Dios está del lado de los justos
y las víctimas

Intervención de Juan Pablo II en la audiencia general dedicada a comentar el el Cántico del capítulo 19 del Apocalipsis (1-2.5.7), «Las bodas del Cordero».

Ciudad del Vaticano, 10 diciembre 2003.

Cántico del capítulo 19 del Apocalipsis (1-2.5.7).

Aleluya.
La salvación y la gloria
y el poder son de nuestro Dios,
porque sus juicios
son verdaderos y justos.
Aleluya.

Aleluya.
Alabad al Señor,
sus siervos todos,
los que le teméis,
pequeños y grandes.
Aleluya.

Aleluya.
Porque reina el Señor,
nuestro Dios, dueño de todo,
alegrémonos y gocemos
y démosle gracias.
Aleluya.

Aleluya.
Llegó la boda del Cordero,
su esposa se ha embellecido.
Aleluya.

Alabanzas de justicia

        1. Siguiendo la serie de los Salmos y de los Cánticos que constituyen la oración eclesial de las Vísperas, nos encontramos ante un himno, tomado del capítulo 19 del Apocalipsis, compuesto por una secuencia de aleluyas y aclamaciones.

        Antes de estas gozosas invocaciones se encuentra el lamento dramático entonado en el capítulo precedente por los reyes de la tierra, los mercaderes y los marineros ante la caída de la Babilonia imperial, la ciudad de la malicia y de la opresión, símbolo de la persecución desencadenada contra la Iglesia.

Un gran gentío 2. En antítesis a este grito que se eleva desde la tierra, resuena en los cielos un coro gozoso de carácter litúrgico que, además del «aleluya», repite también el «amén». Las aclamaciones, como antífonas, que ahora une la Liturgia de las Vísperas en un solo cántico, en el texto del Apocalipsis son atribuidas a personajes diferentes. Nos encontramos, ante todo, con una «muchedumbre inmensa», constituida por la asamblea de los ángeles y de los santos (Cf. versículos 1-3). Se oye, después, la voz de los «veinticuatro ancianos» y de los «cuatro vivientes», imágenes simbólicas que parecen ser los sacerdotes de esta liturgia celeste de alabanza y de acción de gracias (Cf. versículo 4). Se eleva, por último, la voz de un solista (Cf. versículo 5) que a su vez involucra en el canto a la «muchedumbre inmensa» con la que se había comenzado (Cf. versículos 6-7).
No le resultamos indiferentes

        3. En las futuras etapas de nuestro recorrido de oración, tendremos la oportunidad de ilustrar cada una de las antífonas de este grandioso y festivo himno de alabanza elevado por diferentes voces. Por el momento, nos contentamos con dos anotaciones. La primera se refiere a la aclamación de apertura, que dice así: «La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios, porque sus juicios son verdaderos y justos» (versículos 1-2).

        En el corazón de esta invocación gozosa se encuentra la representación de la intervención decisiva de Dios en la historia: el Señor no es indiferente, como un emperador impasible y aislado, ante las vicisitudes humanas. Como dice el Salmista, «el Señor tiene su trono en el cielo, sus ojos están observando, sus pupilas examinan a los hombres» (Salmo 10, 4).

Su justicia a favor nuestro

        4. Es más, su mirada es fuente de acción, pues interviene y acaba con los imperios prepotentes y opresivos, derriba a los orgullosos que le desafían, juzga a quienes comenten el mal. El Salmista también describe con imágenes pintorescas (Cf. Salmo 10, 7) esta irrupción de Dios en la historia, tal y como había evocado el autor del Apocalipsis en el capítulo precedente (Cf. Apocalipsis 18, 1-24) la terrible intervención divina sobre Babilonia, desarraigada de su sede y lanzada contra el mar. Nuestro himno hace referencia a esta intervención en un pasaje que no ha sido retomado en la celebración de las Vísperas (Cf. Apocalipsis 19, 2-3).

        Nuestra oración, por tanto, debe invocar y alabar sobre todo la acción divina, la justicia eficaz del Señor, su gloria alcanzada con el triunfo sobre el mal. Dios se hace presente en la historia, poniéndose de parte de los justos y de las víctimas, como declara precisamente la breve y esencial aclamación del Apocalipsis, y como se repite con frecuencia en el canto de los Salmos (Cf. Salmo 145, 6-9).

Su amor por la Iglesia

        5. Subrayemos otro tema de nuestro cántico. Se desarrolla en la aclamación final y es uno de los motivos dominantes del mismo Apocalipsis: «Llegó la boda del Cordero, su esposa se ha embellecido» (Apocalipsis 19, 7). Cristo y la Iglesia, el Cordero y la esposa, se encuentran en profunda comunión de amor.

        Trataremos de hacer que brille esta mística unión conyugal con el testimonio poético de un gran Padre de la Iglesia siria, san Efrén, quien vivió en el siglo IV. Utilizando simbólicamente el signo de las bodas de Caná (Cf. Juan 2, 1-11), invita a la ciudad misma, personificada, a alabar a Cristo por el gran don recibido:

        «Junto a mis huéspedes, le daré gracias porque me ha considerado digna de invitarle: / Él es el Esposo celestial, que ha descendido y ha invitado a todos; / y yo también he sido invitada a entrar en su pura fiesta de bodas. / Ante los pueblos le reconoceré como el Esposo, como él no hay otro. / Su alcoba ha sido preparada por los siglos, / y está llena de riquezas, sin que le falte nada: / no como la de Caná, a cuyas carencias él puso remedio» («Himnos sobre la virginidad», 33,3: «El arpa del Espíritu» –«L’arpa dello Spirito»–, Roma 1999, pp. 73-74).

Con cada uno de sus fieles

        6. En otro himno que también dedica a las bodas de Caná, san Efrén subraya cómo Cristo, al invitar a las bodas de otros (los esposos de Caná), ha querido celebrar la fiesta de sus bodas: las bodas con su esposa, que es cada una de las almas fieles. «Jesús, fuiste invitado a una fiesta de bodas de otros, los esposos de Caná, / pues también tus huéspedes, Señor, tienen necesidad / de tus cantos: ¡deja que tu arpa lo llene todo! / El alma es tu esposa, el cuerpo es tu alcoba, / tus invitados son los sentidos y los pensamientos. / Y si un solo cuerpo es para ti una fiesta de bodas, / la Iglesia entera es tu banquete nupcial» («Himnos sobre la fe», «Inni sulla fede», 14,4-5: op. cit., p. 27).