María, nueva Eva

 

Palabras de Juan Pablo II comentando el relato de la Anunciación del Evangelio según San Lucas.

 

Catequesis de Juan Pablo II el 18 de septiembre de 1996.

Relato de la Anunciación

        Evangelio según San Lucas (Lc 1, 26-38) Al sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Y entrando, le dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.» Ella se conturbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin.» María respondió al ángel: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» El ángel le respondió: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios. Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible para Dios.» Dijo María: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.» Y el ángel, dejándola, se fue.

María y su obediencia

        1. El concilio Vaticano II, comentando el episodio de la Anunciación, subraya de modo especial el valor del consentimiento de María a las palabras del mensajero divino. A diferencia de cuanto sucede en otras narraciones bíblicas semejantes, el ángel lo espera expresamente: «El Padre de las misericordias quiso que el consentimiento de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la Encarnación para que, así como una mujer contribuyó a la muerte, así también otra mujer contribuyera a la vida» (Lumen gentium, 56).

        La Lumen gentium recuerda el contraste entre el modo de actuar de Eva y el de María, que san Ireneo ilustra así: «De la misma manera que aquella –es decir, Eva– había sido seducida por el discurso de un ángel, hasta el punto de alejarse de Dios desobedeciendo a su palabra, así ésta –es decir, María– recibió la buena nueva por el discurso de un ángel, para llevar en su seno a Dios, obedeciendo a su palabra; y como aquélla había sido seducida para desobedecer a Dios, ésta se dejó convencer a obedecer a Dios; por ello, la Virgen María se convirtió en abogada de la virgen Eva. Y de la misma forma que el género humano había quedado sujeto a la muerte a causa de una virgen, fue librado de ella por una Virgen; así la desobediencia de una virgen fue contrarrestada por la obediencia de una Virgen...» (Adv. Haer., 5, 19, 1).

Obediencia a la fe

        2. Al pronunciar su «sí» total al proyecto divino, María es plenamente libre ante Dios. Al mismo tiempo, se siente personalmente responsable ante la humanidad, cuyo futuro está vinculado a su respuesta.

        Dios pone el destino de todos en las manos de una joven. El «sí» de María es la premisa para que se realice el designio que Dios, en su amor, trazó para la salvación del mundo.

        El Catecismo de la Iglesia católica resume de modo sintético y eficaz el valor decisivo para toda la humanidad del consentimiento libre de María al plan divino de la salvación: «La Virgen María colaboró por su fe y obediencia libres a la salvación de los hombres. Ella pronunció su "fiat" "ocupando el lugar de toda la naturaleza humana". Por su obediencia, ella se convirtió en la nueva Eva, madre de los vivientes» (n. 511).

Ejemplo de obediencia al querer divino

        3. Así pues, María, con su modo de actuar, nos recuerda la grave responsabilidad que cada uno tiene de acoger el plan divino sobre la propia vida. Obedeciendo sin reservas a la voluntad salvífica de Dios que se le manifestó a través de las palabras del ángel, se presenta como modelo para aquellos a quienes el Señor proclama bienaventurados, porque «oyen la palabra de Dios y la guardan» (Lc 11, 28). Jesús, respondiendo a la mujer que, en medio de la multitud, proclama bienaventurada a su madre, muestra la verdadera razón de ser de la bienaventuranza de María: su adhesión a la voluntad de Dios, que la llevó a aceptar la maternidad divina.

        En la encíclica Redemptoris Mater puse de relieve que la nueva maternidad espiritual, de la que habla Jesús, se refiere ante todo precisamente a ella. En efecto, «¿no es tal vez María la primera entre "aquellos que escuchan la palabra de Dios y la cumplen"? Y por consiguiente, ¿no se refiere sobre todo a ella aquella bendición pronunciada por Jesús en respuesta a las palabras de la mujer anónima?» (n. 20). Así, en cierto sentido, a María se la proclama la primera discípula de su Hijo (cf. ib.) y, con su ejemplo, invita a todos los creyentes a responder generosamente a la gracia del Señor.

Importancia de su activa colaboración

        4. El concilio Vaticano II destaca la entrega total de María a la persona y a la obra de Cristo: «Se entregó totalmente a sí misma, como esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo. Con él y en dependencia de él, se puso, por la gracia de Dios todopoderoso, al servicio del misterio de la redención» (Lumen gentium, 56).

        Para María, la entrega a la persona y a la obra de Jesús significa la unión íntima con su Hijo, el compromiso materno de cuidar de su crecimiento humano y la cooperación en su obra de salvación.

        María realiza este último aspecto de su entrega a Jesús en dependencia de él, es decir, en una condición de subordinación, que es fruto de la gracia. Pero se trata de una verdadera cooperación, porque se realiza con él e implica, a partir de la anunciación, una participación activa en la obra redentora. «Con razón, pues, –afirma el concilio Vaticano II– creen los santos Padres que Dios no utilizó a María como un instrumento puramente pasivo, sino que ella colaboró por su fe y obediencia libres a la salvación de los hombres. Ella, en efecto, como dice san Ireneo, "por su obediencia fue causa de la salvación propia y de la de todo el género humano" (Adv. Haer., 3, 22, 4)» (ib.)

        María, asociada a la victoria de Cristo sobre el pecado de nuestros primeros padres, aparece como la verdadera «madre de los vivientes» (ib.). Su maternidad, aceptada libremente por obediencia al designio divino, se convierte en fuente de vida para la humanidad entera.