La relación entre Biblia y moral, según Benedicto XVI
Discurso que dirigió Benedicto XVI a los miembros de la Comisión Pontificia Bíblica al concluir su sesión anual dedicada al estudio de la relación entre Biblia y moral.
Ciudad del Vaticano, 27 abril 2006.
Benedicto XVI. Una mirada cercana
Peter Seewald

Señor cardenal,
Queridos miembros de la Comisión Pontificia Bíblica:

        Para mí es motivo de gran alegría encontrarme con vosotros al final de vuestra anual sesión plenaria. Me acuerdo con afecto de cada uno de vosotros, pues os he conocido durante los años de mi encargo como presidente de esta Comisión. Deseo transmitiros mi reconocimiento y aprecio por el importante trabajo que estáis desempeñando al servicio de la Iglesia y por el bien de las almas, en sintonía con el sucesor de Pedro. Doy las gracias al señor cardenal William Joseph Levada por su saludo y por la concisa exposición del tema que ha sido objeto de atenta reflexión en el transcurso de vuestra reunión.

        Os habéis reunido nuevamente para profundizar en un argumento muy importante: la relación entre Biblia y moral. Se trata de un tema que afecta no sólo al creyente, sino a toda persona como tal. El impulso primordial del hombre, de hecho, es su deseo de felicidad y de una vida plenamente lograda. Hoy, sin embargo, muchos piensan que esta realización tiene que alcanzarse de manera autónoma, sin ninguna referencia a Dios y a su ley. Algunos han llegado a teorizar una soberanía absoluta de la razón y de la libertad en el ámbito de las normas morales: estas normas constituirían el ámbito de una ética meramente «humana», es decir, serían la expresión de una ley que el hombre se da autónomamente: los promotores de esta «moral laica» afirman que el hombre, como ser racional, no sólo «puede» sino que incluso «debe» decidir libremente el valor de sus comportamientos.

        Esta convicción equivocada se basa en un presunto conflicto entre la libertad humana y toda forma de ley. En realidad, el Creador ha inscrito en nuestro mismo ser la «ley natural», reflejo de su idea creadora en nuestro corazón, como brújula y medida interior de nuestra vida. Precisamente por este motivo, la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia nos dicen que la vocación y la plena realización del hombre no consisten en el rechazo de la ley de Dios, sino en la vida según la nueva ley, que consiste en la gracia del Espíritu Santo: junto con la Palabra de Dios y la enseñanza de la Iglesia, ésta se manifiesta en «la fe que actúa por la caridad» (Gálatas 5, 6). Y precisamente, en esta acogida de la caridad que procede de Dios («Deus caritas est!»), la libertad del hombre encuentra su más alta realización. La ley de Dios no atenúa ni mucho menos elimina la libertad del hombre; por el contrario, la garantiza y promueve, pues, como nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, «la libertad alcanza su perfección cuando está ordenada a Dios, nuestra bienaventuranza» (n. 1731). La ley moral, establecida por Dios en la creación y confirmada en la revelación del Antiguo Testamento, encuentra en Cristo su cumplimiento y su grandeza. Jesucristo es el camino de la perfección, la síntesis viva y personal de la perfecta libertad en la obediencia total a la voluntad de Dios. La función original de los Diez Mandamientos no queda abolida por el encuentro con Cristo, sino que la lleva a su plenitud. Una ética que, en la escucha de la revelación, quiere ser también auténticamente racional, tiene en el encuentro con Cristo, que nos da la nueva alianza, su perfección.

        Modelo de esta auténtica acción moral es el comportamiento del mismo Verbo encarnado, en cuya aceptación y cumplimiento de su misión coincide su voluntad con la voluntad de Dios Padre: su alimento es hacer la voluntad del Padre (Cf. Juan 4, 34); él siempre hace lo que le agrada al Padre poniendo en práctica su palabra (Cf. Juan 8,29.55); refiere lo que el Padre le ha mandado que diga y anuncie (Juan 12, 49). Al revelar al Padre y su manera de actuar, Jesús revela al mismo tiempo las normas de la acción humana justa. Presenta esta relación de manera explícita y ejemplar cuando, al concluir su enseñanza sobre el amor a los enemigos (Cf. Mateo 5, 43-47), dice: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mateo 5, 48). Esta perfección divina se hace posible para nosotros si estamos íntimamente unidos con Cristo, nuestro Salvador.

        El camino trazado por Jesús con su enseñanza no es una norma impuesta desde el exterior. El mismo Jesús recorre este camino y sólo nos pide que le sigamos. Además, no se limita a pedir: ante todo nos da, en el Bautismo, la participación en su misma vida, haciéndonos capaces de este modo de acoger y de llevar a la práctica sus enseñanzas. Esto resulta evidente en los escritos del Nuevo Testamento. Su relación con los discípulos no consiste en una enseñanza exterior, sino vital: les llama «hijos» (Juan 13, 33; 21, 5), «amigos» (Juan 15, 14-15), «hermanos» (Mateo 12, 50; 28, 10; Juan 20, 17), invitándoles a entrar en comunión de vida con Él y a acoger en la fe y en la alegría su «suave» yugo y su carga «ligera» (Cf. Mateo 11, 28-30). En la búsqueda de una ética cristológicamente inspirada es necesario, por tanto, tener presente que Cristo es el «Logos» encarnado, que nos hace participar en su vida divina y que, con su gracia, nos sostiene en el camino hacia nuestra auténtica realización. Lo que es realmente el hombre aparece de manera definitiva en el «Logos» hecho hombre; la fe en Cristo nos ofrece la plenitud de la antropología. Por este motivo, la relación con Cristo define la realización más elevada de la acción moral del hombre. Este actuar humano se fundamenta directamente en la obediencia a la ley de Dios, en la unión con Cristo y en la inhabitación del Espíritu Santo en el alma del creyente. No es un actuar dictado por normas sólo exteriores, sino que procede de la relación vital que une a los creyentes con Cristo y con Dios.

        Deseando que continuéis fecundamente vuestra reflexión, invoco sobre vosotros y sobre vuestro trabajo la luz del Espíritu Santo y os imparto a todos, como confirmación de mi confianza y de mi afecto, la bendición apostólica.