Amor Conyugal: "Tú y solo tú" (4)

Tomás Melendo.01.07.02 www.PiensaunPoco.com
Unicidad de la mujer o el varón

        La otra cara de la virtud de la castidad, aparentemente negativa, pero derivada de la misma necesidad de hacer crecer el cariño mutuo, podría concretarse en la obligación gustosa de evitar todo lo que pudiera enfriar ese amor o ponerlo entre paréntesis, aunque fuera por unos minutos. Por tanto, el sentido de esa renuncia es eminentemente positivo: de lo que se trata, también ahora, es de que el amor conyugal madure y alcance su plenitud. No debería olvidarse este extremo si se quiere comprender a fondo el verdadero significado de la virtud de la castidad, su valencia de tremenda afirmación.

        Si nos atenemos a quienes se hallan unidos en matrimonio, que son los que aquí estamos contemplando, esa afirmación, tomada en serio, se constituye en criterio claro y delicadísimo de amor al cónyuge. Para el hombre casado no puede existir otra mujer, en cuanto mujer, más que la suya. Obviamente, ese varón (y lo mismo, simétricamente, se podría afirmar de su esposa) se relacionará con personas del sexo complementario: compañeras de trabajo, secretarias, alumnas, coincidencias en viajes... Y la educación y el respeto le llevará comportarse con ellas con delicadeza y deferencia. Pero a ninguna la tratará en cuanto mujer –poniendo en juego su condición de varón, que ya no le pertenece–, sino exquisitamente en cuanto persona.

Por qué lo ajeno resulta más atractivo

        Y esto, que de entrada podría presentarse como en exceso teórico e incluso artificial y alambicado, tiene una traducción muy clara y operativa: todo lo que yo hago con mi mujer justamente por ser mi mujer debo evitarlo al precio que fuere con cualquier otra: lo que comparto con ella por ser mi esposa no puedo compartirlo con nadie más.

        Aunque estemos ante personas aparentemente maduras, en este punto es muy fácil ser ingenuos. Pues, en principio, y después de unos cuantos años de tratar a diario con nuestra pareja en los momentos de alza y en los de bancarrota, cualquier otra mujer o cualquier otro varón se encuentran en mejores condiciones que los propios para presentar ante nosotros "intermitentemente" –en los aislados espacios de trato mutuo– su cara más amable. No nos los encontramos sin arreglar, recién levantados o levantadas, cuando podría incluso decirse que "simplemente no son ellos/as"; ni suelen estar cansados o cansadas, ni tienen que resolver con nosotros los problemas planteados por los hijos o los quebraderos de cabeza de una economía no muy boyante... Arreglado o arreglada, dispuesto casi por instinto y con la más limpia de las intenciones a gustar y caer bien, pueden dar de sí lo mejor que poseen, sin que exista el contrapeso de los momentos duros y de flaqueza que por fuerza se comparten en el interior del matrimonio. Además, él o ella suelen ser más jóvenes y más comprensivos (entre otras cosas, porque no nos conocen a fondo), y se encuentran pasajeramente adornados con muchas prendas que, de manera un tanto artificial, engalanan su figura y su personalidad ante nuestra mirada –en esos momentos no del todo perspicaz–... y que el trato continuado y duradero sin duda devolvería a sus auténticas dimensiones.

Se hace necesario huir de la ocasión en todo caso

        Para redondear esta idea, y para ir terminando lo que de otro modo resultaría inacabable, añadiré que es bastante difícil que una mujer distinta de la propia deje de comprender los problemas que sufrimos en nuestro hogar y en nuestro matrimonio y de experimentar, al conocerlos, una sincera compasión por nosotros. Como también es improbable –aunque por motivos muy distintos– que un varón deje de entender los de una mujer casada si cede a que se los explique. En los dos casos es menester una categoría hoy por desgracia no muy frecuente para quedar mal y rechazar de manera educada pero decidida ese tipo de confidencias.

        Y todo ello resulta, sin embargo, necesario para no enredar con la dicha propia y ajena y poner a nuestros "hijos" en un brete, vendiendo la grandeza profunda de una vida de familia vivida en plenitud por el superficial embeleso de unos momentos de satisfacción egocéntrica. El amor que empapa nuestro hogar nos llevará a eludir esas gratificaciones aparentes, con objeto de robustecer los cimientos de nuestra felicidad en el matrimonio.