentamientos en Tierra Santa. Precisamente por este motivo he pedido a los hijos de la Iglesia que se unan hoy, en una unánime y insistente imploración por la paz.

        La paz es don de Dios. El Creador mismo ha escrito en el corazón de los hombres la ley del respeto de la vida. «Quien vertiere sangre de hombre, por otro hombre será su sangre vertida, porque a imagen de Dios hizo Él al hombre», dice el Génesis (9, 6). Cuando al rededor domina la lógica despiadada de las armas, sólo Dios puede reconducir los corazones y los pensamientos hacia la paz. Sólo Él puede dar las energías que son necesarias para liberarse del odio y de la sed de venganza y emprender el camino de la negociación de cara al acuerdo y la paz.

        ¿Cómo es posible olvidar que israelíes y palestinos, siguiendo el ejemplo de Abraham, creen en el único Dios? A Él, revelado por Jesús como Padre misericordioso, se eleva la oración conjunta de los cristianos, quienes repiten con san Francisco de Asís: «Señor, hazme instrumento de tu paz».

        Mi recuerdo, en este momento, se dirige en particular a las comunidades de franciscanos, de greco-ortodoxos, de armenios ortodoxos, que viven horas difíciles en la Basílica de la Natividad. A todos les aseguro mi constante oración.

Donde de necesidad es mayor         2. La liturgia de hoy nos invita a encontrar en la divina Misericordia el manantial de esa auténtica paz que Cristo resucitado nos ofrece. Las llagas del Señor resucitado y glorioso constituyen el signo permanente del amor misericordioso de Dios por la humanidad. De ellas mana una especie de luz espiritual que ilumina las conciencias e infunde en los corazones consuelo y esperanza.

        «Jesús, en ti confío» repetimos en esta hora complicada y difícil, sabiendo que tenemos necesidad de esa divina Misericordia que desde hace más de medio siglo el Señor manifestó con gran amplitud a santa Faustina Kowalska. Que allí donde las pruebas y las dificultades son más ásperas, se haga más insistente la invocación al Señor resucitado, se haga más sentida la imploración del don de su Santo Espíritu, manantial de amor y de paz.

Unidos creyentes y no creyentes

        3. Confiemos nuestra oración a María a quien recordaremos de manera especial mañana, en la fiesta litúrgica de la Anunciación del Señor. El misterio de la concepción de Jesús en el seno de la Virgen por obra del Espíritu Santo nos recuerda que la vida humana, asumida por Cristo, es inviolable desde el primer instante. La contemplación del misterio nos lleva a renovar el compromiso de amar, acoger, servir la vida. Un compromiso que une a creyentes y no creyentes, pues «la defensa y la promoción de la vida no son monopolio de nadie, sino tarea y responsabilidad de todos» (Evangelium vitae, 91).

        La Virgen, Madre de Misericordia, que en el anuncio del Ángel concibió al Verbo encarnado, nos ayude a respetar siempre la vida y a promover unánimemente la paz.