Cristo revela de modo inequívoco su divinidad
Intervención que pronunció Benedicto XVI a mediodía, desde la ventana de su estudio, antes de entonar la oración mariana del «Regina Cæli» junto a decenas de miles de peregrinos en la plaza de San Pedro del Vaticano.
Ciudad del Vaticano, 21 mayo 2006.
Benedicto XVI. Una mirada cercana
Peter Seewald

¡Queridos hermanos y hermanas!

        El libro de los Hechos de los Apóstoles refiere que Jesús, tras su resurrección, se apareció a los discípulos durante cuarenta días y después «fue elevado en presencia de ellos» (Hch 1, 9). Es la Ascensión, fiesta que celebraremos el jueves 25 de mayo, si bien en algunos países se traslada al domingo que viene. El significado de este último gesto de Jesús es doble. Ante todo, ascendiendo a lo «alto», Él revela de modo inequívoco su divinidad: regresa allí de donde ha venido, esto es, a Dios, después de haber realizado su misión en la tierra. Además Cristo asciende al Cielo con la humanidad que ha asumido y que ha resucitado de los muertos: esa humanidad es la nuestra, transfigurada, divinizada, hecha eterna. La Ascensión, por lo tanto, revela la «vocación suprema» (Gaudium et spes, 22) de toda persona humana: está llamada a la vida eterna del Reino de Dios, Reino de amor, de luz y de paz.

        En la fiesta de la Ascensión se celebra la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, querida por el Concilio Vaticano II y ya en su cuadragésima edición. Este año tiene por tema: «Los medios: red de comunicación, comunión y cooperación». La Iglesia mira con atención a los medios, porque representan un vehículo importante para difundir el Evangelio y para favorecer la solidaridad entre los pueblos, llamando la atención sobre los grandes problemas que aún les marcan profundamente. Hoy, por ejemplo, con la iniciativa «El mundo en marcha contra el hambre» (Walk the World), sugerida por el Programa Alimentario Mundial de las Naciones Unidas, se busca sensibilizar a los gobiernos y a la opinión pública sobre la necesidad de una acción concreta y oportuna para garantizar a todos, en particular a los niños, la «libertad del hambre». Con la oración estoy cerca de esta manifestación, que tiene lugar en Roma y en otras ciudades de unos cien países. Deseo vivamente que, gracias a la contribución de todos, se pueda superar la plaga del hambre que aún aflige a la humanidad, poniendo en grave peligro la esperanza de vida de millones de personas. Pienso, en primer lugar, en la urgente y dramática situación de Darfur, en Sudán, donde persisten fuertes dificultades para satisfacer incluso las necesidades primarias de alimentación de la población.

        Con el habitual rezo del Regina Caeli confiamos hoy a la Virgen María particularmente a nuestros hermanos oprimidos por el azote del hambre, a cuantos acuden en su ayuda y a quienes, a través de los medios de comunicación social, contribuyen a consolidar entre los pueblos los vínculos de la solidaridad y de la paz. Pedimos además a Nuestra Señora que haga fructífero el viaje apostólico a Polonia que, si Dios quiere, haré del jueves al domingo próximo en recuerdo del amado Juan Pablo II.