Homilía del Papa en la eucaristía del día de la Asunción María

Intervención que preparó Juan Pablo II para la celebración eucarística de la solemnidad de la Asunción de María en la «Pradera» de Lourdes. El pontífice no leyó algunos de sus pasajes.

Lourdes, 15 agosto de 2004.

Un deseo intenso         1. «Que soy era Immaculada Councepciou». Las palabras que dirigió María a Bernadette el 25 de marzo de 1858 resuenan con una intensidad particular en este año en el que la Iglesia celebra el 150 aniversario de la definición solemne del dogma proclamado por el beato Pío IX en la Constitución apostólica «Ineffabilis Deus».

        He deseado intensamente realizar esta peregrinación a Lourdes para recordar un acontecimiento que sigue dando gloria a la Trinidad una e indivisa. La concepción inmaculada de María es el signo del amor gratuito del Padre, la expresión perfecta de la redención cumplida por el Hijo, el punto de partida de una vida totalmente disponible a la acción del Espíritu.

Saludos del Papa

        2. Bajo la mirada materna de la Virgen, os saludo a todos cordialmente, queridos hermanos y hermanas venidos a la gruta de Massabielle para cantar las alabanzas de la mujer a quien todas las generaciones proclaman bienaventurada (Cf. Lucas 1, 48).

        Saludo en particular a los peregrinos franceses y a sus obispos, en particular a monseñor Jacques Perrier, obispo de Tarbes y Lourdes, a quien agradezco sus amables palabras que me ha dirigido al inicio de esta celebración.

        Saludo al señor ministro del Interior, que representa aquí al gobierno francés, así como a las demás personas que forman parte de las autoridades civiles y militares presentes.

        Mi pensamiento afectuoso llega así a todos los peregrinos venidos hasta aquí de diferentes partes de Europa y del mundo, y a todos aquellos que se han unido espiritualmente a nosotros a través de la radio y la televisión. Os saludo con particular afecto, queridos enfermos, que habéis venido a este lugar bendito para buscar consuelo y esperanza. ¡Que la Virgen santa nos permita percibir su presencia y que reconforte nuestros corazones!

"Sin pedir nada a cambio" 3. «En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa...» (Lucas 1, 39). Las palabras de la narración evangélica nos permiten percibir con los ojos del corazón a la joven muchacha de Nazaret en camino hacia la «ciudad de Judá» en la que vivía su prima para ofrecerle sus servicios. Lo que nos impresiona ante todo de María es su atención llena de ternura hacia su pariente mayor. Es un amor concreto que no se queda en palabras de comprensión, sino que se compromete personalmente en una auténtica asistencia. La Virgen no le da simplemente a su prima algo que le pertenece; se da ella misma, sin pedir nada a cambio. Ha comprendido perfectamente que, más que un privilegio, el don recibido de Dios es un deber, que compromete al servicio de los demás con la gratuidad que es propia del amor.
Alegre por ser humilde

        4. «Engrandece mi alma al Señor...» (Lucas 1, 46). Durante su encuentro con Isabel, los sentimientos de María se reflejan con fuerza en el cántico del «Magnificat». Sus labios expresan la expectativa llena de esperanza de «los pobres del Señor» así como la conciencia del cumplimiento de las promesas, pues Dios «se acordó de su misericordia» (Cf. Lucas 1, 54).

        De esta conciencia surge precisamente la alegría de la Virgen María, que se refleja en todo el cántico: alegría de saber que Dios «ha puesto los ojos» en su «humildad» (Cf. Lucas 1, 48); alegría a causa del «servicio» que puede realizar, gracias a las «maravillas» a las que le ha llamado el Todopoderoso (Cf. Lucas 1, 49); alegría por experimentar con antelación las bienaventuranzas escatológicas, reservadas a los «humildes» y a los «hambrientos» (Cf. Lucas 1, 52-53).

        Tras el «Magnificat» viene el silencio; no se dice nada de los tres meses de presencia de María junto a su prima Isabel. O quizá se nos dice lo más importante: el bien no hace ruido, la fuerza del amor se expresa en la tranquila discreción del servicio cotidiano.

Garantía de victoria

        5. Con sus palabras y con su silencio, la Virgen María se nos presenta como un modelo en nuestro camino. Es un camino que no es fácil: por la falta de sus primeros padres, la humanidad lleva en sí la herida del pecado, cuyas consecuencias siguen experimentando los redimidos. ¡Pero el mal y la muerte no tendrán la última palabra! María lo confirma con toda su existencia, en cuanto testigo viviente de la victoria de Cristo, nuestra Pascua.

        Los fieles lo han comprendido. Por este motivo vienen en masa ante la gruta para escuchar las advertencias maternas de la Virgen, reconociendo en ella a «la mujer vestida de sol» (Apocalipsis 12, 1), la Reina que resplandece ante el trono de Dios (Cf. Salmo responsorial) e intercede a su favor.

Nos antecede

        6. Hoy la Iglesia celebra la gloriosa Asunción al Cielo de María en cuerpo y alma. Los dos dogmas de la Inmaculada Concepción y de la Asunción están íntimamente ligados. Ambos proclaman la gloria de Cristo redentor y la santidad de María, cuyo destino humano ha sido perfecta y definitivamente realizado en Dios.

        «Cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros», nos ha dicho Jesús (Juan 14, 3). María es la prenda del cumplimiento de la promesa de Cristo. Su Asunción se convierte para nosotros en «un signo de esperanza segura y de consuelo («Lumen gentium», n. 68).

¡Que toda vida sea respetado!

        7. ¡Queridos hermanos y hermanas! De la Gruta de Massabielle, la Virgen Inmaculada nos habla también a nosotros, cristianos del tercer milenio. ¡Escuchémosla!

        Escuchadla, ante todo, vosotros, jóvenes, que buscáis una respuesta capaz de dar sentido a vuestra vida. Podéis encontrarla aquí. Es una respuesta exigente, pero es la única respuesta válida. En ella se encuentra el secreto de la auténtica alegría y de la paz.

        Desde esta gruta os lanzo un llamamiento especial a vosotras, las mujeres. Al aparecerse en la gruta, María confió un mensaje a una muchacha, subrayando la misión particular que corresponde a la mujer, en nuestra época que siente la tentación del materialismo y la secularización: ser testigo en la sociedad actual de los valores esenciales que sólo se pueden percibir con los ojos del corazón. ¡A vosotras, mujeres, os corresponde ser centinelas del Invisible! A todos vosotros, hermanas y hermanos, os lanzo un apremiante llamamiento para que hagáis todo lo que podáis para que la vida, toda vida, sea respetada desde la concepción hasta su término natural. La vida es un don sagrado del que nadie puede apropiarse.

        Por último, la Virgen de Lourdes tiene un mensaje para todos, es éste: ¡sed mujeres y hombres libres! Pero recordad: la libertad humana es una libertad marcada por el pecado. También tiene necesidad de ser liberada. Cristo es el liberador, él que «nos ha liberado para que seamos verdaderamente libres» (Gálatas 5, 1). ¡Defended vuestra libertad!

        Queridos amigos, en este objetivo sabemos que podemos contar con la que nunca cedió al pecado, la única criatura perfectamente libre. Os confío a ella. ¡Caminad con María por los caminos de de la plena realización de vuestra humanidad!