YO ESTARE CON VOSOTROS SIEMPRE....

Salvador Canals, Ascética meditada, Ediciones Rialp, 1962

"Oración, que se expresa frecuentemente en una mirada: mirarle y sentirse mirado; otras veces, en considerar la grandeza de Dios y nuestra pequeñez: otras, en contarle minuciosamente lo que El sabe muy bien, aquello que nos puede y nos debe agobiar, que es gloria suya, que no es interés nuestro, porque El tiene más empeño que nosotros."
                                                                 Beato Josemaría Escrivá, 29-IX-1967.


Un tesoro del que no podemos prescindir

         Orate frates! ¡Orad, hermanos! Escucha y medita, amigo mío, estas palabras que el sacerdote pronuncia durante la Misa, vuelto hacia los fieles, abriendo los brazos en gesto de caridad y con voz casi suplicante. Con las mismas palabras, con el mismo tono de súplica y con la fuerza del profundo convencimiento que el Señor ha puesto en mi alma sacerdotal, quiero repetirte al oído en estos momentos de recogimiento: ora, amigo mío..., es necesario; hermano mío, ¡haz oración! Protege y fomenta tu espíritu de oración.

         Uno de los mayores tesoros que posee la Iglesia, nuestra Madre, es la oración de sus hijos y de sus hijas. Ella cuenta con tu oración para rehacerse y para crecer. Tiene una necesidad vital del silencio y de la actividad de tu oración. Tratemos, pues, tú y yo, de compenetrarnos y de imbuirnos de este sentido de responsabilidad: introduzcamos en nuestra vida, en nuestro quehacer cotidiano, un poco de tiempo para dedicarlo a la oración mental, si aún no lo hacemos; y si en el plan de nuestra jornada, hemos dispuesto ya cierto tiempo para consagrarlo a la intimidad con Dios, perseveremos en nuestro propósito y mejoremos nuestra vida de oración.

Una probada eficacia

         ¿Recuerdas aquel pasaje de la Sagrada Escritura en que se cuenta la tremenda batalla peleada por el pueblo elegido contra los Amalecitas? Mientras el ejército hebreo combatía en la llanura, Moisés, el caudillo de Israel, oraba al Señor con los brazos tendidos: si los brazos de Moisés permanecan extendidos –es decir, si su oración a Dios era intensa y perseverante– la victoria sonreía a los hombres de Israel; pero si los brazos de Moisés, vencidos por el cansancio, se bajaban, la victoria se alejaba del pueblo de Dios. Entonces –¿te acuerdas?– los dos que acompañaban a Moisés lo hicieron sentar sobre unas piedras y sostuvieron sus brazos hasta que la victoria fue completa y el triunfo definitivo.

Nuestros brazos cansados

         Tú y yo tenemos que persuadirnos cada vez más (y eso es lo que ahora estamos haciendo) de la necesidad de nuestra oración para que la Iglesia gane sus batallas y para que nosotros podamos ganar también las batallas cotidianas de nuestra vida interior. Esta convicción consolidará y dará vigor a nuestros brazos extendidos, a nuestra vida de oración. La meditación frecuente sobre la necesidad de la oración nos llevará, como de la mano, a buscar, para una dirección espiritual seria y periódica, la persona, el sacerdote que pueda sostener con sus palabras y con su consejo el cansancio de nuestros brazos extendidos, en los momentos de la dificultad o de la aridez. Y nos incitará también a obrar de modo que otros muchos brazos se extiendan en oración perseverante y para sostener por un apostolado eficaz los brazos extendidos de otras muchas almas de oración.

         Escuchemos de nuevo la voz de la Iglesia: Orate, frates! ¡orad, hermanos!¡ ¡Orad!... sentimos ahora que el propósito de orar y mejorar nuestra vida de oración se ensancha espontáneamente en nuestra alma.

Oración de verdad

         Pero, amigo mío, que nuestra oración sea siempre concreta. Oración concreta es la que influye realmente en nuestra vida; la que afronta valerosamente los problemas y busca, decidida, la luz de Jesús; la que evita activamente la inconsciente tendencia a mantener abiertas las heridas de nuestro amor propio; la que acepta la voluntad de Dios y se esfuerza en cumplirla con amor; la que penetra con su silenciosa fertilidad todos los recovecos de nuestra alma y todos los momentos de nuestra jornada; la que no se transforma en frío estudio o en vacío y necio sentimentalismo; la que extingue las protestas del amor propio y los alfilerazos de la envidia, de los celos y del resentimiento.

La inigualable experiencia de conocerse y conocer a Dios

         Concreción, amigo mío, concreción en nuestra oración, en esta elevación de la mente y del corazón a Dios para adorarlo, darle gracias y pedirle luz y fortaleza. He conocido almas desorientadas y mezquinas, víctimas de su oración estéril, almas cuya oración estaba desarraigada de la vida: al principio de su jornada, ponían a Jesús en un rinconcito de su alma, pero le negaban toda intervención en el resto del día; era algo análogo a esas Misas dominicales de mediodía que tan poco o nada influyen en la vida de tantos cristianos.

         En la concreta y ferviente oración de cada día se renovará y reforzará tu tendencia a la santidad: In meditatione mea exardescit ignis. Se enciende el fuego en mi meditación. Conocerás a Jesucristo y su doctina llegará a serte familiar, y te conocerás también a ti mismo: Noverim te, noverim me! Si te conociera, me conocería. Con la oración te defenderás de tus enemigos y vencerás en todas tus luchas; tu mano se armará y te cubrirás con la coraza de Cristo, conforme a la invitación del Apóstol: Induimini Dominum nostrum Iesum Christum. Revestíos de nuestro Señor Jesucristo. En tu oración cotidiana descubrirás la razón de tu apostolado; contemplata aliis tradere, transmitir a otros tus meditaciones. Todo cuanto digas y aconsejes en tu apostolado de amistad y de confianza llevará el sello de las cosas vividas y probadas, que es sello de eficacia y de coherencia.

         La vida de oración debe ser defendida como se defiende un tesoro: la Iglesia tiene necesidad de ella, porque es el fundamento seguro de nuestra santidad personal, y porque nuestro Señor se dirigió a todos cuando dijo: Oportet semper orare... Conviene orar siempre...

Algunos obstáculos que conviene no olvidar

         Enemigos reales de tu oración son: la imaginación –"la loca de la casa"– que te turba y distrae con sus vuelos y con sus piruetas; tus sentidos despiertos y poco mortificados; la falta de preparación remota –si quieres llamarla de modo distinto, llámala disipación– por la cual te encuentras tan lejos de Dios nuestro Señor cuando empiezas tu oracíón; tu corazón poco mortificado..., poco purificado, poco desligado de las cosas de la tierra, que mancha de fango las alas de tu alma y te impide elevarte hacia una mayor intimidad con Dios; la falta de esfuerzo y de auténtico interés, por tu parte, en los momentos en que te quedas cara a cara con el Señor.

         Antes de terminar, repite a Jesús, por mediación de la Virgen María –que es Rosa mystica et Vas insigne devotionis, Rosa mística y Vaso insigne de devoción–, las palabras humildes y llenas de confianza de los Apóstoles: Domine, doce nos orare! ¡ Señor, enséñanos a orar!