La lección de Juan XXIII, cuarenta años después de su muerte

Intervención que pronunció Juan Pablo II durante la audiencia general dedicada a recordar al beato Papa Juan XXIII, en el cuadragésimo aniversario de su fallecimiento.

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Ciudad del Vaticano, 4 junio 2003.

Hace cuarenta años         ¡Queridos hermanos y hermanas!

        1. Hace cuarenta años fallecía el querido y venerado Papa Juan XXIII, a quien tuve la alegría de proclamar beato, junto con Pío IX, el 3 de septiembre del año 2000.

        El pensamiento regresa espontáneamente al lunes, 3 de junio de 1963: a aquella tarde, en que los fieles de Roma y los peregrinos acudieron a la Plaza de San Pedro para unirse lo más posible al querido padre y pastor, que después de una larga y sufrida enfermedad, dejaba este mundo.

        A las 19.00, en el atrio de la Basílica vaticana, el pro-vicario de Roma, el cardenal Luigi Traglia, comenzaba la santa misa, mientras él desde su cama, convertida en altar, consumía su sacrificio espiritual, el sacrificio de toda su vida.

        Desde la Plaza de San Pedro llena de gente se elevaba unánimemente hacia el cielo la oración de la Iglesia. Parece que se revive aquellos momentos de intensa emoción: las miradas de toda la humanidad se dirigían hacia la ventana del tercer piso del Palacio Apostólico. El final de aquella misa coincidió con la muerte del Papa bueno.

Su vida por el mundo

        2. «Este lecho es un altar; el altar requiere una víctima: heme aquí. Ofrezco mi vida por la Iglesia, por la continuación del Concilio Ecuménico, por la paz del mundo, por la unión de los cristianos» («Discursos, Mensajes, Coloquios del Santo Padre Juan XXIII», V, p. 618).

        «Ecce adsum!» Heme aquí. El sereno pensamiento de la muerte había acompañado durante toda la vida al Papa Juan, quien en la hora del adiós dirigía su mirada hacia el futuro, hacia las expectativas del Pueblo de Dios y del mundo. Con conmoción, afirmaba que el secreto de su sacerdocio estaba en el Crucifijo, siempre custodiado celosamente ante su cama. «En las largas y frecuentes conversaciones nocturnas –observaba– he sentido más urgente que nunca el pensamiento de la redención del mundo». «Esos brazos abiertos –añadía– dicen que Él murió por todos, por todos; nadie es rechazado de su amor, de su perdón» (ibídem, 618).

        No es difícil percibir en estas breves palabras el sentido de su ministerio sacerdotal totalmente dedicado a hacer conocer y amar «lo que más vale en la vida: Jesucristo bendito, su santa Iglesia, su Evangelio» (ibídem, 612). Hasta el final palpitó en él este anhelo. «Mi vida terrena termina –concluía el beato Juan XXIII–; pero Cristo vive y la Iglesia sigue realizando su tarea; las almas, las almas: "ut unum sint, ut unum sint..."» (ibídem 619).

Pasión por la paz         3. Menos de dos meses antes, el 11 de abril, Juan XXIII había publicado el documento más célebre de su magisterio: la encíclica «Pacem in terris», que este año he recordado en varias ocasiones. Toda la vida de este pontífice inolvidable fue un gran testimonio de paz. Y su pontificado se convirtió en un altísima profecía de paz, que encontró en la «Pacem in terris» su manifestación cumplida, una especie de testamento público y universal.

        «Todo creyente, en nuestro mundo –escribía– debe ser una chispa de luz, un centro de amor, un fermento vivificante en la masa: lo será en la medida en que en su intimidad vive en comunión con Dios. De hecho, no puede haber paz entre los hombres si no hay paz en cada uno de ellos (Parte V: «Acta Apostolicae Sedis (AAS)», LV [1963], p. 302).

        Para ser chispa de luz se requiere vivir en contacto permanente con Dios. Mi venerado predecesor, que ha dejado una huella en la historia, recuerda también a los hombres del tercer milenio que el secreto de la paz y de la alegría está en la comunión profunda y constante con Dios. El Corazón del Redentor es el manantial del amor y de la paz, de la esperanza y de la alegría.

        Nuestro recuerdo del querido Papa Juan se transforma de este modo en una oración: que él interceda desde el Paraíso para que también nosotros, como él, podamos confesar al final de nuestra existencia, que sólo hemos buscado a Cristo y su Evangelio.

        Que María –a quien le gustaba invocar con la bella jaculatoria «Mater mea, fiducia mea!»– nos ayude a perseverar con la palabra y el ejemplo en el compromiso de testimoniar la paz para contribuir en la construcción de la civilización del amor.