Cristo, «intérprete» y «señor de la historia»

Intervención de Juan Pablo II dedicada a comentar el «Himno de los redimidos» del Apocalipsis (capítulo 4, 11 y capítulo 5, 9.10,12).

Ciudad del Vaticano, 31 de marzoo de 2004.

 


«Himno de los redimidos» (Ap 4, 11-5, 9.10,12)

Eres digno, Señor, Dios nuestro,
de recibir la gloria, el honor y el poder,
porque tú has creado el universo;
porque por tu voluntad lo que no existía fue creado.

Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos,
porque fuiste degollado
y con tu sangre compraste para Dios
hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación;
y has hecho de ellos para nuestro Dios
un reino de sacerdotes,
y reinan sobre la tierra.

Digno es el Cordero degollado
de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría,
la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza.

 

        1. El cántico que acabamos de escuchar y en el que ahora meditaremos forma parte de la Liturgia de las Vísperas, cuyos salmos estamos comentando paulatinamente en nuestras catequesis semanales. Como sucede con frecuencia en la liturgia, algunas composiciones de oración nacen al unir fragmentos bíblicos que pertenecen a páginas más extensas.

        En este caso, se han tomado algunos versículos de los capítulos 4 y 5 del Apocalipsis, en los que se describe una gloriosa y grandiosa escena celestial. En el centro, se eleva un trono sobre el que está sentado el mismo Dios, cuyo nombre no es pronunciado por veneración (Cf. Apocalipsis 4, 2). A continuación, en ese trono, se sienta un Cordero, símbolo de Cristo resucitado: se habla, de hecho, de un «Cordero, como degollado», «de pie», vivo y glorioso (5, 6).

        En torno a estas dos figuras divinas se despliega el coro de la corte celestial, representada por «cuatro vivientes» (4,6), que parecen evocar a los ángeles de la presencia divina en los puntos cardinales del universo y «veinticuatro ancianos» (4,4), en griego «presbyteroi», es decir, los jefes de la comunidad cristiana, cuyo número recuerda a las doce tribus de Israel y los doce apóstoles, es decir, la síntesis entre la primera y la nueva alianza.

 

        2. Esta asamblea del Pueblo de Dios entona un himno al Señor, exaltando «la gloria, el honor y el poder», que se han manifestado en la creación del universo (Cf. 4, 11). Al llegar a ese momento se introduce un símbolo de particular importancia, en griego un «biblíon», es decir, un «libro», que sin embargo es totalmente inaccesible: siete sellos impiden su lectura (Cf. 5,1).

        Se trata, por tanto, de una profecía escondida. Ese libro contiene toda la serie de decretos divinos que hay que actuar en la historia humana para que reine la justicia perfecta. Si el libro se queda sellado, no se pueden conocer ni aplicar estos decretos, y la maldad seguirá extendiéndose y oprimiendo a los creyentes. Se constata así la necesidad de una intervención autorizada: la realizará el Cordero inmolado y resucitado. Él será capaz «de tomar el libro y abrir sus sellos» (Cf. 5, 9).

        Cristo es el gran intérprete y el señor de la historia, que revela la trama escondida de la acción divina que se desarrolla en ella.

 

        3. El himno indica después cuál es el fundamento del poder de Cristo sobre la historia: su misterio pascual (Cf. 5, 9-10): Cristo se ha «inmolado» y con su sangre ha «rescatado» a toda la humanidad del poder del mal. El verbo «rescatar» hace referencia al Éxodo, a la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto. Según la antigua legislación, el deber del rescate correspondía al pariente más cercano. En el caso del pueblo, éste era el mismo Dios que llamaba a Israel su «primogénito» (Éxodo 4, 22).

        Pero, además, Cristo realiza esta obra por toda la humanidad. Su redención no sólo tiene la función de rescatarnos del nuestro mal cometido en el pasado, de sanar las heridas y de levantarnos de nuestras miserias. Cristo nos da un nuevo ser interior, nos hace sacerdotes y reyes, partícipes en su misma dignidad.

        Al aludir a las palabras que Dios había proclamado en el Sinaí (Cf. Éxodo 19, 6; Apocalipsis 1, 6), el himno confirma que el pueblo de Dios redimido se compone de reyes y sacerdotes que deben guiar y santificar a toda la creación. Es una consagración que tiene su origen en la Pascua de Cristo y que se realiza en el bautismo (Cf. 1 Pedro 2, 9). De ella se deriva un llamamiento a la Iglesia para que tome conciencia de su dignidad y de su misión.

        4. La tradición cristiana a aplicado constantemente a Cristo la imagen del Cordero pascual. Escuchemos las palabras de un obispo del siglo II, Melitón de Sardes, ciudad de Asia Menor, que se expresa así en su «Homilía de Pascua»: «Cristo bajó del cielo a la tierra por amor a la humanidad sufriente, se revistió de nuestra humanidad en el seno de la Virgen y nació como hombre... Lo apresaron como un cordero y como un cordero fue degollado, y de este modo nos rescató de la esclavitud del mundo... Él nos sacó de la esclavitud a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, de la opresión a una realeza eterna; e hizo de nosotros un nuevo sacerdocio y un pueblo elegido para siempre... Él es el cordero mudo, el cordero degollado, el hijo de María, cordera sin mancha. Él fue tomado de la grey, conducido a la muerte, inmolado hacia el atardecer, sepultado en la noche» (nn. 66-71: SC 123, pp. 96-100).

        Al final, el mismo Cristo, el Cordero inmolado, dirige su llamamiento a todos los pueblos: «Venid, por tanto, vosotros que sois estirpe de hombres manchados por los pecados, y recibid el perdón de los pecados. Yo soy, de hecho, vuestro perdón, yo soy la Pascua de salvación, yo soy el cordero inmolado por vosotros, yo soy vuestro rescate, yo soy vuestro camino, yo soy vuestra resurrección, yo soy vuestra luz, yo soy vuestra salvación, yo soy vuestro rey. Yo soy quien os conduce a las alturas de los cielos, yo os mostraré al Padre que vive desde la eternidad, yo soy quien os resucitará con mi diestra» (n. 103: ibídem, p. 122).