Benedicto XVI insta a todos los cristianos redescubrir la belleza del Bautismo
Palabras que pronunció al rezar desde la ventana de su estudio el Ángelus junto a varios miles de peregrinos congregados en la plaza de San Pedro.
Ciudad del Vaticano, 8 enero 2006.

¡Queridos hermanos y hermanas!

        En este domingo después de la solemnidad de la Epifanía, celebramos la fiesta del Bautismo del Señor, que concluye el tiempo litúrgico de la Navidad. Hoy contemplamos a Jesús que, a la edad de unos treinta años, se hizo bautizar por Juan en el río Jordán. Se trataba de un bautismo de penitencia, que utilizaba el símbolo del agua para expresar la purificación del corazón y de la vida. Juan, llamado el «Bautista», es decir, el que bautizaba, predicaba este bautismo a Israel para preparar la inminente venida del Mesías; y les decía a todos que después de él vendía otro, más grande que él, quien no bautizaría con agua, sino con el Espíritu Santo (Cf. Marcos 1, 7-8). Cuando Jesús fue bautizado en el Jordán, el Espíritu Santo descendió, se posó sobre Él con una apariencia corporal de paloma, y Juan el Bautista reconoció que Él era el Cristo, el «Cordero de Dios», venido para quitar el pecado del mundo (Cf. Juan 1, 29). Por ello, el Bautismo en el Jordán es también una «epifanía», una manifestación de la identidad mesiánica del Señor y de su obra redentora, que culminará con otro «bautismo», el de su muerte y resurrección, por el que todo el mundo será purificado en el fuego de la divina misericordia (Cf. Lucas 12, 49-50).

        En esta fiesta, Juan Pablo II tenía la costumbre de administrar el sacramento del Bautismo a algunos niños. Por primera vez, esta mañana, yo también he tenido la alegría de bautizar en la Capilla Sixtina a diez recién nacidos. Renuevo con afecto mi saludo a estos pequeños, a sus familias, así como a los padrinos y madrinas. El Bautismo de los niños expresa y realiza el misterio del nuevo nacimiento a la vida divina en Cristo: los padres creyentes llevan a sus hijos a la fuente bautismal, representación del «seno» de la Iglesia, de cuyas aguas benditas son engendrados los hijos de Dios. El don recibido por los recién nacidos exige que sea acogido por ellos, una vez que se hagan adultos, de manera libre y responsable: este proceso de maduración les llevará después a recibir el sacramento de la Confirmación, que confirmará precisamente el Bautismo y les conferirá el «sello» del Espíritu Santo.

        Queridos hermanos y hermanas, que la solemnidad de hoy sea una oportunidad propicia para que todos los cristianos redescubran la alegría y la belleza de su Bautismo que, vivido con fe, es una realidad siempre actual: nos renueva continuamente a imagen del hombre nuevo, en la santidad de los pensamientos y de las acciones. El Bautismo, además, une a los cristianos de toda confesión. En cuanto bautizados, todos somos hijos de Dios en Cristo Jesús, nuestro Maestro y Señor. Que la Virgen María nos alcance la gracia de comprender cada vez mejor el valor de nuestro Bautismo y de testimoniarlo con una digna conducta de vida.