La gran contradicción del cristiano

Comentario del padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, al pasaje evangélico de la liturgia del domingo, (Lc 23, 35-43), en la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo.

Ciudad del Vaticano, 19 noviembre de 2004.

 


Lucas (23, 35-43)

        Estaba el pueblo mirando; los magistrados hacían muecas diciendo: «A otros salvó; que se salve a sí mismo si él es el Cristo de Dios, el Elegido». También los soldados se burlaban de él y, acercándose, le ofrecían vinagre y le decían: «Si tú eres el Rey de los judíos, ¡sálvate!». Había encima de él una inscripción: «Este es el Rey de los judíos». Uno de los malhechores colgados le insultaba: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!». Pero el otro le respondió diciendo: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho».

        La solemnidad de Cristo Rey, como institución, es bastante reciente. Fue establecida por el Papa Pío XI en 1925 en respuesta a los regímenes políticos ateos y totalitarios que negaban los derechos de Dios y de la Iglesia. El clima en que nació la fiesta es, por ejemplo, el de la revolución mexicana, cuando muchos cristianos se encaminaron a la muerte gritando hasta el último aliento: «¡Viva Cristo Rey!». Pero aunque la institución de la fiesta sea reciente, no lo es su contenido ni su idea central, que es antiquísima y nace, se puede decir, con el cristianismo. La frase: «Cristo reina» tiene su equivalente en la profesión de fe: «Jesús es el Señor», que ocupa un lugar central en la predicación de los apóstoles.

        El pasaje evangélico es el de la muerte de Cristo, porque es en aquel momento que Cristo comienza a reinar sobre el mundo. La cruz es el trono de este rey: «Había encima de él una inscripción: “Este es el Rey de los judíos”». Lo que en las intenciones de los enemigos debía ser la justificación de su condena, era, a los ojos del Padre celestial, la proclamación de su soberanía universal. Para descubrir cómo nos toca esta fiesta de cerca, basta con pensar en una distinción sencillísima.

        Existen dos universos, dos mundos o cosmos: el macrocosmos, que es el universo grande y exterior a nosotros, o el pequeño universo, que es cada hombre. La liturgia misma, en la reforma que siguió al Concilio ecuménico Vaticano II, sintió la necesidad de trasladar el énfasis, remarcando el aspecto humano y espiritual de la fiesta más que el, por así decirlo, político. La oración de la fiesta ya no pide, como lo hacía antes, «conceder a todas las familias de los pueblos someterse a la dulce autoridad de Cristo», sino hacer que «toda criatura, libre de la esclavitud del pecado, le sirva y le alabe sin fin». En el momento de su muerte, se lee en el pasaje evangélico, sobre la cabeza de Cristo pendía una inscripción: «Este es el Rey de los judíos»; los presentes le desafiaban a mostrar abiertamente su majestad y muchos, también entre los amigos, se esperaban una demostración espectacular de esta realeza. Pero él elige manifestarla preocupándose de un solo hombre, un malhechor por añadidura: «“Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu reino”. Le respondió: “En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso”».

        Desde esta óptica, la cuestión más importante que hay que plantearse en la fiesta de Cristo Rey no es si él reina o no en el mundo, sino si reina o no dentro de mí; no si su realeza es reconocida por los Estados y por los gobiernos, sino si es reconocida y vivida por mí. ¿Es Cristo Rey y Señor de mi vida? ¿Quién reina dentro de mí, quién fija los objetivos y establece las prioridades: Cristo u otro? Según San Pablo, existen dos modos posibles de vivir: «o para sí mismo o para el Señor» (Cf. Rm 14, 7-9). Vivir «para sí mismo» significa vivir como quien tiene en sí mismo el propio principio y el propio fin; indica una existencia cerrada en sí misma, orientada sólo a la propia satisfacción y a la propia gloria, sin perspectiva alguna de eternidad. Vivir «para el Señor», al contrario, significa vivir en vista de él, por su gloria, por su reino.

        Se trata verdaderamente de una nueva existencia frente a la cual la muerte misma ha perdido su carácter irreparable. La contradicción máxima que desde siempre experimenta el hombre –aquella entre la vida y la muerte– ha sido superada. La contradicción más radical ya no es entre «vivir» y «morir», sino entre vivir «para sí mismo» y vivir «para el Señor».