Benedicto XVI presenta la diplomacia de la verdad de la Santa Sede
Discurso que dirigió Benedicto XVI a los superiores de la Secretaría de Estado, guiados por el cardenal Angelo Sodano, junto a los participantes en el primer encuentro que ha mantenido con representantes de la Santa Sede ante las organizaciones internacionales.
Ciudad del Vaticano, 20 marzo 2006.

Señor cardenal
y queridos representantes de la Santa Sede ante los organismos internacionales:

        Os acojo a todos con afecto en este encuentro, en el que tengo la alegría de tomar contacto por primera vez con vosotros, reunidos aquí en Roma para reflexionar sobre algunas importantes cuestiones del momento actual. A todos vosotros os dirijo mi cordial saludo y doy profundamente las gracias al señor cardenal Secretario de Estado por las palabras que me ha dirigido en nombre vuestro.

        La mayor participación de la Santa Sede en las actividades internacionales constituye un estímulo precioso para que pueda seguir dando voz a la conciencia de cuantos componen la comunidad internacional. Se trata de un servicio delicado y fatigoso que –apoyándose en la fuerza aparentemente inerte pero que en definitiva prevalece de la verdad– pretende colaborar en la construcción de una sociedad internacional más atenta a la dignidad y a las verdaderas exigencias de la persona humana. En esta perspectiva, la presencia de la Santa Sede ante los organismos internacionales intergubernamentales representa una contribución fundamental al respeto de los derechos humanos y del bien común y, por tanto, a la auténtica libertad y justicia. Nos encontramos ante un compromiso específico e insustituible que puede ser más eficaz si se unen las fuerzas de quienes colaboran con entrega fiel en la misión de la Iglesia en el mundo.

        Las relaciones ente los Estados y en los Estados son justas en la medida en que respetan la verdad. Sin embargo, cuando se ultraja la verdad, la paz queda amenazada, el derecho comprometido, y entonces, por lógica consecuencia, se desencadenan las injusticias. Éstas son fronteras que dividen a los países de manera mucho más profunda que los confines trazados por los mapas geográficos y, con frecuencia, no son sólo fronteras externas, sino también internas a los Estados. Estas injusticias asumen también nuevos rostros; por ejemplo, el rostro del desinterés y del desorden, que llega a dañar a la estructura de esa célula original de la sociedad, la familia; o el rostro de la prepotencia o de la arrogancia, que puede llegar incluso al arbitrio, acallando a quien no tiene voz o fuerza para que pueda ser escuchada, como sucede en el caso de la injusticia que, hoy, es quizá la más grave, es decir, la que suprime la vida humana naciente.

        «Ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte» (1 Corintios 1, 27). Que este criterio de la acción divina, de permanente actualidad, os aliente a no maravillaros, y mucho menos a desalentaros, ante las dificultades y las incomprensiones. Sabéis, de hecho, que a través de ellas, participáis autorizadamente en la responsabilidad profética de la Iglesia, que pretende seguir alzando su voz en defensa del hombre, incluso cuando la política de los Estados o la mayoría de la opinión pública se mueven en dirección contraria. La verdad, de hecho, encuentra fuerza en sí misma y no en el número de consensos que recibe.

        Podéis estar seguros de que os acompaño en vuestra misión, ardua e importante, con atención cordial y con gratitud sincera, asegurándoos también el recuerdo en la oración, mientras os imparto con gusto a todos vosotros mi bendición apostólica.