Himno a Dios que hace maravillas

Meditación de Benedicto XVI durante la audiencia general sobre el Salmo 134 (1-12), himno a Dios que hace maravillas.

Ciudad del Vaticano, 28 septiembre 2005 .

 


Salmo 134 (1-12)

Alabad el nombre del Señor,
alabadlo, siervos del Señor,
que estáis en la casa del Señor,
en los atrios de la casa de nuestro Dios.

Alabad al Señor porque es bueno,
tañed para su nombre, que es amable.
Porque él se escogió a Jacob,
a Israel en posesión suya.

Yo sé que el Señor es grande,
nuestro dueño más que todos los dioses.
El Señor todo lo que quiere lo hace:
en el cielo y en la tierra,
en los mares y en los océanos.

Hace subir las nubes desde el horizonte,
con los relámpagos desata la lluvia,
suelta los vientos de sus silos.

Él hirió a los primogénitos de Egipto,
desde los hombres hasta los animales.
Envió signos y prodigios
–en medio de ti, Egipto–
contra el Faraón y sus ministros.

Hirió de muerte a pueblos numerosos,
mató a reyes poderosos:
a Sijón, rey de los amorreos,
a Hog, rey de Basán,
a todos los reyes de Canaán.
Y dio su tierra en heredad,
en heredad a Israel, su pueblo.

¡Alabemos a Dios!

        1. Ante nosotros se presenta la primera parte del Salmo 134, un himno de carácter litúrgico, entretejido de alusiones, reminiscencias y referencias a otros textos bíblicos. La liturgia, de hecho, construye con frecuencia sus textos recurriendo al gran patrimonio de la Biblia, rico repertorio de temas y oraciones que sostienen el camino de los fieles.

        Seguimos el entramado de oración de esta primera sección (Cf. Salmo 134, 1-12), que comienza con una amplia y apasionada invitación a alabar al Señor (Cf. versículos 1-3). El llamamiento se dirige a los «siervos del Señor, que estáis en la casa del Señor, en los atrios de la casa de nuestro Dios» (vv. 1-2).

        Nos encontramos, por tanto, en la atmósfera viva del culto que se desarrolla en el templo, el lugar privilegiado y comunitario de la oración. En ella, se experimenta de manera eficaz la presencia de «nuestro Dios», un Dios «bueno» y «amable», el Dios de la elección y de la alianza (Cf. versículos 3-4).

        Después de la invitación a la alabanza, una voz solista proclama la profesión de fe, que comienza con la fórmula «yo sé» (versículo 5). Este «Credo» constituirá la esencia de todo el himno, que se convierte en una proclamación de la grandeza del Señor (ibídem), manifestada en sus obras maravillosas.

Los favores divinos

        2. La omnipotencia de Dios se manifiesta continuamente en todo el mundo, «en el cielo y en la tierra, en los mares y en los océanos». Es él quien produce nubes, relámpagos y vientos, imaginados como encerrados en «silos» o almacenes (Cf. versículos 6-7).

        Pero esta profesión de fe celebra sobre todo otro aspecto de la actividad divina. Se trata de la admirable intervención en la historia, en la que el Creador muestra el rostro de redentor de su pueblo y de soberano del mundo. Ante los ojos de Israel, recogido en oración, se presentan los grandes acontecimientos del Éxodo.

        Ante todo, menciona la conmemoración sintética y esencial de las «plagas» de Egipto, los flagelos suscitados por el Señor para plegar al opresor (Cf. versículos 8-9). Continúa después con la evocación de las victorias de Israel tras la larga marcha en el desierto. Éstas se atribuyen a la poderosa intervención de Dios, que «hirió de muerte a pueblos numerosos, mató a reyes poderosos» (versículo 10). Por último, aparece la meta tan suspirada y esperada, la tierra prometida: «dio su tierra en heredad, en heredad a Israel, su pueblo» (versículo 12).

        El amor divino se hace concreto y casi se puede experimentar en la historia con todas las vicisitudes difíciles y gloriosas. La liturgia tiene la tarea de hacer siempre presentes y eficaces los dones divinos, sobre todo en la gran celebración pascual que es la raíz de las demás solemnidades y constituye el emblema supremo de la libertad y de la salvación.

Contamos con Él

        3. Recojamos el espíritu del Salmo y de su alabanza a Dios volviéndolo a presentar a través de la voz de san Clemente Romano tal y como resuena en la larga oración conclusiva de su «Carta a los Corintios». Señala que, así como en el Salmo 134 aparece el rostro del Dios redentor, del mismo modo su protección, ya concedida a los antiguos padres, se nos presenta ahora en Cristo: «Señor, que tu rostro resplandezca sobre nosotros por el bien en la paz para protegernos con tu mano poderosa y librarnos de todo pecado con tu brazo altísimo y salvarnos de quienes nos odian injustamente. Otórganos concordia y paz a nosotros y a todos los habitantes de la tierra, tal y como lo hiciste con nuestros padres cuando te invocaban santamente en la fe y en la verdad… A ti, que eres el único capaz de hacer por nosotros estos bienes y otros todavía mayores, te damos gracias por medio del gran sacerdote y protector de nuestras almas, Jesucristo, por quien eres glorificado de generación en generación y por los siglos de los siglos. Amén» (60,3-4; 61,3: «Colección de Textos Patrísticos» –«Collana di Testi Patristici»–, V, Roma 1984, pp. 90-91).