Como leprosos, necesitamos ser curados por Dios
Palabras que dirigió Benedicto XVI el domingo a mediodía al rezar la oración mariana del Ángelus desde la ventana de su estudio junto a varios miles de peregrinos congregados en la plaza de San Pedro del Vaticano.
Ciudad del Vaticano, 12 febrero 2006.

Queridos hermanos y hermanas:

        Ayer, 11 de febrero, memoria litúrgica de la Bienaventurada Virgen de Lourdes, celebramos la Jornada Mundial del Enfermo, que este año ha tenido sus celebraciones principales en Adelaida (Australia), incluyendo un congreso internacional sobre la cuestión siempre urgente de la salud mental. La enfermedad es un rasgo típico de la condición humana, hasta el punto de que puede convertirse en su metáfora realista, como bien lo expresa san Agustín en una de sus oraciones: «Ten misericordia de mí, ¡Señor! Mira, no te escondo mis heridas. Tú eres el médico, yo soy el enfermo; tu eres misericordioso, yo miserable» («Confesiones», X, 39).

        Cristo es el verdadero «médico» de la humanidad, que el Padre celestial ha enviado al mundo para curar al hombre, marcado en el cuerpo y en el espíritu por el pecado y sus consecuencias. Precisamente en estos domingos, el Evangelio de Marco nos presenta a Jesús que, al inicio de su ministerio público, se dedica completamente a la predicación y a la curación de los enfermos en los pueblos de Galilea. Los innumerables signos prodigiosos que realiza con los enfermos confirman la «buena nueva» del Reino de Dios. El Evangelio de hoy narra la curación de un leproso y expresa con gran eficacia la intensidad de la relación entre Dios y el hombre, resumida en un estupendo diálogo: «Si quieres, puedes limpiarme», dice el leproso. «Quiero; queda limpio», le responde Jesús, tocándole con la mano y liberándole de la lepra (Marcos 1, 40-42). En este pasaje vemos como concentrada toda la historia de la salvación: ese gesto de Jesús, que extiende la mano y toca el cuerpo con llagas de la persona que le invoca, manifiesta perfectamente la voluntad de Dios de curar a su criatura decaída, restituyéndole la vida «en abundancia» (Juan 10, 10), la vida eterna, plena, feliz. Cristo es «la mano» de Dios extendida a la humanidad para que pueda salir de las arenas movedizas de la enfermedad y de la muerte, volverse a levantar apoyándose en la roca firme del amor divino (Cf. Salmo 39, 2-3).

        Quisiera hoy confiar a María «salud de los enfermos», especialmente a quienes, en todas las partes del mundo, no sólo sufren a causa de la falta de salud, sino también por la soledad, la miseria y la marginación. Dirijo un pensamiento particular también a quienes en los hospitales o en otros centros atienden a los enfermos y se dedican a su curación. Que la Virgen Santa ayude a cada quien a encontrar consuelo en el cuerpo y en el espíritu, gracias a una adecuada asistencia sanitaria y a la caridad fraterna, que sabe convertirse en atención concreta y solidaria.