Dios derriba a los poderosos y enaltece a los pobres

Intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general dedicada a comentar el Salmo 112, «Alabado sea el nombre de Dios».

Ciudad del Vaticano, 18 mayo 2005.

85 cumpleaños

 


Salmo 112

Alabad, siervos del Señor,
alabad el nombre del Señor.
Bendito sea el nombre del Señor,
ahora y por siempre:
de la salida del sol hasta su ocaso,
alabado sea el nombre del Señor.

El Señor se eleva sobre todos los pueblos,
su gloria sobre los cielos.
¿Quién como el Señor, Dios nuestro,
que se eleva en su trono
y se abaja para mirar
al cielo y a la tierra?

Levanta del polvo al desvalido,
alza de la basura al pobre,
para sentarlo con los príncipes,
los príncipes de su pueblo;
a la estéril le da un puesto en la casa,
como madre feliz de hijos.

        Queridos hermanos y hermanas:
Antes de introducirnos en una breve interpretación del Salmo que se acaba de cantar, quisiera recordar que hoy es el cumpleaños de nuestro querido Papa Juan Pablo II. Habría cumplido 85 años y estamos seguros de que desde lo Alto nos ve y está con nosotros. En esta ocasión queremos dar profundamente gracias al Señor por el don de este Papa y queremos decir gracias al mismo Papa por todo lo que ha hecho y ha sufrido.

Comienzo de la alabanza

        1. Ha resonado en su sencillez y belleza el Salmo 112, auténtica puerta de entrada a una pequeña colección de Salmos que va del 112 al 117, convencionalmente llamada el «Halel egipcio». Es el aleluya, es decir, el canto de alabanza, que exalta la liberación de la esclavitud del faraón y la alegría de Israel en su servicio libre al Señor en la tierra prometida (Cf. Salmo 113).

        No es casualidad el que la tradición judía enlazara esta serie de salmos con la liturgia pascual. La celebración de aquel acontecimiento, según sus dimensiones histórico-sociales y sobre todo espirituales, era vista como un signo de la liberación del mal en la multiplicidad de sus manifestaciones.

        El Salmo 112 es un breve himno en el que el original hebreo consta sólo de unas sesenta palabras, henchidas de sentimientos de confianza, de alabanza, de alegría.

El "Señor"

        2. La primera estrofa (Cf. Salmo 112, 1-3) exalta «el nombre del Señor» que, como se sabe, en el lenguaje bíblico indica a la misma persona de Dios, su presencia viva y operante en la historia humana.

        En tres ocasiones, con insistencia apasionada, resuena «el nombre del Señor» en el centro de esta oración de adoración. Todo ser y todo el tiempo, «de la salida del sol hasta su ocaso», dice el salmista (versículo 3), se une en una única acción de gracias. Es como si una respiración incesante se elevara desde la tierra hacia el cielo para exaltar al Señor, Creador del cosmos y Rey de la historia.

Muy próximo

        3. Precisamente a través de este movimiento hacia lo alto, el Salmo nos conduce al misterio divino. La segunda parte (Cf. versículos 4-6) celebra la trascendencia del Señor, descrita con imágenes verticales que superan el simple horizonte humano. Se proclama: el Señor «se eleva sobre todos los pueblos», «se eleva en su trono» y nadie puede estar a su nivel; incluso para ver los cielos «se abaja», pues «su gloria está sobre los cielos» (versículo 4).

        La mirada divina se dirige a toda la realidad, a los seres terrestres y a los celestiales. Sin embargo, sus ojos no son altaneros o distantes, como los de un frío emperador. El Señor, dice el salmista, «se abaja para mirar» (versículo 6).

Con los que son menos

        4. De este modo, pasamos al último movimiento del Salmo (Cf. versículos 7-9), que cambia la atención para dirigirla de las alturas celestes a nuestro horizonte terreno. El Señor se abaja con solicitud hacia nuestra pequeñez e indigencia, que nos llevaría a retraernos con temor. Señala directamente con su mirada amorosa y con su compromiso eficaz a los últimos y miserables del mundo: «Levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre» (v. 7).

        Dios se inclina, por tanto, ante los necesitados y los que sufren para consolarles. Y esta expresión encuentra su significado último, su máximo realismo en el momento en el que Dios se inclina hasta el punto de encarnarse, de hacerse como uno de nosotros, como uno de los pobres del mundo. Al pobre le confiere el honor más grande, el de «sentarlo con los príncipes»; sí entre «los príncipes de su pueblo» (versículo 8). A la mujer sola y estéril, humillada por la antigua sociedad como si fuera una rama seca e inútil, Dios le da el honor y la gran alegría de tener muchos hijos (Cf. versículo 9). Por tanto, el salmista alaba a un Dios sumamente diferente de nosotros en su grandeza, pero al mismo tiempo muy cercano a sus criaturas que sufren.

        Es fácil intuir en estos versículos finales del Salmo 112 la prefiguración de las palabras de María en el «Magnificat», el cántico de las decisiones de Dios que «ha puesto los ojos en la humildad de su esclava». Con más radicalidad que nuestro Salmo, María proclama que Dios «derriba a los potentados de sus tronos y exalta a los humildes» (Cf. Lucas 1,48.52; Cf. Salmo 112, 6-8).

Prosigue la alabanza en el tiempo

        5. Un «Himno vespertino» sumamente antiguo, conservado en las así llamadas «Constituciones de los Apóstoles» (VII, 48), retoma y desarrolla el inicio gozoso de nuestro Salmo. Lo recordamos al terminar nuestra reflexión para ofrecer la relectura «cristiana» que la comunidad de los inicios hacía de los salmos:

«Alabad, niños, al Señor,
alabad el nombre del Señor.
Te alabamos, te cantamos, te bendecimos
Por tu inmensa gloria.
Señor rey, Padre de Cristo cordero inmaculado,
que quita el pecado del mundo.
A ti te corresponde la alabanza, el himno, la gloria,
a Dios Padre a través del Hijo en el Espíritu Santo
por los siglos de los siglos.
Amén»
(S. Pricoco - M. Simonetti, «La oración de los cristianos» - «La preghiera dei cristiani», Milán 2000, p. 97).