Tres días para revivir con Cristo su pasión, muerte y resurrección
Intervención que dirigió Benedicto XVI durante la audiencia general, dedicada a explicar el sentido del Triduo Pascual.
Ciudad del Vaticano, 12 abril 2006.
La sal de la tierra: quién es y cómo piensa Benedicto XVI (4ª ed.)
Joseph Ratzinger entrevistado por Peter Seewald

Queridos hermanos y hermanas:

        Mañana comienza el Triduo Pascual, que es el fulcro de todo el año litúrgico Ayudados por los sagrados ritos del Jueves Santo, del Viernes Santo y de la solemne Vigilia Pascual, reviviremos el misterio de la pasión, de la muerte y resurrección del Señor. Son días propicios para volver a despertar en nosotros un deseo más intenso de unirnos a Cristo y seguirle generosamente, conscientes de que nos ha amado hasta dar su vida por nosotros. Los acontecimientos que nos vuelve a proponer el Triduo sagrado son la manifestación sublime de este amor de Dios por el hombre. Dispongámonos, por tanto, a celebrar el Triduo Pascual acogiendo la exhortación de san Agustín: «Considera ahora atentamente los tres días santos de la crucifixión, de la sepultura y de la resurrección del Señor. De estos tres misterios realizamos en la vida presente aquello de lo que es símbolo la cruz, mientras realizamos a través de la fe y de la esperanza, aquello de lo que es símbolo la sepultura y la resurrección» (Carta 55, 14, 24).

        El Triduo Pascual inicia mañana, Jueves Santo con la misa vespertina «in Cena Domini», si bien en la mañana se suele celebrar otra significativa celebración litúrgica, la Misa del Crisma, durante la cual, reunido en torno al obispo, todo el presbiterio de cada diócesis renueva las promesas sacerdotales, y participa en la bendición de los óleos de los catecúmenos, de los enfermos y del Crisma. Esto es lo que haremos mañana también aquí, en San Pedro. Además de la institución del Sacerdocio, en este día santo se conmemora la entrega total que Cristo hizo de sí a la humanidad en el sacramento de la Eucaristía. En esa misma noche en la que fue traicionado, nos dejó, como recuerda la Sagrada Escritura, el «mandamiento nuevo» –«mandatum novum»– del amor fraterno cumpliendo el gesto impactante del lavatorio de los pies, que recuerda el humilde servicio de los esclavos. Esta jornada singular, evocadora de los grandes misterios, concluye con la Adoración eucarística, en recuerdo de la agonía del Señor en el Huerto de Getsemaní. Sintiendo una gran angustia, cuenta el Evangelio, Jesús pidió a los suyos que velaran con él, permaneciendo en oración: «quedaos aquí y velad conmigo» (Mateo 26, 38), pero los discípulos se durmieron. También hoy el Señor nos dice: «quedaos aquí y velad conmigo». Y vemos cómo también hoy, los discípulos de hoy nos quedamos con frecuencia dormidos. Esa fue para Jesús la hora del abandono y de la soledad, a la que le siguió, en medio de la noche, el arresto y el inicio del doloroso camino hacia el Calvario.

        El Viernes Santo, centrado en la Pasión, es un día de ayuno y penitencia, orientado a la contemplación de la Cruz. En las iglesias se proclama la narración de la Pasión y resuenan las palabras del profeta Zacarías: «Mirarán al que traspasaron» (Juan 19, 37). Y en el Viernes Santo nosotros también queremos dirigir la mirada al corazón traspasado del Redentor en el que, como escribe san Pablo, «están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Colosenses 2, 3), es más, «en él reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente» (Colosenses 2, 9), por este motivo, el apóstol puede afirmar con decisión que no quiere conocer más que «a Jesucristo, y éste crucificado» (1 Corintios 2, 2). Es verdad: la Cruz revela «la anchura y la longitud, la altura y la profundidad» –las dimensiones cósmicas, este es el sentido– de un amor que supera a todo conocimiento –el amor va más allá de lo que se conoce– y nos llena de «la total Plenitud de Dios» (Cf. Efesios 3, 18-19). En el misterio del Crucificado «se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical» («Deus caritas est», 12). La Cruz de Cristo, escribe en el siglo V el Papa san León Magno, «es manantial de todas las bendiciones, y causa de todas las bendiciones» (Discurso 8 sobre la Pasión del Señor, 6-8; PL 54, 340-342).

        En el Sábado Santo la Iglesia, al unirse espiritualmente a María, permanece en oración ante el sepulcro, donde el cuerpo del Hijo de Dios yace inerte como en una condición de descanso tras la obra creativa de la redención, realizada con su muerte (Cf. Hebreos 4, 1-13). Por la noche iniciará la solemne Vigilia Pascual, durante la cual en cada Iglesia se elevará el canto gozoso del «Gloria» y del «Aleluya» pascual del corazón de los nuevos bautizados y de toda la comunidad cristiana, feliz porque Cristo ha resucitado y ha vencido a la muerte.

        Queridos hermanos y hermanas, para poder vivir una provechosa celebración de la Pascua, la Iglesia pide a los fieles acercarse en estos días al sacramento de la Penitencia, que es como una especie de muerte y de resurrección para cada uno de nosotros. En la antigua comunidad cristiana, el Jueves Santo se celebraba el rito de la Reconciliación de los Penitentes, presidido por el obispo. Ciertamente han cambiado las condiciones históricas, pero prepararse para la Pascua con una buena confesión sigue siendo un cumplimiento que hay que valorar plenamente, pues nos ofrece la posibilidad de volver a comenzar nuestra vida y de que este nuevo inicio se realice en la alegría del Resucitado y en la comunión del perdón que nos da. Conscientes de que somos pecadores, pero confiando en la divina misericordia, dejémonos reconciliar por Cristo para experimentar más intensamente la alegría que nos comunica con su resurrección. El perdón, que Cristo nos da en el sacramento de la Penitencia, es manantial de paz interior y exterior y nos hace apóstoles de paz en un mundo en el que por desgracia continúan las divisiones, los sufrimientos, y los dramas de la injusticia, del odio y de la violencia, de la incapacidad de reconciliarse para volver a comenzar de nuevo con un perdón sincero. Nosotros sabemos, sin embargo, que el mal no tiene la última palabra, pues quien triunfa es Cristo crucificado y resucitado y su victoria se manifiesta con la fuerza del amor misericordioso. Su resurrección nos da esta certeza: a pesar de toda la oscuridad que hay en el mundo, el mal no tiene la última palabra. Apoyados por esta certeza, podremos comprometernos con más valentía y entusiasmo por hacer que nazca un mundo más justo.

        Esto es lo que os deseo de todo corazón a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, esperando que os preparéis con fe y devoción para las inminentes fiestas pascuales. Que os acompañe María Santísima, quien, tras haber seguido al Hijo divino en la hora de la pasión y de la cruz, compartió la alegría de su resurrección.