Dios no es indiferente ante el bien y el mal

Intervención de Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles dedicada a comentar el cántico del profeta Isaías que aparece en el capítulo 33 (versículos 13 a 16) sobre la justicia de Dios.

Ciudad del Vaticano, 30 de octubre de 2002

        Los lejanos, escuchad lo que he hecho;
los cercanos, reconoced mi fuerza.

        Temen en Sión los pecadores,
y un temblor agarra los perversos:
"¿Quién de nosotros habitará un fuego devorador,
quién de nosotros habitará una hoguera perpetua?"

        El que procede con justicia y habla con rectitud
y rehusa el lucro de la opresión,
el que sacude la mano rechazando el soborno
y tapa su oído a propuestas sanguinarias,
el que cierra los ojos para no ver la maldad:
ese habitará en lo alto,
tendrá su alcázar en un picacho rocoso,
con abasto de pan y provisión de agua.

Se hace presente en el mundo

        1. Entre los cánticos bíblicos que se mezclan con los Salmos en la Liturgia de los Laudes nos encontramos con el breve texto que hoy se ha proclamado. Está tomado de un capítulo del libro del profeta Isaías, el 33, de su amplia y admirable colección de oráculos divinos.

        El cántico comienza con los versículos precedentes a los citados (Cf. versículos 10-12), con el anuncio de una entrada poderosa y gloriosa de Dios en la historia humana. «Ahora me levanto –dice el Señor–, ahora me exalto, ahora me elevo» (versículo 10). Las palabras del Señor se dirigen a los «lejanos», y a los «cercanos», es decir, a todas las naciones de la tierra, incluidas las más remotas, y a Israel, el pueblo «cercano» al Señor con motivo de la alianza (Cf. versículo 13).

        En otro pasaje del libro de Isaías se afirma: «¡Paz, paz, al de lejos y al de cerca! –dice el Señor–. Yo le curaré» (Iasías 57, 19). Ahora, sin embargo, las palabras del Señor se hacen ásperas, asumen el tono del juicio sobre el mal de los «alejados» y de los «cercanos».

Condena la malad

        2. De hecho, inmediatamente después, se difunde el miedo entre los habitantes de Sión que viven en el pecado y que son impíos (Cf. Isaías 33, 14). Son conscientes de vivir junto al Señor que reside en el templo, que ha querido caminar con ellos en la historia y se ha transformado en «Emanuel», «Dios-con-nosotros» (Cf. Is 7,14). Pues bien, el Señor justo y santo no puede tolerar la impiedad, la corrupción y la injusticia. Como «fuego devorador» y «hoguera perpetua» (Cf. Isaías 33,14), se desata contra el mal para aniquilarlo.

        En el capítulo 10, Isaías ya había advertido: «La luz de Israel vendrá a ser fuego, y su Santo, llama; arderá y devorará su espino» (versículo 17). El Salmista también cantaba: «como la cera que se derrite al fuego, parecen los impíos ante Dios» (Salmo 67, 3). Quiere decir, en el ámbito de la economía del Antiguo Testamento, que Dios no es indiferente ante el bien y el mal, por el contrario muestra su desdén y su cólera ante la maldad.

Exigencias morales para el bien

        3. Nuestro cántico no concluye con esta escena sombría de juicio. Es más, reserva la parte más amplia e intensa a la santidad acogida y vivida como signo de la conversión y reconciliación con Dios. Al igual que hacen algunos Salmos, como el 14 y el 23, que revelan las condiciones exigidas por el Señor para vivir en comunión gozosa con Él en la liturgia del templo, Isaías hace una lista de seis compromisos morales para el auténtico creyente, fiel y justo (Cf. Isaías 33, 15), que puede morar, sin sufrir daño, en el fuego divino, manantial de beneficios.

        El primer compromiso consiste en «caminar en la justicia», es decir, considerar la ley divina como lámpara que ilumina la senda de la vida. El segundo consiste en la lealtad y sinceridad a la hora de hablar, signo de relaciones sociales correctas y auténticas. Como tercer compromiso, Isaías propone «rehusar el lucro de la opresión», combatiendo de este modo el abuso de los pobres y la riqueza injusta. El creyente, después, se compromete a condenar la corrupción política y judicial «rechazando el soborno», imagen sugerente que indica el rechazo de donaciones que buscan desviar la aplicación de las leyes y el curso de la justicia.

No ser cómplices del mal

        4. El quinto compromiso es expresado con el gesto significativo de taparse los oídos, cuando se hacen «propuestas sanguinarias», o actos de violencia. El sexto y último compromiso se presenta con la imagen que, en un primer momento, nos desconcierta, pues no corresponde a nuestra manera de expresarnos. Cuando hablamos de «cerrar los ojos», queremos decir, «hacer cómo si no viéramos para no tener que intervenir»; sin embargo, el profeta dice que el hombre honesto «cierra los ojos para no ver la maldad», es decir, como signo de rechazo completo ante cualquier contacto con el mal.

        San Jerónimo, en su comentario a Isaías, desarrolla el concepto teniendo en cuenta todo el pasaje: «Toda iniquidad, opresión e injusticia, es decisión de sangre: y aunque no matéis con la espada, matáis con la intención. "Y cierra los ojos para no ver el mal": ¡dichosa conciencia que no escucha y no contempla el mal! Quien es así, por tanto, morará en "las alturas", es decir, en el reino de los cielos o en la altísima cueva de la solidísima Piedra, en Cristo Jesús» («In Isaiam prophetam», 10, 33: PL 24, 367).

        Jerónimo nos introduce de este modo en la debida comprensión de quien «cierra los ojos», evocada por el profeta: se trata de una invitación a rechazar totalmente toda complicidad con el mal. Como es fácil de observar, se alude a los principales sentidos del cuerpo: de hecho, manos, pies, ojos, oídos, lengua, participan en el actuar moral humano.

El justo es feliz con el Señor

        5. Pues bien, quien decide seguir esta conducta honesta y justa podrá acceder al templo del Señor, donde recibirá la seguridad de ese bienestar exterior e interior que Dios da a quien está en comunión con Él. El profeta utiliza dos imágenes para describir este final gozoso (Cf. versículo 16): la seguridad de fortalezas inexpugnables y la abundancia del pan y del agua, símbolo de vida próspera y feliz.

        La tradición ha interpretado espontáneamente el signo del agua como imagen del bautismo (Cf. por ejemplo, la Carta de Bernabé 11, 5), mientras que el pan es transfigurado por los cristianos en signo de la Eucaristía. Es lo que se puede leer, por ejemplo, en el comentario de san Justino, mártir, quien ve en las palabras de Isaías una profecía del «pan» eucarístico, «memoria» de la muerte redentora de Cristo (Cf. «Diálogo con Trifón» –«Dialogo con Trifone»–, Paoline 1988, p. 242).