En la resurrección de Cristo, la certeza de la vida eterna

Intervención de Juan Pablo II en la audiencia general dedicada a meditar sobre el Salmo 20, «Acción de gracias por la victoria del rey».

Ciudad del Vaticano, 17 de marzoo de 2004.

Salmo 20

Señor, el rey se alegra por tu fuerza,
¡y cuánto goza con tu victoria!
Le has concedido el deseo de su corazón,
no le has negado lo que pedían sus labios.

Te adelantaste a bendecirlo con el éxito,
y has puesto en su cabeza una corona de oro fino.
Te pidió vida, y se la has concedido,
años que se prolongan sin término.

Tu victoria ha engrandecido su fama,
lo has vestido de honor y majestad.
Le concedes bendiciones incesantes,
lo colmas de gozo en tu presencia;
porque el rey confía en el Señor,
y con la gracia del Altísimo no fracasará.

Levántate, Señor, con tu fuerza,
y al son de instrumentos cantaremos tu poder.

Favores de Dios al rey

        1. La Liturgia de las Vísperas ha entresacado la parte del Salmo 20 que acabamos de escuchar, omitiendo otra de carácter imprecatorio (Cf. versículos 9-13). El pasaje escogido habla de los favores pasados y presentes ofrecidos por Dios al rey, mientras que la parte omitida habla en futuro de la victoria del rey sobre sus enemigos.

        El texto sobre el que meditaremos (Cf. versículos 2-8.14) forma parte del género de los Salmos reales o regios. En el centro, se encuentra la obra de Dios a favor del soberano hebreo, representado quizá en el día solemne de su entronización. Al inicio (Cf. versículo 2) y al final (Cf. versículo 14) da la impresión de que resuena una aclamación de toda la asamblea, mientras que el centro del himno tiene el tono de un canto de acción de gracias, que el salmista dirige a Dios por los favores recibidos por el rey: «éxito» (versículo 4), «años que se prolongan sin término» (versículo 5), «fama» (versículo 6),
«gozo» (versículo 7).

        Es fácil intuir que este canto –al igual que sucedió con los demás Salmos regios del Salterio– fue interpretado de una nueva manera cuando en Israel desapareció la monarquía. Se convirtió ya en el judaísmo en un himno en honor del rey-mesías: se allanaba así el camino hacia la interpretación cristológica, adoptada por la liturgia.

Revestido de poder

        2. Pero hagamos, en primer lugar, una lectura del texto en su sentido original. Se respira una atmósfera alegre en la que resuenan los cantos, dada la solemnidad del acontecimiento: «Señor, el rey se alegra por tu fuerza, ¡y cuánto goza con tu victoria! [...]

        Al son de instrumentos cantaremos tu poder» (versículos 2. 14). Luego se hace referencia a los dones de Dios al soberano: Dios ha respondido a sus oraciones (Cf. versículo 3), le ha puesto en su cabeza una corona de oro fino (Cf. versículo 4). El esplendor del rey esta ligado a la luz divina que lo envuelve como una manto protector: «lo has vestido de honor y majestad» (versículo 6).

        En el antiguo Oriente Próximo, se consideraba que el rey estaba circundado de un halo luminoso, que atestiguaba su participación en la esencia misma de la divinidad. Para la Biblia, el soberano es, ciertamente, «hijo» de Dios (Cf. Salmo 2, 7), pero sólo en el sentido metafórico y adoptivo. Por eso tiene que ser el lugarteniente del Señor en la tutela de la justicia. Precisamente por el desempeño de esta misión Dios le circunda con su luz benéfica y con su bendición.

La bendición de Dios

        3. La bendición es un tema relevante en este breve himno: «Te adelantaste a bendecirlo con el éxito [...] Le concedes bendiciones incesantes» (Salmo 20, 4.7). La bendición es signo de la presencia divina que actúa en el rey, quien de este modo se convierte en un reflejo de la luz de Dios en medio de la humanidad.

        La bendición, en la tradición bíblica, comprende también el don de la vida que es infundido en el consagrado: «Te pidió vida, y se la has concedido, años que se prolongan sin término» (versículo 5). El profeta Natán también había asegurado a David esta bendición, fuente de estabilidad, de subsistencia y seguridad, y David había rezado así: «Dígnate, pues, bendecir a la casa de tu siervo para que permanezca por siempre en tu presencia, pues tú, mi Señor, has hablado y con tu bendición la casa de tu siervo será eternamente bendita» (2 Samuel 7, 29).

Don de la vida eterna

        4. Al rezar este Salmo vemos cómo se perfila detrás del retrato del rey hebreo el rostro de Cristo, rey mesiánico. Él es la «irradiación de la gloria» del Padre (Hebreos 1, 3). Es el Hijo en el sentido pleno y, por tanto, la perfecta presencia de Dios en medio de la humanidad. Él es la luz y la vida, como proclama san Juan en el prólogo de su Evangelio: «En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres» (1, 4). Siguiendo esta línea, san Ireneo, obispo de Lyón, al comentar el Salmo, aplicará el tema de la vida (Cf. Salmo 20, 5) a la resurrección de Cristo: «¿Por qué motivo el salmista dice: "Te pidió vida", si Cristo estaba a punto de morir? El salmista anuncia, por tanto, su resurrección de los muertos y que, resucitado de los muertos, es inmortal. De hecho, ha asumido la vida para resurgir y, a través del espacio y el tiempo en la eternidad, para ser incorruptible» («Demostración de la predicación apostólica», «Esposizione della predicazione apostolica», 72, Milano 1979, p. 519).

        Basándose en esta certeza, el cristiano también cultiva la esperanza en el don de la vida eterna.